lunes, 15 de mayo de 2017

Un par de colaboraciones


Los meses de marzo y abril quedaron atrás y no los pude consignar como merecían. Tuve ocasión de colaborar, por partida doble y con dos textos muy diferentes, en la revista Capakhine y en Radio Klara: 
  • En el mes de marzo se leyó en Tenemos mucho cuento, el programa de la valenciana Ràdio Klara dedicado a la literatura, mi relato Eolia, un viejo conocido de todos y de la radiodifusión nacional. El cuento se puede escuchar a partir del minuto 36.55 del siguiente enlace. Gracias, Elena, por facilitar mi participación en el programa.
  • En el número 9 de la revista Capakhine, correspondiente a los meses de abril y mayo, apareció publicado un nuevo relato de temática ajedrecística (o no), hasta entonces inédito, titulado Un antiguo poema persa. Había colaborado anteriormente en Capakhine, concretamente el verano pasado, con el cuento Juegue como un Gran Maestro
Seguiremos informando.

miércoles, 10 de mayo de 2017

Los rieles (3/3)

(Tercera y última parte del relato ganador del III Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)

Cuando yo llegaba antes que ellos, o una vez se habían marchado ya, imitaba el afectado saludo del señor Juan Riells y bromeaba con Fabiola tendiéndole la mano ceremonialmente después del protocolario "bona tarda, señorina fantástica". Me iba a mi mesa donde, por la fuerza de la costumbre, me servía el cortado sin necesidad de pedírselo. Y leía la prensa antes de regresar a la facultad para seguir con las clases o preparar los exámenes de enero, según. Luego aparecían por la puerta el señor Juan Riells y la chica que empujaba la silla. La dureza de oído del viejo me exasperaba cuando no podía hacerme con El Mundo Deportivo o La Vanguardia y decidía repasar el Reglamento. Trataba yo de memorizar sus artículos para no volver a caer en las trampas del Quisquilla pero las voces del señor Juan Riells me impedían alcanzar la concentración necesaria. "¿Cómo te llamas?, ¿Fabiola? Caray, tú, qué nombre", le decía a Fabiola cada día del mundo después de mucho hacérselo repetir. "Si ya lo sabe, si se lo he dicho muchas veces. Fabiola. Como la reina". "Perdona, señorina, pero es que tengo la cabeza cero cero", se disculpaba. "Y tú, ¿cómo te llamas", le preguntaba al hermano desnatado de Fabiola, que la sustituyó desde el final de su embarazo. "William". "¿Cómo?, ¿cómo has dicho?, ¿Guillam?, ¿Milliam?, ¿Millam?, perdona, no te entiendo. Estoy cero cero". Todo a gritos y durante mucho rato. También la reemplazó Blanqui, la tercera de los cinco hermanos de la familia, que era más terremoto aún que Fabiola y se llevaba muy bien con el señor Juan Riells porque alzaba la voz lo suficiente como para hacerse comprender a la primera. Cosa que el abuelo agradecía infinitamente. A mí, en un principio, las gracias del señor Juan Riells me hicieron sonreír y, más tarde, se me volvieron pesadas por lo que tenían de repetitivas. Terminé por aceptarlas, habida cuenta de su avanzada edad y consciente de que todos tenemos bromas y coletillas que repetimos sin mesura. Si se las disculpamos al Quisquilla y al resto de profesores y de becarios metidos a docente, incluido el elemento del Cubanito, ¿cómo no hacerlo con el entrañable señor Juan Riells, quien era, además y para más inri, muchísimo más ingenioso que todos ellos juntos? Porque, no nos engañemos, de boca de ninguno de mis profesores ha salido nada digno de recordarse durante décadas, nada comparable al "como decíamos ayer" de Fray Luis de León. Oye, qué risa. ¿Cómo se quedarían los colegas de mi ex equipo si me oyeran citar a Fray Luis? O a Unamuno, con su "venceréis pero no convenceréis". Con lo brutos que son. Con lo locos que están. Es que ellos, ¿sabes?, son más… como de Millán Astray. El de "muera la inteligencia". Ése mismo. Hazme caso. Lo que yo te diga.

"¿Hay que comprar pan hoy para la señora?", inquiría el anciano y la filipina le decía que no, que mañana. "Lo que tú digas", parecía rendirse para, al poco, volver a la carga: "¿hay que comprar pan hoy?". "No, mañana", respondía la otra con paciente entonación franciscana. Luego la filipina se vengaba pasando media hora larga hablándole en tagalo cantarín y enmarañado al móvil, como si no hubiera un mañana, una falta de consideración que a mí me sacaba de quicio pero que, paradójicamente, apaciguaba al señor Juan Riells quien, minuto a minuto, se iba apagando. Lo observaba yo en su perfil ausente, en sus ojos del color del agua turbia con los párpados medio entornados y en su boca entreabierta, el labio inferior, carnoso y húmedo, colgando igual que el belfo de un caballo de carreras recién cruzada la meta. Entonces el anciano empezaba a musitar su "ya ves, ya ves" marca de la casa que ya no abandonaba en lo que restaba de merienda. Siempre a pares, los "ya ves", servían para aliviar los largos silencios que tanto lo incomodaban; para responder a cualquier pregunta que pudieran formularle, la entendiera o no; y para tratar de iniciar, sin éxito la mayoría de las veces, una conversación trivial con la dependienta cuando ésta empuñaba, por ejemplo, la escoba. "Ya ves, ya ves, cómo trabajamos, Fabiola" si esa tarde conseguía recordar su nombre o "ya ves, yes, cómo trabajamos, señorina" si, por el contrario, la desmemoria le había nublado el entendimiento. Cuando acababa la conferencia con Manila, el abuelo recuperaba el ánimo, hablaban de si volvería a llover o no, de qué ruta tomarían de regreso a casa, de la poca clientela que acostumbraba a haber para, acto seguido, pedir la cuenta. La liturgia siempre era la misma: Fabiola decía que todo sumaba 4,20 euros; el señor Juan Riells se sorprendía de la cifra y exclamaba "¡caramba!" tras hacérsela repetir; hurgaba en su monederito de piel y sacaba las monedas precisas y le especificaba a la filipina que unos cuantos céntimos eran de propina; ésta lo ayudaba a incorporarse y a abrigarse; y, después de darle la mano como despedida a la "señorina fantástica", el señor Juan Riells se iba por donde había venido por su propio pie, antecedido de la acompañante y la silla de ruedas vacía. Sabedor de la falta de un artículo 420 en el Reglamento, me conformaba en mi interior con el vigésimo y cada tarde, al oír lo que se debía, me repetía, como un mantra implacable, el tostón de que "la presidencia accidental de la Junta gubernativa recaerá siempre en el vocal de superior empleo efectivo en el Cuerpo".

"Bona tarda, señorina fantástica", le adelanté la mano extendida a Fabiola después de muchos días de no vernos por las vacaciones de Navidad. "Bona tarda, señorino", me respondió como habitualmente solía hacerlo, sólo que esta vez añadió un funesto "pero el otro señorino ya no viene". "¿Y eso?", quise saber porque de ese modo, y no de otro, nos referíamos al señor Juan Riells y fue entonces cuando me notificó que había fallecido el día de Navidad. "¿Qué me dices?, ¡pobre!", fue lo único que acerté a decir y me acordé de que un par de días antes del fin de las clases se había saltado la merienda. Estaría pocho ya entonces, deduje con pesar. "Sí, el 25 fue", continuó. "Ya, ya sé que Navidad es el 25", la interrumpí de forma ruda y torpe. Y marché en dirección a mi mesa, con el librito bajo el brazo y las manos en los bolsillos del pantalón, recitando con un punto inevitable de pena y nostalgia el artículo 25 del Reglamento del Real Colegio de Artillería, aquél que dice que "la distribución de horas de un día de clase, en los cuatro primeros y cuatro últimos meses del año, será la siguiente: a las seis de la mañana se levantarán los caballeros Cadetes, empleando en vestirse, lavarse, peinarse y asearse hasta las siete...".

lunes, 8 de mayo de 2017

Los rieles (2/3)

(Segunda parte del relato ganador del III Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)

Sabía que el señor Juan Riells se llamaba Juan Riells porque su sordera era la peor enemiga de su intimidad. Cualquier cosa que hubiera de decirle a la chica que lo acompañaba o cualquier broma que le quisiera gastar a Fabiola, quien atendía la granja con alegre desparpajo y salero paraguayo, era bramada con inconsciente potencia por el anciano. De su propio pulmón nos enteramos que cumplía años el siguiente domingo, día 30 de noviembre. Artículo 30: "En tiempo de verano se hará que los caballeros Cadetes aprendan a nadar, siempre que haya proporción para ello; y el Capitán segundo tomará en este caso las providencias convenientes para evitar cualquier desgracia". Y que le caerían 88 años. Artículo 88: "Estará prohibido a los caballeros Cadetes el fumar, y si alguno incurriese en esta falta, será castigado con rigor". También por su tendencia a elevar la voz supimos, entre otras cosas, que si de algo estaba orgulloso en esta vida era de sus hijos y de poder presumir de zapatos siempre bien lustrados. Lo del calzado, desde luego, no podía discutírsele.

Me sorprendía yo recitando para mi sotabarba el articulado del dichoso Reglamento conforme los números irrumpían el azar de las conversaciones, al modo y manera de Tim, el eterno opositor de Los raíles, un cuento de Delibes que me encanta. Me fascina Delibes. A pesar de que no le entiendo la mitad de las palabras y de que he de correr al diccionario para ver qué diablos es el matacán del majuelo, la cárcava profunda o la vaca tudanca, vocabulario rural y montaraz cuyo significado olvido de un día para otro. Soy tan forofo de sus historias de pueblerinos que hubo una temporada, no hace tanto, en la cual decidí hacerme cazador, como él, y echarme una novia de Valladolid. Claro que la ventolera me duró poco y enseguida descarté ambos proyectos. Incapaz de matar una mosca y de distinguir una alondra de una calandria, como para encasquetarme una gorra a cuadros y liarme a tiros contra una inofensiva perdiz con el mercurio bajo cero. Y, ¿qué decir de las pucelanas? Cuentan que son difíciles, duras de roer. Mozas recias, serias y rectas, con unos principios inquebrantables, desconfiadas, hasta ariscas. Eso lo he oído yo con estas orejas que ha de comerse la tierra. Menudo panorama para un tímido patológico que siempre anda con las manos en los bolsillos, ¿no te parece? Que leía yo a Delibes es algo que jamás sospecharon mis compañeros de equipo. Imagínate la cara que habrían puesto de haberse enterado. Con lo brutos que son y lo locos que están. Sobre todo Sebas, el central. Es la bomba, el tío. De Pollensa. Cuando lo llamaba la novia y arrancaba a charlar en mallorquín, yo no entendía ni jota. Pero te contaba del señor Juan Riells. Que ya es casual, ahora que caigo. Los raíles, el título del relato que te he comentado, y Riells, rieles. De las vías del tren. ¿Comprendes? A lo que iba, que se me va el santo al cielo. El viejo a menudo soltaba las mismas ocurrencias. Las repetía hasta decir basta. Con la particularidad de que tanto daba que le dijeran basta, porque no lo oía, y él seguía a lo suyo. Que si "bona tarda, señorina" o "señorina fantástica" a Fabiola, que si "yo, pobre de mí, si ya estoy cero cero" cuando bromeaban con él sobre sus capacidades donjuanescas la propia Fabiola o la cuidadora de esa semana.

Porque al señor Juan Riells le cambiaban la acompañante, aproximadamente, cada lunes. Fabiola me había contado que ellas mismas explicaban que se debía al mal carácter de "la señora", esto es, la esposa del señor Juan Riells. De él no tenían queja. Lo paseaban en silla de ruedas hasta la granja, donde el señor Juan Riells se levantaba y, ayudado del bastón, se dirigía a la mesa tras saludar a Fabiola con mucha pompa. La acompañante plegaba la silla y la dejaba al fondo del local, apoyada contra la pared. Volvía hasta el anciano, colocaba en la silla un cojín de viaje más cómodo, lo ayudaba a quitarse el abrigo y la bufanda y se sentaba con él a tomar algo. El abuelo siempre lo hacía de cara a la puerta, como esos capos mafiosos que temen la repentina irrupción en su restaurante favorito de un pistolero con la pretensión de poner fin a su criminal existencia. Ambos pedían un zumo de naranja o de melocotón y alguna pasta o unas galletitas que compartían. "¿Cuándo nos vamos?", preguntaba nada más acabar la merienda. "¿Es que ya se quiere ir?", le respondían. Y él: "¿yo?, ¡pobre de mí, si yo estoy cero cero! No, nos vamos cuando tú digas". "Usted siempre tiene prisa, prisa por venir aquí y prisa por irse", contraatacaba la chica de turno y le tomaba bastante el pelo insistiéndole cada diez minutos en que se marcharían en diez minutos y así pasaban la tarde. Yo interrumpía la acción de pasar página y, con la mano en el aire, repetía para mis adentros el texto del artículo 10: "Tendrá la Compañía, además de la fuerza expresada, como plazas efectivas, un Capellán, un Cirujano de Ejército, un Maestro de equitación con seis caballos y un Cabo y tres Artilleros de a caballo para su cuidado, dos Tambores y un Pífano...".

domingo, 7 de mayo de 2017

Los rieles (1/3)

(Primera parte del relato ganador del III Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)

Dejé el fútbol hace un año. Jugaba de portero. Y fui titular hasta que tuve la lesión de rodilla. Lo que más me fastidia es haberme roto durante un entrenamiento. Cada vez que recuerdo el terrible chasquido se me ponen los pelos de punta. El caso es que para cuando me recuperé, de aquella manera, el compañero se había afianzado en la portería y yo pasé a ser su suplente. De aquella manera, digo, porque ya no tenía la agilidad de antes y me costaba un mundo levantarme cada vez que había de tirarme al suelo para atajar un balón. Eso mismo fue lo que me dijo el entrenador al anunciarme que no contaba conmigo para la siguiente temporada: "no te levantas ni con una grúa". Ni con una grúa. Tal cual. Presumimos de agradecerles a los demás que sean sinceros con nosotros pero no. Para nada. La sinceridad no es ninguna virtud, la sinceridad es un defecto o, mejor, la sinceridad es una mierda pinchada en un palo con una mosca verde encima. Está sobrevalorada no sabes cuánto, la sinceridad. Sobrevaloradísima, aunque el míster no anduviera en absoluto desencaminado: sigo sin equipo a pesar de que no pierdo la esperanza de ocupar el lugar de algún portero harto de chupar banquillo en Catalana. En estas categorías las altas y las bajas de fichas se dan a ritmo de imprenta.

Cuando llegué al club ya estudiaba Derecho. Los compañeros, claro, me miraban como si fuese un bicho raro. Normal. En un mundo de seguratas, churreros y conductores de toros en las naves de la Zona Franca ya me dirás tú qué pinta un estudiante de Derecho. El día del ascenso a Tercera, tras el partido, nos reunimos los jugadores, los directivos y el cuerpo técnico a tomar algo en el Toralín 2, el bar asturiano que queda justo enfrente del campo y que se supone franquicia o ampliación de negocio de un Toralín 1 de cuya existencia nadie tiene conocimiento. Allí creyó reconocerme uno de la secretaría de Derecho, aficionado nuestro según me confesó entonces, y me preguntó si yo estudiaba en la facultad. "Sí", le contesté, y rápidamente me giré, con desafío divertido, hacia Sebas, el central, que es más bruto y está más loco que yo qué sé, y le dije "¿te das cuenta, tarado?, ¡y no me creías!, ¿ves como es cierto que estudio Derecho?". En septiembre me encontré de nuevo con el de secretaría en los pasillos del Ilerdense y ¿sabes qué me vino a decir? Que le había sorprendido que alardeara ante Sebas de tener estudios y no de tal modelo de Ray Ban o de botas o de novia con tatuajes o de iPhone nueve o diez. Nunca me lo había planteado así y, bien pensado, no le faltaba razón. "En un vestuario tendrías que verte", le respondí, "para entender este tipo de cosas". Y se echó a reír.

Desde segundo llevo arrastrando Derecho militar del siglo XIX. No hay forma de sacársela de encima. Ni siquiera cambiando de cátedra porque la asignatura sólo la da el Quisquilla. Supongo que lo conocerás. El del café en vaso de cartón. Ése. Siempre va con él, arriba y abajo con su paso roncero por la facultad, incluso en clase. Engarfia los dedos en el vaso como lo hacen las garras del alcotán sobre la presa. Y no es que no la apruebe por desinterés o falta de esfuerzo porque en esa época ya me llevaba el Reglamento del Real Colegio de Artillería a los entrenamientos y lo repasaba en el 42, camino del estadio. Artículo 42: "Los días que los caballeros Cadetes salgan a paseo los acompañará el Oficial de guardia, que deberá ir detrás, y delante el Brigadier más antiguo; cuidando uno y otro que vayan con el debido aseo, y observen el correspondiente decoro". De hecho, nunca he dejado de estudiarlo. Pero, por lo que sea, tengo la asignatura atravesada y siempre fallo cuando llega la hora de la verdad en la Checa. Y te diría que hasta me gusta el temario. Será por lo del equipo, ya sabes, el fútbol tiene algo de gregarismo castrense, el grupo ante todo, y el vocabulario tiene similitudes que a nadie se le escapan: que si el ataque por los flancos, que si el repliegue defensivo, que si el a por ellos, oé. Qué te voy a contar que no sepas ya. El fútbol es así.

Pienso que la granja reconvertida en panadería o la panadería reconvertida en granja donde acostumbraba a merendar se mantenía gracias a la clientela de la mañana porque por la tarde, desde luego, bien pocos éramos. Yo mismo dejé de ir hace unos meses y eso que la frecuentaba desde lo del atraco, cuando encerraron a la dependienta de entonces en la cámara frigorífica durante más de hora y media. Quitando a la chica con uniforme verde y hechuras de tronista de Mujeres y hombres y viceversa que conduce el camión de la basura del barrio y que, de tanto en tanto, aparecía y se tomaba un bikini y una cocacola light; al urbano de cara desconcertante y rizos rufos que me birlaba El Mundo Deportivo cuando por ahí se dejaba caer; y a la bibliotecaria pelirroja que se pedía un cacaolat mientras consumía su media hora de descanso consultando el móvil, sólo estábamos el señor Juan Riells y yo. El señor Juan Riells; su acompañante y, a la vez, cuidadora, siempre conosúrica o filipina; y yo mismo, obvio, con mi Reglamento debajo del sobaco por si el urbano de las narices me había arrebatado la prensa que leía entre clase y clase. De él, del señor Juan Riells, me apetecía hablarte. Me he acordado de pronto de él. Qué curiosa y selectiva es la memoria, ¿verdad?