jueves, 31 de enero de 2013

Derecho civil catalán

Alcé la vista distraído y mis ojos se encontraron con los de un veterano alumno, sujeto maduro que, apoyado en el mostrador, parecía controlar mis movimientos desde hacía tiempo.

- ¿Qué desea?
- Me gustaría hacer una sugerencia.
- Claro, puede rellenar uno de los impresos que encontrará en el buzón de sugerencias –como aquellos ojos pequeñitos que me escrutaban con una fijación inquietante y un punto de arrogancia presagiaban una queja en toda regla más que una sugerencia, me preparé para lo peor.
- Los impresos no sirven para nada, sólo para deshacerse de la gente. Yo quiero que se me escuche.
- Por supuesto, usted dirá... –respondí con un tono de plena indiferencia.
- No puedo entender por qué razón los libros de derecho civil están en la cuarta planta y no en la primera.
- Respetamos la distribución original de la biblioteca, y alguna temática tiene que ubicarse en el cuarto piso.
- Bueno, ya –concedió con no demasiada convicción, pero los libros de derecho civil catalán son los más importantes y deberían estar en la primera planta, tendrían que ser a los que más fácilmente se pudiera acceder –sus delgados labios exponían la protesta con una refinada lentitud capaz de crispar al más sereno, y ése no era yo. Decidí que el personaje, cuyo rostro rezumaba una mala leche contenida de años y años, tenía que ser inspector de educación o algo similar. Y no de los que cumplen su trabajo rutinariamente sino de los que habían decidido hacía mucho tiempo que cazar a los nuevos profesores en período de prueba era su verdadero cometido. Un vocacional. Me gusta asignar oficios, aficiones y estado civil a los usuarios, hace más divertido el trabajo.
- ¿Considera que el derecho civil catalán es la materia más importante de la biblioteca?
- Desde luego.
- Haré llegar su sugerencia a la directora y a la bibliotecaria responsable de los libros de derecho –comprobé con horror que pasaban diez minutos de la hora de la merienda y decidí quitarme de encima al inspector maligno siguiendo el procedimiento habitual de citar a mis superiores. Me habría gustado ver su cara de haber sabido que la bibliotecaria responsable de los libros de derecho... era yo mismo.

Había conseguido esquivar tantas quejas mediante aquel sencillo recurso que había llegado a convencerme de que era infalible. Nada más lejos de la realidad. El inspector, a quien creía que no volvería a ver en la vida como a tantos otros descontentos con los que me había cruzado, volvió a presentarse en la biblioteca mes y medio más tarde. Acababa yo de atender la consulta de una chica que necesitaba artículos sobre el servicio de autobuses turísticos en grandes ciudades como Barcelona o Madrid, donde el sector público debía competir con las empresas privadas. Ciertamente interesante, muy interesante. La chica. Acaso delgada en demasía, pero con una gracia fuera de lo común. El resultado de la búsqueda había sido decepcionante pero aquella nimiedad desde luego que no me había quitado el apetito. Cuando me disponía a llamar por teléfono a Marcial para ir a merendar lo descubrí, allí, plantado junto al mostrador de información, como la primera vez.

- Ya os lo dije hace unos meses –mes y medio, estuve a punto de corregirle. No puedo entender cómo la legislación civil catalana está en el cuarto piso mientras que lo que nadie consulta está en el segundo –el siniestro inspector de educación clavaba sus ojillos en mí y en esta ocasión se me antojaron más pequeños, más juntos y más malvados que la primera vez.
- Sí, lo recuerdo. Debe entender que ésa es su opinión, la gente también consulta los libros de derecho romano o historia del derecho de la segunda planta.
- Nadie lee esos libros –pronunció esas cuatro palabras con verdadero asco, reacción lógica si se tiene en cuenta que había dudado de su objetividad, la objetividad de un inspector–. La carrera se fundamenta en el derecho civil y los libros tendrían que estar más accesibles y la legislación catalana con los códigos civiles, en la primera.
- Insistiré a la directora. ¿No le comentaron nada?
- ¿Cómo iban a hacerlo si la otra vez no pediste mis datos? –el maldito me había pillado en falso.
- Le haré llegar su sugerencia. ¿Me quiere dar su nombre y su teléfono para ponernos en contacto con usted?
- No, lo que quiero es que se bajen los libros de derecho civil.

Dichosos los ojos. Esta vez, la tercera en apenas cuatro meses, había descubierto al inspector de enseñanza acercándose al mostrador, con un sigiloso paso aterciopelado de gato al acecho, antes de que me sorprendiese él a mí. Y, además, ya había merendado, por lo que contaba con una pequeña ventaja respecto a nuestros encuentros anteriores ya que con el estómago lleno improviso mejor.

- Buenas tardes.
- Sí, sí, buenas tardes... Nada, veo que no me habéis hecho ningún caso y todo sigue igual de mal –el inspector se mostraba en su estado puro, más desagradable que nunca.
- Igual de mal, igual de mal... –traté de dar una entonación plausible de duda a cada una de las sílabas que iba a pronunciar a partir de entonces.
- Sí, igual de mal. La legislación civil catalana sigue en la cuarta planta y los códigos civiles españoles, en la primera –el índice y el corazón de su mano derecha comenzaron a tamborilear una melodía lenta, irreconocible, pero irritante.
- Eso es cierto, pero... –la constante referencia a la legislación catalana en sus últimas visitas y el desprecio con el que había pronunciado la palabra españoles me hizo pensar que quizás su queja tenía además un trasfondo político, así que opté por darle la razón. Le comenté su protesta a la directora y al responsable de los libros de derecho...
- ¿La responsable no era una bibliotecaria?
- Era, era... La sustituyó un bibliotecario cuando ella ganó una plaza en el centro de documentación de las catacumbas de los capuchinos de Palermo –es lo primero que se me ocurrió, acababa de ver una foto de la momia de la niña Rosalía Lombardo en una guía de viajes que había devuelto una chica entradita en carnes hacía escasos minutos. Como le decía, trasladé su preocupación a la directora y me explicó que la disposición original de las plantas obedecía precisamente al peso específico de cada materia.
- ¿Cómo es eso? –el ritmillo marcado por sus dedos se aceleraba por momentos.
- Las materias más importantes se dispusieron en la cuarta planta. Un poco para preservar esas obras, no sé si me entiende –normalmente cierro las frases de este tipo diciendo no sé si me explico, pero en este caso opté por la variante que incide en la incapacidad del receptor y no en la del emisor. El veterano alumno se llevó incrédulo la mano derecha a su plateada sien a la vez que arqueaba inquisitivamente la misma ceja. Entre nosotros, si los códigos civiles españoles están en la primera es para que los alumnos de primer ciclo los manoseen, los subrayen, los destrocen... Las nuevas generaciones suben cada vez peor, parecen salvajes, roban y mutilan libros que es un primor. Ya le digo, debemos preservar las obras... fundamentales.
- ¿Seguro? –fue una milésima de segundo, pero diría que se relamió de interna satisfacción ante aquella peregrina improvisación, aunque sus ojillos reflejaban serias, y lógicas, dudas.
- Segurísimo. Lo esencial tiene que estar en la cuarta y lo más prescindible, en la primera y la segunda –agarré un bolígrafo con la publicidad de una base de datos que nadie sabía utilizar y un papelito y comencé a dibujar un croquis de las plantas y a garabatear qué había en cada una de ellas con la mano derecha, para que me saliesen líneas de trazo torcido y letra de parvulito. Es un recurso que utilizamos los zurdos y que sugiero a cualquier diestro, siempre que en su caso haga servir la izquierda, claro está. Refuerza la pretendida sensación de idiocia aguda sacar la punta de la esforzada lengua entre los labios mientras se escribe, cosa que, obviamente, me apresuré a hacer.
- No te creo.
- Palabrita de Niño Jesús –abrí mucho los ojos hasta adoptar una expresión de inframental, lastimera, más propia de un portero goleado que de un bibliotecario, ante la duda que el inspector parecía tener acerca de mi argumentación y, por extensión, de mi profesionalidad.
- ¿Sabes qué te digo? –la velocidad alcanzada por el tamborileo era ya comparable a la apoteosis del mejor número de claqué del mejor Fred Astaire.
- No.
- Que me da igual. La semana que viene hago el último examen y no pienso volver más por esta biblioteca.
- No será de derecho civil catalán, ¿verdad? –ya no llegó a oírme, había dado media vuelta y con paso decidido cruzaba el umbral del centro mascullando rezongos e impropiedades.

jueves, 24 de enero de 2013

Siete dedos

Esta mañana, qué hartazgo, he vuelto a amanecer con siete dedos en cada mano. Supongo que también en los pies pero me da pereza, y hasta cierto desasosiego, o angustia, levantar la sábana y mirar debajo. Si bien es cierto que tiene sus ventajas, esto de los siete dedos no deja de ser fastidioso. Cuando bailo sevillanas, por ejemplo, compongo figuras fascinantes con las manos que causan admiración y mis sobrinas quedan prendadas de las fantásticas sombras chinas con las que las sorprendo al levantarse de la siesta. De acuerdo, todo eso es verdad. Es satisfactorio, sí. Pero hoy voy a tener que volver a llamar a mi representante para que suspenda el recital de esta noche. Porque es imposible que los del auditorio me consigan un teclado adaptado en tan pocas horas. Imposible. Es fastidioso, ya digo.

martes, 15 de enero de 2013

Cruentos ejemplares, nº 51

No comprendo qué es lo que le causa tanta extrañeza. Dios habría hecho lo mismo en mi situación. Lea el Antiguo Testamento, léalo. Está lleno de ejemplos.

domingo, 6 de enero de 2013

Día de Reyes

A muchos de mis amigos Papá Noel les dejaba regalos en Nochebuena. Y luego los Reyes. Nunca tuve yo esa suerte porque por mi casa sólo pasaban los tres magos de Oriente. También lo hacía el Ratoncito Pérez, claro, cuando se me caía algún diente. Como a todo el mundo. Pero no tenía punto de comparación: para mí la mañana de Reyes era la más excitante del año.

Papá era un anfitrión de lo más hospitalario. Antes de acostarnos, les dejaba a los Reyes turrones y tres copitas hasta arriba de coñac, con la botella al lado por si querían repetir. Nunca se le olvidaba, a pesar de que a mamá, por algo, aquello la disgustaba. A los camellos les ponía rebanadas de pan en una cesta de mimbre.

Cuando no quedaba regalo por abrir, yo lo repasaba todo, no se me hubiera olvidado algún paquete debajo de tanto envoltorio rasgado. Caía entonces en la cuenta de que las copas estaban apuradas y la botella vacía volcada y que había migas por todas partes. Papá no compartía mi entusiasmo porque ese día siempre se levantaba de malhumor, gritando y con un aliento terrible. Y mamá… mamá se lo pasaba llorando.

jueves, 3 de enero de 2013

Nunca correré..., microentrevistado en Runstorming

¿Qué es lo que le empuja a uno a dejarse entrevistar en un blog escrito por y para corredores inaugurando, precisamente, la sección de microentrevistas titulada Nunca correré…? Y nada menos que en un blog de 20minutos.es, poca broma. Digo yo que será la insensatez. O, directamente, la desfachatez. El caso es que ahí me tenéis, en Runstorming del gran Luis Arribas, alias Spanjaard. Unas polémicas declaraciones en exclusiva sobre un espinoso asunto que habrán de dar, sin duda, la vuelta al mundo. Y mucho que hablar. Las podéis leer en el siguiente enlace.

El día de Reyes, un nuevo microrrelato en Grimas y leyendas. Lo prometo.Será mi regalito.