jueves, 29 de diciembre de 2011

Augurio o mucha felicidad en este año

Me vuelvo al oír el sonido de la campanita de la puerta, que anuncia la llegada de un nuevo cliente. Clienta, en este caso. La chica joven que acaba de entrar se dirige al mostrador e intercambia unas palabras con el dependiente quien, acto seguido, la invita a que lo acompañe hasta unos anaqueles que se hallan al fondo del establecimiento. Por lo visto, la muchacha está interesada en los vinilos de los estantes superiores. Para mi sorpresa, en lugar de bajarle los discos que la clienta solicita, el dependiente le acerca un pequeño taburete y se refugia de nuevo tras el mostrador para continuar pasando lánguidamente las hojas de un cómic. Desde la distancia, dictamino que se trata de un Zipi y Zape aunque puedo equivocarme. La chica sube los tres peldaños y comienza a estudiar con evidente interés (y algo de audacia ya que el taburete cojea ostensiblemente) las carpetas de los álbumes. Lleva zapato plano.

Debo reconocer que su presencia me alivia en cierto modo ya que me resulta bastante incómodo permanecer en un establecimiento comercial como único comprador en potencia. Aunque en este caso la actitud del responsable de la tienda pueda hacer pensar que va a invertir su tiempo en cualquier cosa menos en lo que tanto temo y detesto, el quedarme solo conlleva el riesgo evidente de verme asediado por un encargado profesional, de tener que contestar sus preguntas, las oportunas y las inoportunas, de revelar, en suma, qué es lo que me ha atraído hasta su local. Y yo lo que busco en esta clase de tiendas es, simplemente, tranquilidad. Tiempo para mí mismo. Para mis caprichos. Tiempo de ocio. Nada más que eso y, por lo tanto, nada en concreto. Continúo la inspección del alargado cajón de madera de pino que la aparición de la muchacha ha interrumpido. Escojo el separador que dice Europa. Es donde me había detenido después de haber revisado ya la selección de tarjetas catalanas y españolas. Paseo las yemas de los dedos por encima del borde superior de buena parte de las postales de aquel apartado, hasta más o menos donde creo haberme quedado. Desde que tengo uso de razón me ha gustado curiosear, buscar tarjetas postales originales, diferentes, antiguas. Supongo que esta afición mía debe de venir de aquellos concursos que veíamos en televisión, hace años, en los cuales los ganadores de premios fabulosos se dilucidaban lanzando al aire un puñado de postales que los conductores de los programas sacaban de grandes urnas de metacrilato. Presentadores y azafatas de inconmovible honestidad se zambullían entre todas esas postales enviadas por los televidentes de todos los rincones de España y escogían una al azar, esas postales que conformaban una especie de mar de papel que yo, desde casa, miraba con embeleso. La comodidad y la inmediatez de las llamadas telefónicas y de los mensajes de móvil han acabado sustituyendo la magia de las tarjetas de alegre colorido. Eran otros tiempos.

Las paso una a una. Vislumbro estampas urbanas del pasado, grandes monumentos conocidos, o no, en blanco y negro, y saco de entre todas ellas la imagen de una pícara mujer morena que me sonríe con descaro y que supongo había sido una estrella del music-hall o algo parecido. La devuelvo al cajón tras comprobar, por curiosidad, que no tiene nada escrito en el reverso. Una Torre Eiffel, un hotel enmarcado en un paisaje alpino, dos ciclistas en una ciudad inglesa que no puedo identificar pero que podría haber sido Liverpool. O Manchester. O Birmingham. Extraigo una postal de color sepia, mate, sin saber muy bien la razón que me ha hecho escoger precisamente ésa y no la de delante o la de detrás. Se trata de una mole arquitectónica tomada al bies, desde la izquierda. Un frondoso árbol oculta gran parte del imponente edificio. Quizás sea neoclásico porque en lo que parece la entrada principal se distinguen, a pesar del espeso follaje, altas columnas, diría que jónicas, rematadas por el principio de un frontón. Es obvio que no tengo ni idea de arquitectura ni de neoclasicismo y esta circunstancia me impide también dilucidar si se trata de una mansión familiar o de un edificio civil. Me inclino, no obstante, por lo segundo. Conjeturo que la imagen corresponde a una ciudad centroeuropea. Es la sensación que me da el conjunto. Del norte de Francia o de Austria o de Alemania o vaya usted a saber si de Suiza. El tejado bien pudiera ser de pizarra. La construcción tiene cuatro plantas. La segunda y la tercera albergan grandes ventanales y balcones, en tanto que en la cuarta todo son ventanas y más bien pequeñas. De la primera no se puede decir gran cosa porque la tapan la verja y la vegetación que dan a la calle. Es una avenida desierta, más o menos ancha, que se pierde a la izquierda de la imagen, donde asoma borroso otro edificio similar al principal. Sobre el adoquinado se distinguen unas sombras, cuatro o cinco, que me atrevería a asegurar que son palomas. Es imposible determinar si hacía buen día o si, por el contrario, cuando fue tomada la fotografía existía una amenaza real de lluvia porque el cielo tiene el mismo color sepia de las aceras o de las molduras de la fachada. Le doy la vuelta y compruebo que ésta sí que está escrita. Leo la letra alta y picuda, inclinada a la derecha, una letra antigua como la imagen de la construcción, trazada con tinta negra desvaída, casi marrón ya, una letra de ésas que ya nadie utiliza:

Muchas gracias. Le deseamos también mucha felicidad en este año. Esperanza no está aún aquí, le escribiré lo que V. dice. Afectuosos saludos de todos

y la firmaba una tal Paz o acaso ése fuese sólo el deseo del autor o autora de esas líneas. La postal estaba dirigida al Señor Profesor Gustavo Oyarzún, que vivía en la calle Miguel Ángel número 12, de Madrid. Fechada en Munich el ocho de enero de 1939. Lo dice la letra picuda de Paz sobre el encabezamiento de la nota y lo corrobora el matasellos estampado sobre la cara rosa de un bigotudo prohombre alemán cuya gloria pasada fue tasada en su día en quince céntimos. Intento recordar un año más triste en la historia reciente europea, alemana y española que 1939, y trato de imaginar las penurias que habría podido pasar hasta entonces el profesor Gustavo Oyarzún o lo que le esperaría a Paz a partir de esa fecha fatídica. Sonrío pero la sonrisa que ha aflorado en mis labios no quiere decir nada, es inconsciente pero también es amarga. Una sonrisa o una mueca, mejor, de pesadumbre. De repente, la chica de los vinilos lanza una exclamación de alegría que me saca de mi ensoñación de manera brusca. Me giro y veo que le está enseñando al del mostrador, todavía subida al taburete, un larga duración en cuya carpeta negra se lee en grandes caracteres Ten years after. Aprovecho que éste ha levantado la vista del tebeo para mostrarle la postal y le pregunto cuánto cuesta cada una. Responde sin vacilar una cifra que se me antoja algo elevada. La guardo en el bolsillo izquierdo de la americana y decido no continuar examinando las pocas tarjetas del cajón que me faltan. Ya tengo lo que quiero. Mucha felicidad en este año.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

La vocación

Abrió el baúl donde el pequeño guardaba los juguetes y sus tesoros. Hizo a un lado el coche teledirigido, los muñecos articulados, el cohete espacial y el barco pirata. No había, aparentemente, nada extraño ni fuera de lugar. Descolgó la bata escolar y registró sus bolsillos. Tres canicas, una gominola verde y reseca y un puñado de cromos de la liga de fútbol sujeto con una goma elástica. Confundida, se sentó en la camita de su hijo, sin saber muy bien qué había esperado encontrar. ¿Un mazo, un código civil? Sonaba ridículo. La tutora no había querido inquietarla, eso al menos le había dicho, pero se había sentido en la obligación de comentarle lo que su hijo había escrito en clase. En su redacción, Carlitos decía que, de mayor, quería ser letrado (ni siquiera había utilizado la palabra abogado) y que no anhelaba ser astronauta, espía o bombero, como sus compañeros, sino apelar sentencias y pactar con fiscales.

Al levantar la vista descubrió al pequeño observándola en silencio, desde quién sabía cuánto tiempo, apoyado en el marco de la puerta. Sus labios parecían más finos, su piel más pálida, su mirada más fría, inescrutable. Sonreía. La madre sintió un escalofrío.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Fiesta infantil de altos vuelos

No ha tenido un buen día. Está cansado y de mal humor y se ha visto obligado a trabajar en domingo en una fiesta infantil cuando tendría que estar en casa de su novia intentando arreglar una relación que parecía abocada al fracaso. O visitando a su padre, sumido en una depresión tras la traumática muerte de su perro Moebius, atropellado por un coche hacía más de un mes. El payaso pretende relajarse tras la actuación y aprovecha que los niños se han arremolinado alrededor de la larga mesa en el otro extremo del jardín para fumar un pitillo sentado a la sombra del pino solitario, junto a la cerca. La madre del joven anfitrión corta y reparte los pedazos de tarta de chocolate entre los chiquillos que ya han tomado asiento delante de sus platos de plástico mientras el padre y la hermana mayor del homenajeado sirven refrescos de naranja y cola. El payaso apoya la espalda en el tronco. Disfruta de la primera calada y deja caer la mano que sostiene el cigarrillo sobre la rodilla. Apenas un instante de descanso: dos de los niños le han seguido hasta allí y le observan divertidos. Los reconoce. El de los pantalones cortos y camisa azul abotonada hasta el cuello estuvo dándole patadas en las espinillas durante el espectáculo malabar de los cucharones en tanto que el de los dientes cariados y las orejas despegadas intentó sabotear con cierto éxito su imitación del cerdo revolcándose en el fango, uno de sus números más celebrados. El más alto, el de las orejas, le da un codazo a su amigo y le dice algo al oído. Sonríen. El payaso apaga el pitillo recién encendido en la suela del zapatón izquierdo y lo guarda en el bolsillo del chaleco de topitos, de donde saca unos guantes blancos y la nariz de goma que vuelve a colocarse con evidente hastío. Toma la chistera que había dejado a su derecha y la ajusta sobre la peluca rizada antes de levantarse y sacudirse las briznas de césped del pantalón. Les guiña el ojo. El más pequeño de los dos le responde del mismo modo. De repente, el payaso extiende los brazos en cruz, como un gimnasta a punto de realizar su ejercicio en una competición importante. ¿Queréich que och encheñe una cocha muy divertida?, les pregunta abusando de la che, como la mayor parte de los clowns, y con una voz nasal de constipado morrocotudo también muy propia de los de su gremio. Los niños responden afirmativamente con enérgicos cabezazos de asentimiento. ¿Queréich aprender a volar?, inquiere el payaso a la vez que comienza a mover sus brazos arriba y abajo, muy rectos, como un autómata. Los pequeños espectadores en principio ríen pero cuando se dan cuenta de que los pies del señor de la chistera se levantan unos centímetros del suelo no pueden evitar quedarse con la boca abierta. ¡Vamoch, amiguitoch, chi ech muy chenchillo!, les anima el payaso volador, ¡moved vuechtroch brachitoch, movedloch como hago yo! Los niños están tan sorprendidos que no reaccionan en un primer momento. ¡Vamoch!, ¿qué och pacha? Cuestiona el valor de los críos con una risotada burlona, incluso un punto cruel. Herido en su amor propio, comienza el pequeño de los pantalones cortos a batir sus alas imaginarias y se eleva un palmo. Y luego dos palmos. Le imita su amigo, todavía con la boca entreabierta. Vuela también. Sus miradas, iluminadas por la ilusión de vivir una experiencia de tal calibre, se encuentran en el aire. ¡Parecen dos gorrioncillos! Gritan el notición a sus amiguitos a voz en cuello pero éstos se encuentran demasiado lejos y no pueden oírles. ¡Ech muy importante que no dejéich de mover los brachoch!, les advierte, ¡chi lo hichiecheich, caeríaich! Los pequeños agitan sus brazos con mayor rapidez, a una velocidad endiablada, están excitados, ríen, ríen, no paran de reír. Ganan altura. Vuelan incluso por encima del payaso, que mantiene el ritmo pausado del principio y no les pierde de vista para poder seguir aconsejándoles. Ahora los niños quieren compartir el uno con el otro el sentimiento de felicidad que les invade pero les resulta imposible dominar las carcajadas y expresar con palabras el gozo absoluto que experimentan durante su primer vuelo. El mantel a cuadros blancos y rojos que cubre la mesa dispuesta en forma de ele mayúscula, junto a la casa, sus amigos y compañeros de la escuela, se ven cada vez más pequeños desde el aire. ¡Bravo, bravíchimo, cheguid achí!, les alienta, ¡cheguid moviendo loch brachoch, mach rápido, mach rápido! Los chicos se elevan verticalmente cada vez más deprisa, le preguntan al payaso si lo hacen bien. Lo estáich hachiendo de puta madre, masculla ya para sí el animador de la fiesta de cumpleaños una vez alcanza una rama que parece lo suficientemente resistente y consigue sentarse en ella. Lanza la nariz lo más lejos que puede y recupera el cigarrillo que poco antes había intentado disfrutar a la sombra de aquel árbol. Lo enciende. Lo paladea. Disfruta de su descanso y se nota. Lo estáich hachiendo de puta madre, insiste más alto. Sin embargo, los niños ya no le escuchan. Apenas son dos puntitos cada vez más insignificantes que se pierden en el cielo. También a él le resulta complicado distinguir sus gritos de terror. Lo estáich hachiendo de puta madre, repite una vez más.

domingo, 4 de diciembre de 2011

El estreno

En la puerta había una gorra negra. Mi tío me había dado unas perras y ninguna seña más. Para que te estrenes, me había dicho, pero de esto, a tu padre, ni media palabra. Pasé la tarde dando vueltas a la plaza porticada, buscando aquella enigmática gorra en los pomos de las puertas, asomándome en las porterías por si la encontraba colgada en su interior. El barquillero saludaba con la mano y una mulataza que se arreglaba los pies sentada en un portal sonreía cada vez que pasaba. ¿Vienes de parte de Eduarro?, preguntó, al fin. Al tío le decían así porque no sabía pronunciar la de.

lunes, 28 de noviembre de 2011

Auge y caída de Gregor Samsa, tragedia en cuatro rollos, o Un monstruo de la interpretación

Rollo 1
El cíclope volvió a meter la mano en la gruta todavía relamiéndose tras comerse al primer marinero. “¡Corten!”, vociferó el director al ver cómo Polifemo sacaba entonces un bicharraco con antenas que movía las patitas espasmódicamente. “Alguien tendrá que responder de la elección de los figurantes”, observó un cámara.

Rollo 2
Poirot los convocó para anunciar el nombre del asesino. Betsy sonrió nerviosa; Ferguson, detrás del mueble-bar, carraspeó. “¡Corten!”, gritó furioso el director que acababa de rodar La odisea al comprobar que el interés por la inminente revelación había atraído hasta el centro del salón al monstruoso (y omnipresente) figurante.

Rollo 3
El director se aseguró de que el engendro no se hubiese colado entre los extras del rodaje. Gritó entonces el consabido “¡luces, cámara…!”. Pero el plató siguió a oscuras. “¡Luces!”, repitió molesto. Y al girarse descubrió al pobre Samsa, hechas las patitas un lío, tratando de encender el foco.

Rollo 4
“Otro whisky, Lou”. Evocaba sus inicios como figurante. También el éxito. Fiestas, portadas compartidas con la Pickford, luces de neón. “Hasta la llegada del maldito sonoro”, masculló antes de caer del taburete, borracho perdido. Fairbanks rió al verlo agitar las patitas. “¡Corten! ¡Buena toma, Gregor!”

viernes, 25 de noviembre de 2011

Otros autores: dos micros sospechosamente parecidos

Me salto el propósito inicial de Grimas y leyendas, el de ir colgando textos propios ya publicados en otros lugares, para presentaros dos microrrelatos cuyo parecido descubrí por casualidad. Sorprendente, ¿verdad?

LA CAJERA

Le cobran en aquella fila de la izquierda, si no le importa. Cuando llega mi turno, la cajera se pone colorada. Me cobra el paquete de chicles mientras me sonríe tímidamente. Todas las mañanas voy al supermercado sólo para verla. Desde que tengo turno de noche apenas coincidimos en casa.

(Carballo Rubira, Cristina. "La cajera", microrrelato ganador de la semana 15 de Relatos en Cadena de la Cadena SER. Febrero 2011. Consultable en: http://www.escueladeescritores.com/relatos-en-cadena-2011)

LA TAQUILLERA

Le cobran en aquella fila de la izquierda, si no le importa. Cuando llega mi turno, la taquillera se pone colorada. Me cobra la entrada mientras me sonríe de forma tímida. Todas las tardes voy al cine del barrio solo para verla. Esta semana echan la última de Scorsese, una auténtica obra de arte según coinciden los críticos, pero eso es lo de menos. Y es que desde que tengo turno de noche apenas coincidimos en casa.


(Ramos de los Santos, Javier. "La taquillera", en Deseos humanos : microrrelatos de cine. Vigo : Cardeñoso, 2011)

domingo, 20 de noviembre de 2011

Muerte de Iván Ilich

El criado corrió hasta la habitación de su amo alertado por los gritos. Con la mirada perdida en alguna parte del cuarto, Tolstoi respiraba agitado sentado en su lecho. Por tercera noche consecutiva Iván Ilich lo había sorprendido durante el sueño, se le había echado encima, sus dedos como garfios habían apretado desesperadamente el cuello del escritor mientras le reprochaba enloquecido la crueldad de su enfermedad, el dolor insufrible, angustioso, el desconsuelo, la impotencia ante la muerte inevitable, la indiferencia de sus seres queridos. Todavía consternado, Tolstoi pidió su batín y se sentó delante del escritorio dispuesto a poner fin al padecimiento de Iván Ilich. El reloj marcaba las tres de la madrugada.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Monstruo de feria

Hacía poco más de dos meses que la Dirección General Penitenciaria me había vendido, con arreglo a la recién dispuesta Ley de Exhibición y Manutención de Reclusos Peligrosos. El contrato establecía que, tras el primer pago, el Estado autorizaba la exhibición en la feria del asesino de las seis viejecitas. En la jaula contigua, un enano vicioso con unos genitales desproporcionados me asqueaba con sus proposiciones repulsivas. Algo más allá, el niño cocodrilo. Un hombre sin brazos ni piernas aseguraba leer el futuro. Dejé de escarbar distraídamente en la paja y clavé los ojos en el homúnculo, que lamía los barrotes mirándome libidinoso. Cuando se encontraron nuestras miradas, mis remotas esperanzas de indulto se desvanecieron para siempre. Supimos que era hombre muerto. Enano muerto.

lunes, 7 de noviembre de 2011

La bondad humana

Utópico convencido, entregado y ferviente defensor de la bondad innata de las personas y de que la cada vez más deshumanizada sociedad todavía tenía remedio, Don Prudencio Osorio Cifuentes se sentó al fin ante su escritorio resuelto a poner en práctica el plan que durante tanto tiempo había estado madurando. Escribió en sendos sobres con pulcra letra redondilla (su exquisita caligrafía había despertado admiración y envidia a partes iguales entre sus compañeros de la escuela, primero, y entre los colegas del bufete, después) los nombres y las direcciones de una señora y de un caballero que previamente había extraído al azar de la guía telefónica y los cerró después de introducir en cada uno de ellos un beso. En días venideros escogería a otras dos personas, luego a otras dos, después a cinco y más tarde a diez, quién sabe si a quince. Sus besos, junto a los de aquellos ciudadanos anónimos que compartían su fe en la bondad humana y su confianza en la supervivencia de la espiritualidad y de valores tan elevados como la fraternidad, ciudadanos que sin duda imitarían su ejemplo, se extenderían por toda la comarca y, en un breve plazo de tiempo, por todo el país.

Cinco días después encontró en el buzón la respuesta de los dos primeros desconocidos. Achacó la respiración dificultosa y las gotas de sudor que perlaban su frente a la excitación o a los nervios aunque ambas cosas bien podrían deberse a que acababa de subir los escalones de casa de dos en dos, algo a lo que no estaba en absoluto acostumbrado. Presa de una gran agitación, Don Prudencio Osorio Cifuentes fue en busca del abrecartas para rasgar cuanto antes aquellos sobres, que se revolvían inquietos en uno de los bolsillos de su chaqueta. El de la dama contenía una sonora bofetada que le restalló en la mejilla, por atrevido, y el del caballero un violento puñetazo, por depravado. Don Prudencio Osorio Cifuentes se llevó el pañuelo a la nariz para intentar frenar la hemorragia.

lunes, 31 de octubre de 2011

Adolf

Sentado en su camastro, Carlomagno atendía a las explicaciones que el doctor vienés le daba al adolescente pálido y de mirada huidiza que acababa de recibir el alta.

-Mañana abandonará la clínica. Conozco su trabajo, Adolf. He visto sus pinturas. Le aconsejo que se concentre en su faceta artística, cultívela, explote su creatividad. Pinte y olvídese de su padre. Salir de aquí no es una meta, es sólo el inicio de algo importante. Pinte, cree. Trabaje. Únicamente el trabajo nos hace libres -y señaló al otro-, únicamente el trabajo les hará libres.
-El trabajo nos hará libres -repitió el joven sin levantar la vista.

Carlomagno creyó percibir una leve sonrisa dibujada en el rostro de Adolf.

martes, 25 de octubre de 2011

El mosquito: inédito para una antología de Monterroso

Cuando despertó, el mosquito todavía estaba allí. Sólo que más gordo.

Nota del compilador: anotación de puño y letra del autor, sin título, tomada de forma apresurada en el papel de envoltorio de una chocolatina imposible de fechar, El mosquito es, para el doctor Miguel T. Marquina y Rodríguez Whitman, el desarrollo del aplaudido El dinosaurio (Augusto Monterroso, Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí), considerado por la mayoría como el microrrelato más breve jamás escrito en lengua castellana, honor que para algunos recae en uno de los Crímenes ejemplares (Max Aub, Lo maté porque era de Vinaroz) o en El emigrante (Luis Felipe G. Lomelí, - ¿Olvida usted algo? – ¡Ojalá!). Por el contrario, Steven Palmer y Maqueda Barrientos y sus correligionarios sostienen que el texto recientemente hallado en el interior de una caja de latón de galletitas danesas en casa de los Orduña Castro, El mosquito, en realidad no es más que un boceto, un primer ensayo que Monterroso iría puliendo y perfeccionando con posterioridad hasta alcanzar en El dinosaurio la más bella expresión del ahorro de la palabra, la obra cumbre de la concisión literaria.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Su monstruo, al fin

Los diarios devorados en busca de inspiración se amontonaban junto a la papelera, llena de arrugadas cuartillas desechadas. Un tipo de Louisiana se había comido a su compañera, previa sazón de sus partes más insípidas, mientras un duque alcoholizado fotografiaba niñas ajenas en sus nobles dependencias, y un cantante negro, que ni siquiera cantaba ya, se metamorfoseaba en hembra caucásica ante la indiferencia de la opinión pública. Le sacó de su ensimismamiento una enorme mancha de tinta en el papel, incapaz de perfilar el monstruo que debía protagonizar su próximo relato por encargo. El escritor deslizó con mimo infantil la pluma estilográfica, demasiado sucia o rota, sobre el borrón fresco, y le añadió grandes ojos, afilados colmillos y doce patitas peludas. Su monstruo, al fin.

jueves, 13 de octubre de 2011

Historia del jazz, volumen 3

Leo en el suplemento dominical de un periódico de gran tirada que, en contra de lo que todo el mundo creía, Jim Morrison sigue vivo. El músico posa sonriente en la imagen que ilustra el reportaje con uno de esos imposibles trajes blancos que lucía cuando actuaba en los casinos de Las Vegas, medio de espaldas, de modo que se puede apreciar en todo su esplendor el águila de pedrería de la capita. Según informa el rotativo, el músico vive en un destartalado pesquero varado en una playa de Almuñécar y declara llevar una vida tranquila, sin excesos, y no añorar para nada la fama de la que gozó a finales de los años sesenta. Reconoce, eso sí, haberse animado a interpretar, como solía hacer entonces, el himno de los Estados Unidos tocando la guitarra con los dientes en alguna que otra juerga flamenca organizada por los gitanos en la playa. Ni una sola mención sobre cómo logró sobrevivir a los cinco tiros que le descerrajaron frente a la puerta del edificio Dakota.

viernes, 7 de octubre de 2011

Comida de trabajo

Hace tiempo que dejé de ir a comer con mis compañeros al bar del juzgado para hacerlo en mi despacho. Aunque sus platos difícilmente habrían satisfecho las expectativas del gourmet más exigente, sería injusto achacar mi decisión a la calidad de lo servido: de hecho, también había ido allí algún domingo con los niños. Mi elección tampoco guardaba relación con la crisis, ya que sus precios eran razonables. Fue fruto de la casualidad, supongo. No recuerdo cómo probé mi primer expediente pero sí su agradable sabor en mi paladar. Devoré providencias y papel timbrado con fruición desde ese día hasta la mañana en la que el juez entró en mi despacho alertado por los muchos documentos que últimamente se habían, digamos, traspapelado. Innecesario fue improvisar una excusa plausible: mis carrillos hinchados de celulosa me delataron. Dejó sobre mi escritorio una apelación particularmente incómoda. Ya sabe qué hacer con ella, dijo.

Juicio ganado

Nada más conocerse el veredicto, el abogado celebró que su defendido había sido declarado inocente levantando los puños hacia el cielo. Atravesó la sala corriendo, dibujando en el aire un vientre abultado y llevándose el pulgar a la boca. Tras abrazarse al alguacil, quien se arrodilló simulando limpiarle las botas, se levantó la toga para mostrar su camiseta color calabaza con un mensaje de apoyo a un colega recién jubilado. Ejecutó un pase torero, disparó balas invisibles al techo, hizo el puente y gateó hasta su cliente. El acusado, con el rostro nublado por una expresión sombría, le recordó que la acusación presentaría el oportuno recurso. Ni caso. Dio unas cuantas volteretas acrobáticas hasta el estrado, al modo de los gimnastas olímpicos que cierran su ejercicio con una gran diagonal, besó su alianza y clavó una rodilla en el suelo, imitando al arquero que tensa su arma, delante del juez.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Recital poético

Lo había encumbrado a lo más alto de las artes y de las letras la forma más pura de expresión del sentimiento, la poesía sin palabras, de la cual él era maestro y apóstol y yo ferviente admirador. Dispuso los folios inmaculados en el atril y dio comienzo a la lectura muda de sus versos no escritos. Al final del recital, tras tres cuartos de hora de vívidas emociones provocadas por lo que de sus silentes labios nunca llegó a salir, los asistentes no pudimos reprimir los aplausos, sinceros, sentidos y entusiasmados. Yo lo hice con los brazos cruzados sobre el pecho, otros prefirieron hacerlo con las manos en los bolsillos. También vi a un par de espectadores con las manos detrás de la espalda en la primera fila. El silencio de la espontánea ovación fue atronador. Los más descarados (no diré los más arrebatados porque todos estábamos subyugados por lo que no habíamos escuchado) nos acercamos a la tarima para que nos firmase su antología. Quise que me la dedicara personalmente y por eso silencié mi nombre. Yo mismo le ofrecí para ello el bolígrafo sin tinta que siempre llevaba en el bolsillo interior de mi americana. Escribió una rima, muy breve, deslizándolo con pausa por la primera página de su libro en blanco y sin título. Me devolvió el poemario y el bolígrafo sin decir nada, lógicamente. La belleza de la dedicatoria que no acerté a leer me hizo llorar, arrobado. Ninguna lágrima cayó de mis ojos secos y conmovidos.