martes, 31 de enero de 2012

Uno de la guerra civil

Llevo tres años, un mes y once días metido en este agujero de dos por tres metros. Bueno, no estoy seguro de si los días son siete o son nueve o son once, la verdad. Tengo dudas. Tampoco lo sabe a ciencia cierta Estanislao, a quien se lo pregunté el otro día, cuando me trajo la lechera, el bollo y, como siempre que puede, la cecina. Qué bueno es Estanislao conmigo. Ayer vino con algunas cosas de parte de Inmaculada. Un jesusito y unas medias. Me gusta acariciarlas, me recuerdan tanto a ella. Las aproximo a la bombilla lo justo para que se calienten y luego me las paso por la mejilla una y otra vez hasta que me canso. Se me enganchan a la barba. No es la primera ocasión en que me trae alguna de sus prendas más íntimas y yo se lo agradezco con lágrimas en los ojos. Otro día me metió en la tartera una fotografía de las mujeres del pueblo en el lavadero. Posaban rígidas ante la cámara, tratando de sonreír al objetivo como si el drama de la guerra no hubiese hecho mella en cada una de sus familias. En la foto también había niños, los niños más pequeños que todavía no iban a la era. Tiesecitos y muy serios entre sus madres y sus hermanas. Dos jugaban sentados en el ángulo inferior derecho de la imagen y una cría con cara triste parecía mirar a Inmaculada, tan bonita, con el pañuelo negro en la cabeza, toda de luto, y los brazos cruzados sobre el pecho, en primera fila. La echo muchísimo de menos. Inmaculada no puede venir a verme porque los rojos la vigilan, dice Estanislao que le han puesto un comisario que la sigue a todas partes porque sospechan que continúo con vida.

A pesar de mi penoso confinamiento, no puedo dejar de sonreírme al pensar ahora en mi inicial reticencia a pedirle ayuda a Estanislao cuando entraron en el pueblo… Porque si sigo vivo a día de hoy es gracias a él. Desconfié en un primer momento porque estaba convencido de que me la tenía jurada desde lo del parto de la vaca. Y es que siempre lo había tenido por alguien mezquino y rencoroso, de los que se la guardan para devolvértela cuando menos lo esperas. Ya desde chiquillos habíamos tenido nuestros rifirrafes. Aunque nada importante, no nos llevábamos bien. Ahora comprendo lo equivocado que estuve respecto a él y que nunca es tarde para darse cuenta de este tipo de cosas ni para reconocer los propios errores. Tampoco es que tuviese a muchos más a quienes acudir, lo admito. Supuse que los rojos lo respetarían por ser él uno de los pocos médicos de la comarca ya que seguramente precisarían de sus servicios. Estanislao no lo dudó, enseguida se mostró dispuesto a ayudarme y me escondió en este zulo, detrás de la consulta.

Hace un tiempo me prometió que enseñaría a escribir a Inmaculada. Ojalá pueda leer pronto sus cartas, tener noticias de ella de primera mano. A Estanislao se le ilumina la cara cuando me habla de Inmaculada, cuando me transmite lo mucho que ella le dice que piensa en mí. Sospecho que siempre estuvo medio enamoriscado de mi mujer, quizás ésa sea la razón por la cual me dedica todas estas atenciones y me cuida con tanto afecto. Cada vez que mi amigo Estanislao viene a verme le pregunto cómo pudo ser que los nacionales perdiésemos la guerra y él se encoge de hombros y no sabe cómo mitigar sino con palabras de aliento el dolor de mi desgracia.

jueves, 26 de enero de 2012

Jupiterismo desatado

Grimas y leyendas nació con vocación de obras completas. Así que hoy me permitiréis saltarme la línea editorial seguida hasta ahora y darle un gustazo a la parroquia jupiterista a la que, como bien sabrán los más puestos en esto del vivanquismo, pertenezco con orgullo inexplicable. Ahí van las crónicas noveladas publicadas hasta ahora de nuestro equipo centenario favorito. Que nadie se enfade ni desespere: la semana que viene vuelvo con más relatos, lo prometo.

viernes, 20 de enero de 2012

¿Señor?, ¿qué señor?

Lo primero que pensó al verlo caído entre tarros de mermelada y latas de atún escabechado fue que un borracho había escogido su tienda de ultramarinos para dormir la mona. Un examen menos superficial del hombre, del elegante traje entallado que vestía y de la hoja de lechuga todavía pegada a la suela del zapato le permitió determinar que aquel señor no dormía como una marmota sino que se hallaba inconsciente o, lo que era peor, muerto tras la caída accidental. Se imaginó subiendo al estrado acusada de negligencia, quién sabe si de homicidio involuntario. Saltaba a la vista que tanto el accidentado como su familia podían permitirse los mejores letrados. Le impondrían una fianza a la que no podría hacer frente. Sopesó llamar a su sobrina, que estudiaba para abogada. Bajó la persiana metálica. Resultaba más práctico afilar el cuchillo jamonero y preparar la máquina Milano de cortar embutido.

miércoles, 18 de enero de 2012

Grandes microrrelatos de 2011

Los lectores de la Internacional Microcuentista escogieron este mes de enero los que, para ellos, fueron los mejores microrrelatos publicados en la red durante el 2011. Entre ellos se coló una historia mía que ya conocéis: El estreno. En Grandes microrrelatos de 2011 encontraréis un montón de brevedades de muy buenos autores que os recomiendo vivamente. Leed y disfrutad estos micros. Son una delicia.

jueves, 12 de enero de 2012

Difícil decisión

Nos miramos, al fin. Carecía de sentido continuar paseando la mirada de la mesa a la taza de café, de la taza a sus manos, de sus manos otra vez a la mesa, sin rumbo, sin ver nada en concreto, sin saber bien qué hacer, más que nada evitando unos ojos, los suyos, que sentía fijos en mí desde hacía un buen rato. Su rostro no reflejaba más expresión que la gravedad del momento. Ambos éramos conscientes de que nos encontrábamos en un callejón sin salida, pero aquella mirada suya me traspasaba toda la responsabilidad del difícil momento. Me resultó curioso. La decisión, que no por anunciada iba a ser menos dolorosa, nos atañía a los dos y, sin embargo, percibí un implícito compromiso en que debía ser yo quien pronunciase aquellas tristes palabras, sin duda temidas por ambos, que había aplazado cuanto había podido. Por indolencia, por pusilanimidad o, por qué no decirlo, por cobardía. La mirada fría, sus preciosos ojos incomodándome. Y ese silencio terrible, embarazoso, casi angustioso. Ninguno había querido dar su brazo a torcer antes, posiblemente por orgullo o por confianza en los propios recursos por reavivarlo pero, a la vista estaba, lo que teníamos entre manos, tan bonito y cómplice como había sido, excitante también, se nos había escapado, y en aquel momento no tenía razón de ser. Nuestro tiempo se había ido consumiendo poco a poco. En efecto, me dolía dejarla escapar de aquella manera, quién sabe si volvería a verla más, pero si analizaba fríamente el punto muerto al que habíamos llegado, era lo mejor para los dos, evidente. Obvio. Punto muerto. Punto y final.

–Ofrezco tablas –le dije. Y bloqueé su peón de alfil con mi caballo.