viernes, 20 de diciembre de 2013

Alzheimer

Comprobó la etiquetita que colgaba de la correa y dejó mi reloj encima del mostrador. Pregunté si había podido arreglarlo. Negó con la cabeza. Es demasiado viejo, dijo.

 Quiso luego que lo cogiera. Sé que es un reloj antiguo, comenté como si me excusara, ya con él en la mano. No, señor, no es antiguo, es viejo, insistió. Y, señalándome la esfera con el dedo, inclinado sobre el mostrador, me enseñó todas las pequeñas arrugas que la surcaban, inadvertidas hasta entonces por mí. La maquinaria está perfecta, corroboró con pesadumbre, pero ha olvidado para qué sirve.

Pobre relojito mío, lamenté con un nudo en la garganta, al ver confirmadas mis sospechas.

miércoles, 4 de diciembre de 2013

Soldaditos

Encontré, agazapado detrás del bonsai, a un soldado japonés de plástico color café con leche, de base plana rectangular y armado con un fusil, de ésos que salían en los sobres sorpresa de Montaplex que compraba de chico en la tienda de chucherías de la señora Modesta. No sé, a ciencia cierta, quién de los dos se sorprendió más. Cuando quise saber qué diantre hacía entre mis macetas me explicó muy excitado que se escondía de un americano. Hablaba español a trompicones, con fuerte acento de Okinawa. “Vaya, otro caso más de japonés hallado tras años de incomunicación que no se ha enterado de que la guerra acabó hace décadas”, me dije.

Qué irritado estaba, el muy gilipollas. Me habló de un nordista monocromo como él, en su caso azul, quien, sable en mano, hacía años que lo perseguía por toda la casa, cuando no le tocaba al americano esconderse de sus ataques. Presumía de manejarse mejor que el yanqui entre las plantas, acostumbrado como estaba a las escaramuzas en la selva de las islas del Pacífico. Me divertí de lo lindo escuchándolo. En el momento de regalárselo al nene de los del sexto primera, el soldadito me dedicó unas palabras horribles que prefiero omitir. Me acusaba de haberme posicionado de parte de su encarnizado enemigo y me amenazaba con terribles tormentos por traidor y colaboracionista. Al niño le pareció divertido el modo de refunfuñar de aquel muñequito, así que se lo guardó en el bolsillo del pantalón, encantado de la vida. Allí metido, sus gritos nos llegaban atenuados y producían un efecto muy gracioso que hizo reír con ganas al hijo de mis vecinos.

Hace ya dos semanas que me pongo el despertador a diferentes horas de la madrugada, con la intención de sorprender al nordista que anda por casa durmiendo entre los cactus o debajo del sofá. Todavía no he dado con él. Pero pronto he de darle caza. Palabra.

martes, 26 de noviembre de 2013

Triplenilunio

Desde que salen tres lunas, una debajo de la otra, alineadas como los botones de una inmensa camisa de negra seda, aún se entiende menos el comportamiento de las mareas. El ayuntamiento ha cesado, por innecesarios, a dos tercios de los serenos. Los poetas que no se han colgado de un árbol se pasan las horas suspirando. Los perros aúllan el triple y los gatos, de tanta luz nocturna como tenemos, han dejado de ser pardos. Lo peor viene al dibujarse en el cielo la triple luna llena: lo de los licántropos va a tener, nos cuentan, muy difícil solución.

martes, 19 de noviembre de 2013

Un color ignoto

A la conclusión del congreso, los lingüistas anunciaron, para alborozo de académicos y filólogos de todo el mundo y pasmo de la población en general, el relevante hallazgo de la palabra que habría de definir un nuevo color maravilloso y su inminente inclusión en la futura edición del diccionario normativo. Aplaudieron unos la sonoridad de la misma, loaron con entusiasmo otros su oportunidad, todos coincidieron en destacar la adecuación del nombre dado.

Ejércitos de exploradores y aventureros de los cinco continentes se apresuraron a adentrarse en la Amazonía esmeralda, a perderse en los desiertos, ocres y hostiles, y a recorrer de extremo a extremo los níveos casquetes polares, embarcados en expediciones científicas cuyo único objetivo era descubrir en la naturaleza ese color increíble, fantástico y todavía desconocido que ya tenía nombre.

Pasan los años sin que llegue el ansiado anuncio del hallazgo que todos esperamos. Pero no perdemos la esperanza.

lunes, 4 de noviembre de 2013

Almohada insomne

Mi almohada padece de insomnio. Siempre que se lo comento a alguien pone cara de extrañeza. Como usted ahora mismo. Pero es así, no logra dormir. No para de moverse tratando de conseguir la postura que le permita conciliar el sueño y, cuando se cansa de dar vueltas, se levanta y va por el pasillo arriba y abajo. Toda la noche. Parece sonámbula pero, claro, qué más quisiera ella que serlo. Significaría que, al menos, duerme, ¿a que sí? Deambula hasta que se aburre y vuelve a la cama y se repite de nuevo todo el ritual.

Es por eso por lo que yo descanso tan mal. Pero, ojo, para nada la causa de que me duerma y acabe llegando siempre tarde al trabajo. No, no, ni mucho menos. La culpa de mis retrasos la tiene el despertador. Se me queda dormido y no suena, ¿qué le parece? Tiene narcolepsia. Qué desastre. Ahora que pienso, ojalá intercambiaran sus males. Sería lo ideal, ¿verdad?

(Podéis escuchar este texto en Los jardines de Puck, por gentileza de Mar G. Mena)

miércoles, 30 de octubre de 2013

El bebé

Tiene la nariz de tu madre. ¿No te habías dado cuenta? En realidad, de nariz para arriba es un González, no te quepa la menor duda. Los ojos son los de la abuela Catalina, tan pequeños y juntos, redonditos, ¿verdad?, y del mismo color que los tuyos. Es algo que no puedes negar. Las orejas, también de tu padre, ¿no ves los lóbulos? Incluso la frente. Eso sí, la boca, los labios finos, la barbilla, son los de mi hermano y tiene mis mofletes. Podríamos hablar de las manitas, sigo pensando que de González aunque tú no seas de ese parecer. Yo lo tengo claro pero tampoco es cuestión de discutir. Míralo, obsérvalo bien. Fíjate, ¿no crees que hemos engendrado a un monstruo? ¿A que sí?

jueves, 24 de octubre de 2013

Cruentos ejemplares, nº 27

La maté porque me desperté antes. Así de sencillo. Hacía demasiado tiempo que no nos llevábamos nada bien y, después de la discusión de la noche anterior, los dos teníamos claro que aquello no podía durar ni un día más. No creo equivocarme demasiado si le digo que ella habría hecho lo mismo si hubiese puesto el despertador minutos antes de las siete y diez.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Anatoly o Un lugar en los Urales (2/2)

Me disponía a seguirle cuando me fijé en la fachada en la que poco antes había estado apoyado Garry. En el lienzo de la pared se distinguían con claridad unas mellas, las marcas características que dejan los disparos. Principalmente se concentraban en la parte en la que habíamos estado hablando, pero las señales también aparecían en los restantes edificios que cerraban la plaza. Asimismo, pude observar algunos tiros en los restos de la casa incendiada, que no había sabido ver antes de darme cuenta de la presencia de Garry.

- ¿Qué pasó aquí? ¿Tuvo algo que ver con la revolución que mencionó Garry?
- ¿Revolución? No, no hubo tal revolución. Se desarrolló una pequeña revuelta, no voy a ocultárselo. La plaza Bugojno fue el principal escenario de los disturbios de 1985, a raíz de la derrota de Karpov ante Kasparov en Moscú. La plaza Bugojno, la plaza Tilburg o Merano, las calles Baguio, Reggio Emilia, Wijk aan Zee, Linares, Skopje... reciben el nombre de célebres victorias de Karpov. Entienda que le cambie de tema, pero no nos gusta hablar demasiado sobre lo que pasó. Ya han pasado dieciocho años y la herida casi está cerrada definitivamente. Siempre es desagradable recordar una cosa así.
- Le comprendo, le comprendo. Discúlpeme, no fue mi intención incomodarle.
- ¿Le hablaron de nuestro célebre amanecer? –dijo, guiñando un ojo.
-  Ja, ja, claro que sí, mañana seré el primero en levantarme.
- El segundo, amigo mío, iré a buscarle y lo veremos juntos desde la capilla de San Anatoly.

Me encontraba parloteando con el alcalde de temas banales, pero mi pensamiento continuaba en la plaza Bugojno. ¿Cómo habría sido el amanecer del día después del terrible incendio de 1985? ¿Qué habría sido de sus propietarios? Nunca me hubiese imaginado que una derrota ajedrecística pudiera provocar desórdenes. De hecho, sólo concebía los disturbios deportivos asociados al fútbol, la pasión embrutecedora por antonomasia, y, por supuesto, al baloncesto griego. Era evidente que en la aldea en la que me encontraba el ajedrez se vivía de un modo muy especial, era su referente, hasta el punto de que sus habitantes salían a la calle a manifestar su alborozo o pesadumbre tras las partidas decisivas disputadas por su ídolo.

Continuamos el paseo nocturno en silencio hasta que alcanzamos la calle mayor a la altura de la panadería. Entramos en un amplio local. Andrei Ilich nos saludó desde la barra, sonriente. Apenas tenía apetito, y pedí un filete y una jarra de cerveza. Nos sentamos en la punta de una de las cinco grandes mesas alargadas en las que los vecinos charlaban amistosamente. Me presentaron a Timofei Semionich, a Ivan Andreich, a Anatoly Ivanovich, a Stepan Nikifiorovich, a Igor Antonich, a Anatoly Ilich, a Anatoly Pavlovich… Sin ningún esfuerzo consiguieron que me sintiese uno más, un vecino que tomaba una cerveza con sus amigos en la taberna tras una dura jornada en el campo. También estaba Anatoly, el hijo del alcalde, bromeando con el hombre del caballo tatuado, entre tragos de vodka frío. Di buena cuenta de mi cena y vacié mi jarra, mientras el señor Panov me hablaba de la historia de la comarca, del pueblo, de los recursos de la zona, de sus mujeres, de la filatelia, del ajedrez... Elevaba su tono por encima de las conversaciones superpuestas, entremezcladas. Su charla era amena e interesante, me encontraba muy a gusto conversando con el filatélico. Nos sirvieron dos jarras más. Con gesto cómplice me invitó a que me levantase y me condujo hasta la pared más larga de la taberna. Estaba cubierta con fotografías de todo tipo y medida del campeón de los Urales. Desde el techo hasta el suelo, con marcos de madera, trabajada o sin labrar, marcos más o menos humildes, metálicos, gruesos o delgados, marcos de plástico negro, de color. Fotos del niño Anatoly, de sus padres, fotos de Karpov delgado, de mediados de los años setenta, con la misma apariencia enfermiza que imitaba con éxito el joven Panov, fotos de Karpov recientes, entrado en kilos, Karpov jugando contra Korchnoi en Merano, contra Kasparov en Sevilla, en un encuentro que había finalizado con empate a cuatro a pesar de que todo el mundo creía que Karpov había sido derrotado, contra Padevsky, contra la Chiburdanidze, contra Larsen, Short, Salov y Kamski, al que el genio de Zlatoust descalabró en una portentosa exhibición en Elistá en 1996, como había hecho años antes con un tal Andrei Sokolov según me contó el alcalde, Karpov vencedor alzando un trofeo en Tilburg, rodeado de gruesos álbumes colocando un sello con unas pinzas, Karpov firmando un autógrafo a unos niños, con su mujer Natasha y su hijo, Karpov abrazado a su primera esposa, ofreciendo una sesión de simultáneas en el pueblo, delante del ayuntamiento, Karpov sonriendo junto al señor Panov en una fotografía dedicada por el ajedrecista, Karpov jugando al tenis, Karpov embajador de la Unicef, dos caricaturas al carboncillo de Karpov... El filatélico ilustraba su explicación con todo tipo de anécdotas del héroe local. Me llevé a los labios la cuarta jarra de cerveza, francamente divertido, dejándome llevar por aquel ambiente tan acogedor.

- ¡Acercaos!

Un hombre de los que me habían presentado se dirigía a la parroquia en general. Seguía el desarrollo de una partida que jugaban otros dos campesinos que me habían dado la bienvenida poco antes. ¿O llevábamos ya horas allí? La agradable conversación de mi anfitrión y la cerveza, siempre la cerveza, me habían hecho perder la noción del tiempo. Nos acercamos a ver la partida, como hizo la mayoría de los clientes de la taberna.

- ¡Qué defensa!
- Ánimo Petrosian, ja, ja, ja.
- Reíos, pero el joven Anatoly Antonich ha detenido el ataque de manera precisa y original, y no veo el modo de que las blancas concreten su ventaja de espacio.
- Eso es cierto. El caballo y la torre no tienen casillas, pero ha frenado el ataque, creo que definitivamente.
- Las negras tienen más fichas, pero hay jaque mate.

Noté que mi intervención provocaba murmullos. El señor Panov me explicó que lo que yo anunciaba no era cierto, que no había mate, ni siquiera existía tal amenaza, que dentro de cinco o seis movimientos las blancas tendrían que ir cediendo espacio y la ventaja material de Anatoly se convertiría en decisiva. Y que en ajedrez se hablaba de piezas, y no de fichas. Continuamos mirando el juego dentro del corro, integrado por cada vez más personas. Entre vodka y vodka, el alcalde me comentaba las jugadas de los dos contendientes y, efectivamente, el joven que conducía las negras pasó al contraataque de modo enérgico. Reconocí mi torpeza.

- Buena defensa, Anatoly.
- Bravo, Anatoly, tienes la precisión de Karpov, el concepto de Capablanca, la visión de Petrosian, ja, ja, ja. El talento de los mejores.
- Ja, ja, ja y ¿qué tiene de Kasparov? Porque Kasparov es el mejor, ¿no?

Mis ebrias palabras produjeron un silencio repentino, inquietante e hiriente a la vez. Los parroquianos me miraron ofendidos e incluso los dos jugadores interrumpieron la reflexión en la que se hallaban sumidos buscando al autor de aquella frase. Igor Antonich escupió.

- Disculpadle, apenas sabe nada de ajedrez.
- Es cierto, no sé nada, lo ignoro casi todo, pero leo los periódicos. Kasparov es el mejor jugador de la actualidad. Creo que es el campeón y eso no lo discute nadie –insistí, con la vehemencia e inoportunidad que confiere el alcohol a las palabras de un beodo. Igor Antonich volvió a escupir, esta vez tras una sonora expectoración, lanzándome una mirada de profundo rencor.
- Amigo mío, Kasparov no es el mejor ajedrecista del momento. Hace un año le venció Kramnik con claridad y en el reciente enfrentamiento entre Rusia y el resto del mundo celebrado en Moscú, le han derrotado varios jugadores a priori considerados inferiores. Judith Polgar le dio una buena lección. Además, hace años que no es campeón del mundo. Renunció al título cuando fundó su propia asociación, autoproclamándose campeón. Se llamaba o se llama... la GMA, la PCA, la WCC... no recuerdo con exactitud, perdóneme –mientras el señor Panov me dirigía estas palabras observé que algunos de los hombres del corro, que se iba disolviendo poco a poco, cuchicheaban entre sí.
- ¿Ah, sí? Y, ¿quién es el campeón entonces? ¿Ese Kramnik?
- No, el campeón es Karpov. Kramnik es el campeón reconocido por la asociación de Kasparov –comprobé que Igor Antonich escupía al suelo con una mueca de infinito desprecio cada vez que mentábamos al ajedrecista azerbayano.

Percibí cierta irritación en el tono del alcalde, por lo que le invité a otra jarra de cerveza. Los dos jugadores dejaron su partida en tablas y uno de ellos abandonó el local precipitadamente, seguido por el hombre del tatuaje y tres campesinos más. El hijo del señor Panov hablaba con Andrei Ilich y un anciano con aspecto de sifilítico.

- ¿Karpov campeón? ¿Bromean? Si hace años que no se comenta nada de él ni en televisión ni en los diarios –inconsciente, continué con una conversación que de estar sereno ni se me hubiese ocurrido iniciar.
- Señor –definitivamente, su tono cordial había dado paso a cierto enojo– cuando Kasparov abandonó la federación internacional, el título se dirimió entre Karpov y Timman, en la final de Amsterdam y Yakarta, en 1993. Karpov recuperó la corona mundial. En toda la historia del juego, sólo él, Alexander Alekhine y el genial Mikhail Botwinnik han sido capaces de recuperar el título. Lo retuvo hasta el campeonato mundial de Elistá de 1998, en el que derrotó con solvencia al aspirante, el indio Anand. Le podría reproducir movimiento por movimiento el memorable final de la primera partida del encuentro, dos torres contra dama, que ganó en ciento ocho jugadas. Absolutamente genial. En la siguiente edición del mundial se le privó del derecho fundamental que tiene todo campeón, el de defender su título. Se le obligaba a jugar la fase final del campeonato desde las rondas iniciales, bajo las mismas condiciones que los aspirantes. Fíjese bien, señor, las mismas condiciones que los aspirantes. Resulta increíble, ¿verdad? No se ha dado otro caso igual en la historia del ajedrez. Por eso renunció a disputar el mundial. Por eso seguimos considerando que es el campeón.
- Pero es ridículo, es como si hubiese alguien que todavía considerase campeón mundial a aquel americano que también se negó a jugar. Esta tarde su hijo me habló de él ¿Cómo se llamaba? –percibí que eran muchos los clientes que seguían nuestras palabras desde sus mesas, bisbiseando después de cada una de mis intervenciones. Algunos se habían marchado ya, pensando en la jornada del día siguiente.
- Fischer es un caso aparte. A él no se le negó la defensa de su corona. Simplemente quería imponer unas condiciones inaceptables y por eso fue desposeído del título. Imagínese, señor, el campeón debía vencer en diez partidas, pero el empate a nueve le permitía retener el título. ¡El aspirante debía sacarle dos puntos de ventaja al campeón! Son casos diferentes.
- Pero...
- Pero... ¿qué? Espero que no esté discutiendo a un hombre que ha sido campeón del mundo de semirrápidas y de partidas a dos y cinco minutos, que ostenta el record absoluto de torneos conquistados, que permaneció entre los dos primeros puestos del ranking mundial durante veinte años, cuya trayectoria ha sido premiada con una decena de prestigiosos oscars del ajedrez concedidos por la AIPE. Incluso sus detractores, como parece ser usted, recuerdan muy a su pesar el torneo de Linares de 1994, considerado el campeonato del mundo oficioso, donde consiguió una histórica performance de 3000 puntos elo, sumando once puntos sobre trece posibles. Por delante de Shirov y de Kasparov –un nuevo salivazo de Igor Antonich.

Concluyó su intervención dando un fuerte golpe con la jarra metálica en la barra. El hombre estaba colérico, no sabía qué decir para tranquilizarle. Me di cuenta de que había llegado demasiado lejos, discutiendo sobre un tema que ignoraba por completo. Le hizo un gesto a Andrei Ilich, que se puso un grueso chaquetón tras secarse las manos. El tabernero fue a hablar con un grupo de clientes que nos miraban silenciosos y salieron a la calle.

- Lamento profundamente haberle molestado.
- Buenas noches, señor.
- ¿Puedo hacer algo para arreglar este incidente? –intenté darle un abrazo. Borracho como estaba, me pareció la mejor manera de zanjar aquel lamentable episodio.
- Buenas noches, señor –repitió, con una voz fría, casi metálica, zafándose de mi abrazo etílico.

Me puse el abrigo y salí al exterior. La calle estaba desierta. Se levantó una desagradable ráfaga de aire frío que hizo ondear los sonrientes Karpovs sobre el colmado, las filatelias, la carnicería, la botica de la calle mayor. Respiré hondo intentando serenarme. En el cielo se perfilaba la luna llena. Alguien cerró desde el interior las hojas de madera de su ventana. Caminé con paso vacilante y tomé un callejón por el que horas antes había pasado con el alcalde. Había olvidado los sellos, pero preferí no volver a la taberna. Tenía el estómago revuelto. Giré a la derecha y me crucé con Garry, que venía en dirección contraria. Le palmeé la espalda a modo de saludo cómplice, ya que no se había retirado con su madre como nos había dado a entender, pero no dijo nada, limitándose a mirarme distraídamente. Un hilo de baba bajaba por su barbilla. Proseguí la marcha con paso inseguro, llegando a una estrecha calle que no recordaba. Di la vuelta para desandar parte del camino recorrido y me topé con dos hombres que me cerraban el paso con pose desafiante. Me molestó su arrogancia e intenté hacerles a un lado, pero frenaron mi acometida dándome un empujón. Caí al suelo, estaba mareado. Me levanté con dificultad e intenté pasar de nuevo. Los hombres permanecieron inmóviles. Les pedí una explicación y, al no recibir contestación alguna, cogí una calleja que se abría a mi derecha. Calle Skopje. Me encontraba en una pequeña plaza muy mal iluminada. Desorientado, pretendí tomar la primera calle que vi. Ya había pasado antes por allí. O no. Por ella venía un grupo bastante numeroso de vecinos, parecían muy alterados, precedido por dos perros que ladraban furiosamente. Uno de aquellos hombres llevaba una guadaña. Era el hombre del tatuaje. A su lado, una mujer menuda me amenazaba con un martillo, como poseída. Retrocedí asustado y corrí en dirección a la calle mayor en busca de socorro. Me paré en una bocacalle. Miré hacia arriba. Calle Linares. Mi corazón latía con fuerza. Al final de la calle distinguí la puerta pintada de rojo que había llamado mi atención cuando me acompañaba Anatoly Panov. Corrí hasta la ventana y pedí ayuda gritando, golpeándola desesperadamente. La joven madre, en camisón, abrió una de las hojas de madera. Me miró indiferente, adormilada. El que debía ser su marido avanzó pausadamente hacia mí y cerró la ventana dirigiéndome una mirada gélida y despectiva. Caí de rodillas y preferí sollozar a hacerme preguntas. Oí gritos demasiado cercanos. La cabeza me daba vueltas. Tenía ganas de vomitar. No sabía qué estaba ocurriendo, la razón de aquella hostilidad. La enfurecida muchedumbre me acababa de localizar, venía hacia mí avivando cada vez más su paso. Me levanté y continué bajando hacia la calle mayor, mirando hacia atrás, tropezando. Calle Bad Lauterberg, indiferencia tras las ventanas cerradas. Un grupo de hombres y mujeres coléricos, encabezado por Andrei Ilich y un jorobado siniestro con una pistola en el cinto, se interpuso en mi camino y tomé una empinada calleja, por la que venían tres campesinos y varios niños. Quise girar cuando recibí un fuerte golpe en la sien. Caí nuevamente. Oía gritos salvajes. Noté la sangre resbalando por mi mejilla. Alguien me cogió por detrás y me alzó. Antes de que me vendasen los ojos con un pañuelo sucio, seguramente de mi sangre, distinguí entre la turba al hijo del matrimonio que me acababa de negar el auxilio, mirándome fijamente y saludándome de nuevo con su manita. Me condujeron a empujones, mareado, entre náuseas, por calles empinadas. Tropezaba con las paredes. Finalmente, llegamos a lo que me pareció un espacio abierto. Los vecinos bramaban con fiereza y los perros me mordían los tobillos. El miedo me impedía llorar. Recibí un tremendo empellón y choqué contra una pared. Me pareció oír la voz del alcalde Panov.

Reconocí el siniestro clac, clac metálico, el inconfundible sonido del cargador del kalashnikov que no escuchaba desde el servicio militar. En ese instante comprendí que me encontraba en la plaza Bugojno y que no conocería el imponente amanecer de Anatolygorod.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Anatoly o Un lugar en los Urales (1/2)

El chico llegó en ese momento, jadeando, anunciando que Anatoly ya tenía las llaves de mi coche y se haría cargo de todo. Se había pegado una buena carrera. El abuelo estaba convencido de que su vecino podría arreglarlo, por lo menos ningún tractor averiado se le había resistido hasta entonces al bueno de Anatoly Fiodorovich. Continuaba limpiando su pipa, sentado junto a la lumbre, tranquilizándome con su serena mirada. No debía preocuparme por el vehículo, mañana estaría listo, sólo tenía que pensar en encontrar un sitio donde pasar la noche. El anciano no podía ofrecerme alojamiento, su cabaña era demasiado humilde, pero en la aldea seguro que encontraría albergue. Cuando nos despedíamos hasta la mañana siguiente, dándome un fuerte abrazo, me recomendó que preguntase por Lev Panov, el alcalde, que encontraría en la filatelia de su mismo nombre. Seguramente él me podría proporcionar habitación. Apenas había avanzado un centenar de metros del precario camino hacia el pueblo cuando le oí gritar mi nombre. Interrumpí mi marcha.

- ¡El amanecer, el amanecer! –el viejo hacía aspavientos desde la puerta de la cabaña.
- ¡Descuide, amigo!

Le agradecí con un gesto el recordatorio. Poco antes me había relatado las excelencias del amanecer en esa aldea, al parecer de una belleza inusual. Contemplé el cielo sobre la colina que se elevaba detrás de su cabaña. El hecho de que aquel cautivador atardecer no llamara la atención de los lugareños sólo podía significar que el amanecer tenía que ser algo realmente excepcional, único. El viejo entró por fin. Me encontraba a poco más de un kilómetro del pueblecito. Me pareció muy curioso que un lugar que en la distancia parecía tan pequeño contase con una filatelia y no tuviese un taller mecánico, por ejemplo. Claro que si Anatoly era tan eficiente como había dicho el abuelo, quizás no lo necesitasen. Mis botas se hundían en el lodo a cada paso que daba, el barro salpicaba mis pantalones. Menuda imagen. Me iba a presentar como un funcionario cualificado del departamento de seguridad nuclear nacional ante el alcalde con aquel lamentable aspecto, tan poco creíble. Anduve por el enfangado camino que ascendía hacia la aldea sumido en estas reflexiones, maldiciendo la avería y esquivando como pude los charcos, testimonio de las tormentas que durante la última semana habían castigado aquella región de los Urales.

Una fuente coronada con el busto de un sonriente personaje de rostro ovalado me dio la bienvenida. Aproveché para limpiar un poco mi calzado y ordenar mis ropas antes de adentrarme por una estrecha callejuela. Se llamaba Elistá. Doblé dos calles más a la izquierda y me encontré en lo que debía de ser la vía principal. Posiblemente se celebraba alguna festividad durante aquellos días, dado que muchas fachadas estaban engalanadas con pancartas y pendones escaqueados colgaban de las farolas. Vi que venía en mi dirección una anciana vestida de negro y cuando me dirigía hacia ella para preguntarle por la filatelia del señor Panov me detuve al observar que el establecimiento que buscaba se hallaba a menos de cien metros, al lado de la panadería. Crucé la calle mayor y me detuve ante la puerta, en la que se leía el nombre del propietario. Un momento, aquélla no era la filatelia del señor Panov, era la filatelia de Anatoly F. Tomov. Miré a mi alrededor y, con sorpresa, pude distinguir a simple vista cinco o seis filatelias a ambos lados de la calle. Desconcertado, entré en el negocio del alcalde, una tienda con un llamativo rótulo rojo con su nombre escrito con caracteres dorados, situada entre una carpintería y, cómo no, una filatelia, si bien ésta más humilde que la del señor Lev Ivanovich Panov.

Encontré en la filatelia a su hijo Anatoly. Estaba sentado tras el mostrador, enfrascado en la lectura de una revista de ajedrez. Me disculpé por irrumpir en su local con aquel aspecto, le expliqué que era un técnico en energía nuclear y que me hallaba de camino a la central de las afueras de Zlatoust para hacer una inspección rutinaria cuando el auto me había dejado en la cuneta. Antes de que tuviese tiempo ni siquiera de insinuárselo, el hijo del alcalde se ofreció a conseguirme un sitio en el que pasar la noche. Se trataba de una humilde habitación que estaba en la parte más alta del pueblo, cerca de donde nos encontrábamos. De hecho, en el pueblo todo estaba cerca de donde uno se encontrase, me aclaró. No debía pagar nada por pasar la noche, de verdad. En todo caso, ya lo discutiría con su padre. Insistió en que podía quedarme cuanto quisiese pero, agradeciendo su ofrecimiento, le dije que debía partir en cuanto el coche estuviese en condiciones, puesto que en la central me esperaban al día siguiente. Sus palabras eran muy amables y su tono, pausado. Se trataba de un hombre joven y educado, extremadamente delgado, que vestía un traje pasado de moda, demasiado estrecho y de amplias solapas. Tenía la cara pálida, muy pálida, sobre su frente caía el pelo lacio, negro, y sus ojos saltones conferían a su rostro un aspecto enfermizo. Se metió en la trastienda y salió con un manojo de llaves. Me rogó que le acompañase hasta la casa que me iba a servir de techo aquella noche. Salimos a la calle y cerró el negocio.

Cruzamos. Una señora nos saludó sonriente. De camino hacia la casa me fijé en los motivos que ornamentaban la arteria principal y las calles adyacentes por las que pasábamos. Caballos, torres y alfiles decoraban la mayor parte de las banderas y las pancartas y en los adornos de las farolas se veía la efigie de un hombre risueño, con el pelo lacio sobre su frente, del mismo modo que peinaba su cabello el joven que me guiaba. Aquel rostro me era muy familiar y rápidamente me vino a la memoria el busto de la fuente.

- Este hombre, el busto de la fuente que hay en la entrada del pueblo, es Karpov, ¿verdad?
- Sí, señor, Anatoly Evgenievich Karpov –el hijo del alcalde me miró con sorpresa o incredulidad, no podría precisarlo.
- Me lo había parecido. No sabía que hubiese nacido en este pueblo.
- No, señor, nació en Zlatoust, muy cerca de aquí, donde la central.
- Entonces, todas estas calles engalanadas... ¿le esperan?
- No, señor, no le esperamos. Pasado mañana es 24 de abril, el vigesimooctavo aniversario de su coronación como campeón del mundo tras la vergonzosa espantada de Bobby Fischer, el americano, el yanqui sobrevalorado como le llamamos aquí, y ya lo tenemos casi todo preparado. Cada año celebramos esta fecha. El ajedrez es muy importante en nuestras vidas.
- Disculpe, apenas sé nada sobre el juego. Solamente lo que leo en los diarios. Y mover las piezas, claro.

Noté que mis palabras le desconcertaron, como si no pudiese asimilar que no me interesase el ajedrez. Intenté darle un giro a la conversación.

- Tengo una pequeña colección de sellos, quizás mañana antes de irme me acerque hasta la filatelia y le compre la serie de ríos europeos de 2002. Pensaba hacerlo la próxima semana en Moscú.
- Nada de eso, señor. Pásese esta noche a cenar algo en la taberna del viejo Andrei Ilich y allí le esperaremos con los sellos. Estaremos encantados en regalárselos.
- Oh, muchas gracias, pero no puedo consentirlo.
- Por favor, mi padre no aceptará una negativa como respuesta.
- De acuerdo, de acuerdo, son ustedes muy amables conmigo. Pero yo pagaré las rondas.

El joven sonrió y sellamos nuestro particular trato con un apretón de manos. Continuamos nuestro camino por las empinadas calles del pueblo. Pasamos junto a una casa, que llamó mi atención por el rojo intenso con que habían pintado su puerta de madera, y miré en su interior a través de la ventana. Una joven madre estaba jugando al ajedrez con su hija, mientras un niño muy pequeño, de unos seis o siete años, reproducía en otro tablero los movimientos que consultaba en un grueso volumen. Alzó la vista y me saludó, agitando alegremente su manita. Al parecer, los más pequeños compartían la pasión por un juego que siempre me pareció demasiado aburrido. Me incomodó pensar que no podía corresponder de ninguna manera a aquel pueblo que tan bien me estaba tratando. Era una sensación extraña, como la impotencia que se siente al no poder comprender a un sordomudo. A pesar de mi sólida formación universitaria, los cursos de especialización, mis años de experiencia en un trabajo de tanta responsabilidad al servicio del estado, el casi total desconocimiento del juego sobre el que giraba la vida del pueblo me alejaba de aquella gente tan hospitalaria. Los nombres de Karpov, Kasparov, Spassky me eran familiares, claro, como a todos los rusos, pero poco más podía decir sobre el tema. No quería defraudarles, y las filatelias aparecieron ante mí como una tabla de salvación.

- Es curioso que haya tantas filatelias en un pueblo tan pequeño, ¿no?
- Reconozco que podría parecer curioso, sí, pero es que en este pueblo el coleccionismo de sellos está muy extendido. Todas las familias, por humildes que sean, pueden presumir de unas colecciones más que respetables. Nuestra filatelia, por ejemplo, tiene cierto renombre y servimos series de sellos a coleccionistas de Chelyabinsk o Zlatoust. Y lo mismo puedo decirle de Sokolnikov y de Tomov.
- Y, ¿de dónde les viene tanta afición?
- Anatoly Evgenievich Karpov es un gran coleccionista de sellos. Se dice que tiene la mayor colección no sólo de Rusia, sino de la antigua Unión Soviética. De hecho, pasa por ser uno de los mayores coleccionistas del mundo. Ya habrá observado que en este pueblo tenemos verdadera admiración por Karpov. No sólo seguimos su brillante trayectoria ajedrecística, sino que nos interesa todo lo concerniente a él, todo lo que le rodea. Queremos estar próximos a él, pensar como él, sentir lo que siente. Por eso nos llena tanto el coleccionismo de sellos. Adquirir un sello raro nos produce una satisfacción parecida a la experimentada al encontrar ese movimiento de peón que te permite ganar el tiempo decisivo para imponerte en un final aparentemente abocado a las tablas. No sé si me explico.

Seguramente sí se explicaba, pero yo no entendía nada. Al parecer, daba igual hacia donde condujese la conversación, ésta acabaría llevándonos indefectiblemente a Karpov. El hijo del alcalde se paró ante una ventana y saludó efusivamente a un hombre gordito de mediana edad que se estaba lavando en una jofaina. Compartieron unas bromas y se emplazaron para continuar las chanzas poco después, en la taberna. Proseguimos nuestra marcha en silencio, mientras yo le daba vueltas al caballo de madera que tenía tatuado en su brazo derecho el vecino que acababa de conocer, bajo el que se leía Gens una sumus.

Llegamos a una pequeña plaza, la plaza Skelleftea, en cuyo centro se erigía una descomunal estatua ecuestre. Era uno de aquellos bronces rígidos que definían la arquitectura socialista de un pasado demasiado reciente. Mi sorpresa fue mayúscula al observar que el jinete no era un militar con el pecho lleno de medallas o el típico soldado anónimo de la guerra fría, ni siquiera un héroe de época napoleónica desenvainando su sable, sino un hombre vestido con traje y corbata. Efectivamente, me encontraba ante una nueva, y en este caso insólita, representación de Anatoly Karpov. En esta ocasión, era un Karpov más delgado y juvenil. Se notaba que mi acompañante intentaba imitar, con bastante éxito, por cierto, su apariencia. A los pies del caballo había varios ramos de flores frescas. Dos niños, con sus flequillos anatólicos sobre la frente, dibujaban en el suelo de la plaza un tablero escaqueado con tiza. Iba a comentarle a mi cicerone lo extraño que me resultaba ver la efigie del campeón por todas partes cuando se abrió la ventana de una de las tres casas que daban a la plaza y una mujer de mediana edad comenzó a llamar a uno de los chicos:

- ¡Anatoly Ilich, Anatoly Ilich, la medicina!
- ¡Anatoly Petrovich III!

Me giré. La segunda voz pertenecía a la abuela que había visto en la calle mayor, la de las filatelias, que al parecer venía detrás nuestro. Avanzó con paso decidido, cogió al niño más pequeño de la mano y, después de dirigirnos una simpática sonrisa, se fueron por donde ésta había venido.

- ¿Anatoly Petrovich III?
- Sí, es el menor de los tres hermanos.
- Pero, ¿es que acaso los tres se llaman Anatoly?
- Pues sí, señor. Como ya habrá observado, Anatoly es un nombre muy frecuente en esta población, sobre todo entre los más jóvenes. Yo mismo me llamo Anatoly, como bien sabe.
- ¿Y la iglesia consiente que los tres hijos de un matrimonio se llamen igual?
- Por supuesto, nuestro sacerdote nunca ha manifestado ninguna objeción al respecto, como tampoco la puso en el bautizo de los gemelos Sharikov o de los hermanos Savchenko, o cuando se decidió dedicar el templo a San Anatoly en 1998.
- Así que tienen una iglesia de reciente construcción. Me gustaría verla, si no es demasiada molestia. No hace demasiado vi una capilla moderna en un pueblecito próximo a Ufa que me entusiasmó. Soy un arquitecto frustrado, ¿sabe?
- No, si la iglesia es del siglo XVIII, era un templo dedicado a San Vladimir, pero tras la victoria de Karpov sobre Anand en 1998, que le supuso recuperar la corona mundial en Elistá, decidimos cambiarle la advocación. Ya ha comprobado sobradamente que Anatoly Semionich es un imaginero excelente, así que no le supuso demasiada dificultad sustituir el rostro de San Vladimir por el de Anatoly. También es el autor de la estatua, de la fuente que vio antes...
- Nunca he visto una imagen de San Anatoly.
- Bueno, debo confesarle que se tomó alguna licencia artística y que la imagen no es exactamente la del santo.

La casa se encontraba detrás de la plaza. Las bisagras se quejaron lastimeramente al abrir el portón, me entregó las llaves disculpándose de nuevo por la humildad de la vivienda y encendió la luz. Olía a cerrado, a polvo. La habitación estaba austeramente amueblada, había una pequeña mesa, una silla destartalada y un camastro cubierto con una colcha, sobre el que se distinguía un icono. Me acerqué a la pared y comprobé que se trataba de San Anatoly, en este caso, del auténtico. En el rincón de la izquierda se había improvisado un rudimentario lavabo y un retrete.

- Recuerde, le esperamos en la taberna de Andrei Ilich, la encontrará al final de la calle principal, frente a la filatelia de Sokolnikov.

Dejé el abrigo sobre la silla, me aseé un poco y me tumbé. Decididamente, aquél era un pueblo muy acogedor. Sus habitantes eran generosos, desprendidos, sumamente amables, y su afición obsesiva por un pasatiempo tan noble como el ajedrez les hacía todavía más simpáticos a mis ojos que, curiosos, no dejaban de sorprenderse ante cada nueva revelación. El cansancio acumulado durante el largo camino que había emprendido la tarde del día anterior comenzó a pasarme factura y noté que mis párpados se cerraban poco a poco... Recuerdo que tuve un sueño absurdo, como la mayoría de los sueños. Los adoquines de la calle principal del pueblecito eran ahora cuadrados perfectos, grandes, y estaban pintados de blanco y negro, conformando un camino escaqueado. Por los adoquines blancos se desplazaba el abuelo de la cabaña trazando una diagonal perfecta, seguido a dos casillas de distancia por su nieto, Anatoly Petrovich III saltaba como un caballo, el hijo del alcalde avanzaba de cuadrado en cuadrado, dando pasitos. Todos los vecinos que había conocido se movían simultáneamente en el alargado tablero que mi sueño había creado. Algunos de ellos ondeaban banderas de colores, con los bordes dentados, como sellos gigantescos, mientras una masa informe de lugareños que no podía distinguir seguía sus evoluciones desde la acera, igual que las piezas que han sido retiradas del tablero tras ser capturadas. La anciana vestida de negro se acercó y me tomó la mano. Me llevó por los adoquines negros hasta la filatelia de Panov y cruzamos su umbral. Sin embargo, el interior no correspondía al establecimiento que yo conocía. Nos encontrábamos dentro del reactor de una central nuclear. En el centro de la estancia se erigía, formidable, un gran trono, como el del zar Nicolás. Pregunté a la anciana qué significaba todo aquello, a quién pertenecía el trono, pero a mi lado se encontraba ahora el gordito tatuado. Me pareció intuir que sus titubeantes labios balbucearon la palabra dios. Quise acercarme para observar el magnífico trono mejor y, para ello, debí abrirme paso entre toda la gente que se hallaba postrada a su alrededor. Lo ocupaba, solemne, un joven monarca muy delgado, Anatoly Karpov. El ajedrecista vestía uno de aquellos monos elásticos, ceñidos, de superhéroe radioactivo que con tanta frecuencia veíamos en el cine que nos llegaba de los Estados Unidos. Un traje blanco y negro que le confería cierto aire de arlequín, cubierto por una capa roja con cuello de armiño. Sin embargo, lo que más había llamado mi atención del extraño sueño es que el monarca no estaba coronado, sino que en su cabeza fulgía la santa aura dorada, el nimbo de los iconos ortodoxos. Sobre su regazo descansaba, abierto, el grueso libro de ajedrez que estudiaba el niño que me había saludado poco antes.

Desperté entre divertido e inquieto. Una rara sensación que no experimentaba desde niño, cuando mi abuela interpretaba el significado de los sueños que le relatábamos mi hermano Viktor y yo. Había pasado mucho tiempo desde entonces, cuando nos sentábamos en la alfombra para escuchar sus historias, sentada en el butacón, junto al samovar. ¿Qué le habría parecido mi sueño? Sonreí. Una locura, posiblemente. Me levanté, cansado todavía, y volví a lavarme la cara para despejarme. Salí a la calle poniéndome el abrigo, había anochecido. Seguramente ya me estarían esperando. Me pareció que acortaría el camino yendo por el pasaje tras la tienda de comestibles que acababa de descubrir siguiendo con la vista a un gatito callejero. Avancé con paso ágil y fui a parar a una plaza apenas iluminada, algo mayor que la de la estatua de bronce. Enseguida llamó mi atención una casa de dos plantas, con evidentes señales de haber sufrido un incendio. Se trataba de un edificio abandonado, un esqueleto de piedra, su techo se había desplomado hacía años a causa del fuego. La negrura característica del humo que huye de la destrucción enmarcaba la puerta y las ventanas del piso inferior. Intuí una presencia a mi espalda y me giré lentamente. Un hombre se hallaba, como yo, contemplando la vivienda arrasada por el fuego, apoyado en la pared de una casa en cuyos balcones pendían pancartas en honor al ajedrecista de Zlatoust. Era un cuarentón canoso, muy moreno y no demasiado alto. Más que sus pobladas cejas, lo que me resultó más llamativo de su rostro fue su ignorante expresión de bondad e inocencia, casi infantil. Miraba con embeleso la ruina, con la boca abierta.

- Buenas noches.
- Me llaman Garry.
- Buenas noches, Garry. No soy de aquí y creo que me he perdido. ¿Me podrías indicar cómo llegar a la calle principal?
- Mi verdadero nombre no es Garry, pero todos me llaman Garry. La casa es muy bonita.
- Sí, debió de ser una casa preciosa. Me extraña que no la restaurasen para volverla a habitar.
- Vivo con mi madre. La revolución de 1985. Mi perrito se llama Tolia, Tolia, Tolia.
- Le quieres mucho, ¿verdad?
- Sí, Tolia es muy cariñoso. Muy bueno. Tolia –y se llevó la mano derecha a la mejilla.
- ¡Garry! ¿Qué haces a estas horas por aquí? Vamos, vete a casa. Seguro que tu madre está preocupada.

Acababa de llegar un hombre alto y fuerte, de gran corpulencia para los cincuenta y pico años que aparentaba. Garry miraba, con gran atención, y todavía con la boca abierta, el gran bigote blanco de aquel hombre, que se movía arriba y abajo al regañar al tonto del pueblo. Asintió, como el chico que ha sido sorprendido en una falta, bajó la mirada y se fue arrastrando los pies, perdiéndose rápidamente en la oscuridad de la noche.

- Disculpe al chico, no rige muy bien. Es tonto de baba. De babero, vaya, no sé si me entiende.
- No hay razón para disculparle de nada. Justo en ese momento empezábamos a charlar. Parece un buen muchacho.
- Sí lo es, sí. Todos le tenemos mucho cariño, aunque no tiene muchas luces. Pero, perdóneme, qué desconsiderado he sido. Permítame que me presente. Soy Lev Ivanovich Panov y usted debe de ser el forastero del que me ha hablado mi hijo. Por cierto, esto es para usted –y me entregó un sobre con el membrete de su filatelia, que contenía la serie fluvial prometida por su hijo.
- Encantado de conocerle, señor, y muchas gracias por los sellos. Esperaba presentarme ahora, en la taberna. Han sido ustedes muy amables conmigo. Ya se lo dije a su hijo, pero quisiera agradecerle personalmente el techo que me han ofrecido para pasar la noche e insisto en pagarle lo que consideren justo por la habitación.
- Por favor, usted no nos tiene que pagar nada. Sólo faltaría eso. Acompáñeme, deben estar esperándonos. Llegamos tarde... [CONTINUARÁ]

lunes, 23 de septiembre de 2013

Entrega de premios de La Microbiblioteca 2013



Este viernes, a las 19 horas, tendrá lugar el acto de entrega de premios de La Microbiblioteca en la Sala Salvador Allende de la Biblioteca Esteve Paluzie de Barberà del Vallès.

Si os apetece acercaros hasta allí para aplaudirnos a Xesc López, a Jordi Masó o a mí mismo, en calidad de premiados, o a la alcaldesa, en calidad de alcaldesa, seréis obsequiados con un ejemplar del libro recopilatorio de la segunda edición del microconcurso.

Cerrará el acto el espectáculo Shualeidoscopio, a cargo de Sandra Rossi.

viernes, 20 de septiembre de 2013

El rastreador

Le susurro algo a mi montura para tranquilizarla. El indio descabalga y corre hasta los restos de la hoguera. Remueve las cenizas, toma un tizón y lo estudia con detenimiento. Levanta la vista, el sol lo obliga a entornar los párpados. El rastreador deja que el aire abrasador del desierto le acaricie el rostro. Parece olfatear una presa invisible. Su perfil anguloso se muestra ante mí como una misteriosa máscara ritual, fascinante, recortada en cuero.

Acerca la oreja al polvo del camino, los ojos todavía cerrados. Escucha durante aproximadamente un minuto y se incorpora. Sin necesidad de interrogarle, me cuenta que son tres hombres, que nos llevan unas siete horas de ventaja. Que se dirigen a Arkansas. Retoma la auscultación del suelo pedregoso. Me informa ahora de que Virginia y Tennessee también se unirán a los estados confederados. Y de la batalla de Gettysburg y del asesinato de Lincoln dentro de dos años.

Quiero saber más. Pregunto por la invención del fonógrafo y, ya puestos, por la guerra de Cuba. Vuelve a pegar la oreja a las piedras. Sin éxito. Se confiesa incapaz de decirme nada nuevo. Entonces le ofrezco la cantimplora. Creo que ha llegado el momento de regresar.

viernes, 13 de septiembre de 2013

El Incorrector

Cogió de la pila la bandeja metálica, tan parecida a aquéllas que había utilizado durante años en el comedor del colegio de curas, y se incorporó a la cola. Tomó un panecillo, una manzana verde, un botellín de agua, los cubiertos y el vaso, una servilleta de papel y se hizo servir un plato de fideos caldosos y dos filetes de merluza rebozada con algo de ensalada. Pagó en la caja y buscó un sitio libre con la mirada. El comedor de la facultad estaba en su hora punta, los estudiantes comían comentando la última clase o la película de la noche anterior en un ambiente ruidoso como el de una acería. Algunos de ellos vestían batas blancas. Otros, solitarios, releían apuntes o le daban a la calculadora mientras se llevaban el tenedor a la boca sin apenas mirar el plato. Entre aquel mar de jóvenes hambrientos se distinguía alguna cabeza nevada de sabio profesor que también estaba dando buena cuenta de su almuerzo. Localizó un hueco que no parecía estar nada mal. Se dirigió hacia allí y, después de saludar y preguntar si estaba ocupada, tomó asiento en una silla al final de una de las largas mesas del comedor universitario, la que quedaba más apartada del resto.

Aquélla era su segunda expedición literaria. A pesar del pequeño fracaso que había constituido su primer trabajo de campo, decidió repetir la experiencia para empaparse de los pintoresquismos de la vida universitaria para esmaltar luego su narración con todos los detalles que pudiera retener del comedor. Su historia iba a girar alrededor de unos jóvenes ambiciosos que habían entablado amistad en la universidad y que, más adelante, se convertirían en poderosos empresarios. El protagonista, que todavía no tenía nombre ni tampoco sexo, acabaría siendo presidente y máximo accionista de una empresa de colchones. En una reunión informal con uno de sus antiguos compañeros de la facultad, ahora tiburón de la industria textil, tramarían un plan maquiavélico. El primero convencería a sus amigos colchoneros para que todos ellos adoptaran unas nuevas medidas estándares. De esa manera, produciendo únicamente colchones un palmo más anchos, un palmo más largos y tres dedos más altos, obligarían a los consumidores, a su vez, a comprar nuevos juegos de sábanas, ya que las que habrían usado hasta entonces no les servirían para nada. Gracias a esta estrategia comercial, quien quisiese renovar su colchón tendría, además, que adquirir nuevos juegos de cama, fundas de almohadas incluidas. El argumento aún no estaba del todo hilvanado y podrían añadirse nuevos elementos, como los productores de somieres. O hacer que también entrase en juego el ancho del casquillo de las bombillas y el consiguiente ensanchamiento de los portalámparas de las luces de las mesitas de noche. Una confabulación empresarial de cariz universal para renovar todos los elementos de los dormitorios. Había que pulir ese argumento tan prometedor, había que pulirlo, había que pulirlo.

Para su primera salida en busca de detalles para uno de sus cuentos anteriores, uno que iba de artistas y bohemios de diferente pelaje, se había disfrazado de moderno y se había adentrado en la noche del sábado con el objeto de absorber la esencia de las restauradas tabernas modernistas de la ciudad, que de un tiempo a esa parte funcionaban como locales de copas. Se había sentado al fondo de una de ellas y, libreta en ristre, se había dedicado a anotar las reflexiones, demasiado poéticas para su gusto, que le inspiraban el rótulo exterior de la puerta, de época; la decoración circense de la taberna; la mampara de cristal que separaba la entrada del interior del establecimiento; los motivos modernistas de la cristalera que daba a la calle y de la barra, esas ondulaciones de madera tan infrecuentes; los recortes de periódico con los cuales estaban empapeladas las paredes; el trapecio colgado del techo; o las dos jovencitas con pinta de lesbianas que bebían acodadas en un viejo piano que no tenía otra función que la de servir de mesa para quienes allí abrevaban. Pero el ambiente, ay, el ambiente nocturno de la ciudad no había podido captarlo en su totalidad por la abrupta irrupción de un grupo de tunos de la facultad de física. Un elemento discordante procedente del siglo diecisiete que se negaba a desaparecer dignamente como tantas otras cosas lo habían hecho ya, como el desplazarse en carruaje, el batirse en duelo o el arrojar por la ventana las aguas menores a la vía pública. Aquel insufrible combo fuera de contexto, integrado por personajes que impostaban un júbilo indecente y que nadie creía, unos con capas y traje tradicional y otros con jersey y tejanos, se dedicó a amargarles la velada a todos cuantos se habían reunido en local tan singular. No dejaron canción por tocar de un repertorio que apenas había experimentado cambios en los últimos cuatro siglos. Se permitieron, incluso, dedicarle al escritor de incógnito una popular tonada felicitándole un cumpleaños que no había de celebrarse hasta dos meses y medio después. Negros nubarrones, como los pulmones de un minero galés jubilado prematuramente por la silicosis, se cernieron sobre su proyecto literario de captar el ambiente de los modernillos de fiesta en un local de copas con regusto añejo. Cuando los músicos comenzaron a pedir jarras de cerveza se dio cuenta de que la cosa iba para largo y un escalofrío le recorrió el espinazo. Sólo halló una explicación coherente a que los dueños del establecimiento no los hubiesen echado a patadas y, en su lugar, se limitasen a bajar el volumen de la música para que los parroquianos pudiesen disfrutar mejor de la acústica de las bandurrias y de las panderetas: las alegres palmas que daban los guiris jaleando a los talluditos miembros de la tuna. Ellos sí parecían disfrutar y, cosa determinante, no paraban de consumir al empalagoso estribillo de Clavelitos. Se echó al coleto cuatro cubatas de Red Bull, a razón de seis euros el trago, a la espera de que el grupo se disolviese. Daba dos golpes con el vaso largo en el mármol blanco de su mesa y, sin pronunciar palabra, el camarero acudía solícito ya con la consumición preparada y la cuenta. En vano. Los tunos se habían hecho fuertes junto a la barra y su estratégica posición, lo más próxima posible al alcohol, dificultaba una huida en condiciones. No eran tontos, no. Cuando ya no pudo más, y se jactaba de tener una paciencia casi comparable a la del santo Job, decidió que había llegado la hora de retirarse. Se guardó la libreta en el bolsillo interior de la chaqueta y abandonó la taberna a codazos con evidente fastidio, tratando de abrirse hueco entre tanto tuno.

Ya en la calle se decidió a coger el autobús nocturno, con la esperanza de recoger nuevo material para ese relato noctámbulo suyo. Era un medio idóneo para el estudio de fiesteros noctívagos en retirada. Sin embargo, la presencia de una escandalosa pareja de africanos, la cual no paró de discutir a voz en cuello durante los más de treinta y cinco minutos que duró el trayecto, no sólo lo privó de la mínima concentración requerida para llevar a cabo su cometido sino que también le impidió centrarse en una tarea tan simple como pudiera ser el poner en orden sus anotaciones. Más de media hora de murga ininterrumpida, de cháchara insoportable para quien, como él, traía la cabeza como un bombo de la taberna transformada en sala de conciertos tuneros. La atractiva negra, entrada en carnes y grasas, llevaba un vestido tan corto por arriba que enseñaba las copas de su sujetador de leopardo y tan corto por abajo que mostraba sin recato unas bragas negras y transparentes que hubiesen hecho las delicias de cualquier adolescente con mucho amor propio. Llevaba unas extensiones rizadas de color trigo maduro. Estiró las piernas y las dejó descansar en el asiento libre que había delante de ella. Calzaba unos zapatos blancos de tacón con más mierda que el rabo de una vaca. Tenía unos muslos enormes y poderosos, tan saludables y apetecibles, capaces de dejar exhausto y sin aliento a cualquiera que quedase aprisionado entre ellos. Cuando la discusión parecía haber cesado, arrancaba de nuevo y la mujer comenzaba a darle voces a su compañero, un negro pelón de camisa morada y con los dientes separados. Éste le daba la réplica en un inglés nasal tan rudimentario como el de ella, un inglés africano que les servía para reñir y hacer las paces de manera casi simultánea, para volver a pelear y para reconciliarse y dedicarse unos cuantos achuchones acto seguido. Se gritaban con odio y se abrazaban y reían después. Una loca vorágine de sentimientos que nadie estuvo dispuesto a interrumpir. Nadie quiere problemas. Y menos a esas horas y en un medio de transporte público.

Agudizó el oído. Uno de los jóvenes de la mesa, con greñas sucias, hablaba con aire prudente, como conspirativo, de un invento tecnológico revolucionario mientras se disponía a devorar una hamburguesa con patatas. Para ello, Hamburguesa con Patatas hubo de interrumpir una charla banal que el grupo sostenía sobre la exnovia de Calamares a la Romana, quien se mostraba un tanto avergonzado por el episodio que le había tocado vivir. Por lo visto, Calamares se encontraba cierta mañana haciendo cola en la pollería con su actual pareja cuando una exnovia despechada había hecho inesperado acto de presencia en el comercio para pedirle que saliese un instante y poder así ambos hablar de algo importante. Al poner objeciones a ese aparte, la novia del momento había tenido que escuchar lindezas de su rival del tipo “ignoraba que (Calamares) tuviese complejo de Edipo” o “¿sabías que tu novio estuvo follando conmigo el miércoles al mediodía?”. “Me extraña, porque el miércoles al mediodía precisamente me estaba follando a mí”, había respondido con descaro la otra. La discusión, embarazosa de por sí para el objeto de la disputa (Calamares, como ya se dijo), se había convertido en particularmente incómoda al producirse en el marco indicado, esto es, una tienda llena de pollos colgando de ganchos y marujas dispuestas a difundir lo presenciado allí, como apóstoles del chisme. Para recrear el ambiente universitario, se había dicho el escritor de cuentos, estaría muy bien reproducir algunos de los temas de conversación que se desarrollasen en el comedor de la facultad, tan necesarios para darle veracidad al relato, a su modo de ver, como las descripciones de los estudiantes, de los camareros que iban y venían recogiendo y vaciando las bandejas, o de la aséptica decoración de la sala. Tomaba nota mental de todo lo que allí ocurría. Pondría la anécdota de la pollería en boca de uno de los protagonistas en su época universitaria. De la del fabricante de somieres, decidido. No hubiese sido ni elegante ni discreto sacar su libreta de notas, no. La espontaneidad de las conversaciones se habría visto reducida considerablemente si los jóvenes alumnos lo hubiesen observado escribir en ella.

- … tendríamos que ponernos a trabajar en ello ya –interrumpió Hamburguesa con Patatas, convertido ya en Flan Mandarín.
- Antes de entrar en cuestiones de programación pienso que deberíamos abordar lo del diccionario de términos –propuso Calamares a la Romana, algo aliviado pero, a la vez, disgustado por haber visto interrumpida la narración en la cual desarrollaba un papel de objeto de deseo de dos mujeres dispuestas a lo que fuera por él. El sueño de cualquier hombre que no trabajara en Telecinco, vaya.
- Sí, tienes razón en eso, lo del diccionario no puede dejarse para el último momento –le dio la razón Flan Mandarín, misterioso.
- Pues en mi opinión lo prioritario es ponernos con la programación, a ver si vamos a ser incapaces de llevarla a cabo y todo el faenón que pudiese darnos el diccionario no nos vaya a servir para nada –objetó Sopa de Fideos quien, o comía más lento que el resto o se había incorporado más tarde al grupo.
- ¿Se puede saber de qué estáis hablando? –interrumpió Morcillas de Arroz.
- Del Incorrector –aclaró Sopa de Fideos. Hablaban muy bajito, como si tuviesen en mente apuñalar al César al salir del anfiteatro.
- ¿De qué? –insistió.
- Del Incorrector de Word –hubo de repetir Sopa de Fideos, en vista de que la aclaración anterior no había sido tal. Y, al darse cuenta por la boba expresión de su vecino de almuerzo de que no había aportado ningún dato nuevo a lo que acababa de decir, se vio en la obligación de añadir alguna información complementaria–. Una aplicación que queremos programar, ver si nos puede servir como proyecto, de paso, de fin de carrera y luego registrarla en la oficina de patentes para comercializarla después –y subrayó esto último con un sonoro shhhhruuup que hizo desaparecer, absorbido entre sus labios a la francesa, un fideo juguetón que le colgaba del belfo.
- Y forrarnos con ella –apostilló Calamares a la Romana.
- Eso, y forrarnos, y forrarnos, por supuesto –convino Sopa de Fideos.
- Ah, pues no tenía ni idea. Explicadme más, por favor, que el tema me interesa –Morcillas de Arroz parecía vivamente fascinado, tanto o más que el cuentista a la captura de pintoresquismos estudiantiles, quien estiraba el cuello para no perder ripio.
- Claro que sí, hoy pensábamos ponerte al corriente porque nos gustaría que fueses tú quien coordinase el trabajo del diccionario –se añadió Redondo de Ternera, que hasta ese instante había permanecido en un discreto segundo plano–. El Incorrector será una herramienta utilísima que funcionará del mismo modo, si bien a la inversa, que el Corrector de Word. El principio y la mecánica son los mismos.
- Ajá.
- Queremos crear un programa que sea compatible con Word y con los móviles y otras aplicaciones y dispositivos electrónicos de última generación que permiten el envío de mensajes. Un programa que te traduciría un texto escrito correctamente, un cuento de Tolstoi o de cualquier otro ruso, pongamos por caso, con su padre de familia ahorcándose en la leñera después de haber cometido una atrocidad enorme, la que sea, como haber matado a sus hijos, eso es, y lo alteraría de manera que podría ser enviado con toda tranquilidad como sms de un teléfono a otro o a una PDA. Fácil –Flan Mandarín ya no era tal y andaba hurgándose entre dientes con un palillo.
- Y con el Word funcionaría del mismo modo –comenzaba a comprender la esencia del invento.
- Exacto. Introducirías las frases bien escritas que quisieses traducir para que fuesen entendidas, por ejemplo, por los foreros y chateadores en Internet. Sencillo. La máquina te subrayaría en rojo los términos correctos y te propondría las alternativas, esto es, sustituyendo las ces por kas, cambiando uves por bes, comiéndose muchas letras y añadiendo o quitando haches al tuntún. Luego ese texto, mediante corta y pega, lo podrías enviar a los foros para que todo el mundo en la red pudiese entenderte –Morcillas se iba haciendo una idea de todo lo que le habían explicado Calamares y Sopa de Fideos y cabeceaba de tanto en tanto para hacer patente su conformidad con lo que estaba escuchando.

La explicación se prolongó, en los mismos términos, durante unos diez o quince minutos más. Acabaron de repartirse las tareas y quedaron en reencontrarse en el mismo lugar a la misma hora, emplazándose para el miércoles siguiente. El escritor había asimilado con excitación la mayor parte de los datos que habían sacado a relucir a lo largo de la conversación. Para él, haber coincidido con ese grupito de alumnos era como haberse citado con la Historia, como haber estado presente en el cuarto de uno de aquellos muchachitos patilludos y emprendedores en el momento en el que le habían propuesto a un amiguete encerrarse en el garaje con sus prototipos descabellados para acabar fundando una multinacional como Hewlett-Packard. Estaba convencido de hallarse delante del equivalente patrio de los jovenzuelos visionarios que impulsaron lo que hoy es Silicon Valley. Claro que esta apreciación, justo es reconocerlo, estaba fuertemente mediatizada por su imaginación hiperactiva de creador de historias. Jugueteó distraídamente con la monda de su manzana verde hasta que el grupo se marchó. A alguna clase, supuso. En efecto, de eso debía de tratarse puesto que el bar se había despoblado de repente. Se levantó y llevó la bandeja hasta el carrito metálico donde yacían sus compañeras todavía con platos vacíos y vasos volcados encima. Descartó la idea de los colchones, de las sábanas y de los somieres. Y de los portalámparas. Por infantil. Aquellos alumnos de la facultad le habían regalado un relato mucho mejor, una historia de superación personal y ambición empresarial como pocas. Algo juvenil y moderno. Sólo tenía que añadirle una chica al texto y dotarlo de alguna escena de sexo extremo servida en cuentagotas. Salió apresuradamente del comedor, encendió un cigarrillo y se sentó en un banco de la calle para tomar nota de todo lo que acababa de escuchar.

viernes, 6 de septiembre de 2013

Las pantorrillas

Le conté al médico que sentía como un hormigueo en las piernas, concretamente en las pantorrillas. Supongo que quienes van al gimnasio con cierta regularidad le habrían dicho que en los gemelos. No es mi caso, aunque sé que por ahí andan. Después de hacerme unas cuantas preguntas, más protocolarias que otra cosa, el doctor me instó a que me subiera ambas perneras hasta la altura de las rodillas y me tumbase en la camilla boca abajo. Y eso fue lo que hice.

Tras unos segundos de valoración y diagnóstico, las fue cogiendo con las pinzas que había sacado de un cajón del único armario de su consulta y las metió, una a una, en un tarro de cristal, parecido a los de mermelada. Cuando terminó, me mandó incorporarme y ponerme bien los pantalones. Me sentía mucho mejor, sentado en la camilla, el picor había desaparecido ya. "Aquí tiene", me dijo, ofreciéndome el tarro, "puede soltarlas en el parque", aunque yo preferí llevármelas a casa. En el fondo, ignoro por qué tomé esa decisión. Quizás fue que les acabé cogiendo algo así como cariño, no sé. Las tengo en un terrario y mis compañeros de trabajo y el propio doctor, con quien me acabó uniendo una gran amistad, las vienen a ver de vez en cuando.

miércoles, 7 de agosto de 2013

En septiembre... más grimas y más leyendas


Dentro de unas semanas, más historias. Aprovecho este parón para agradeceros a todos las casi veintitrés mil visitas desde que me decidiera a abrir estas Grimas y leyendas. Gracias, gracias, amigos. Volveremos a reencontrarnos en septiembre...

PD. Efectivamente, he aprovechado el texto del verano pasado. El mínimo esfuerzo me ha parecido el mejor homenaje que podía hacerle al mes de agosto.

Foto: Ortzi_84

martes, 23 de julio de 2013

Popurrí melvilliano

- ¡Arponéala de una maldita vez! –gritó, enloquecido, Ahab.
- Preferiría no hacerlo –contestó Bartleby con tranquilidad pasmosa y sin intención de abandonar el remo.
- ¡Manda al infierno a ese condenado demonio! –rugió el anciano, golpeando con su pata astillada el fondo del bote.
- Preferiría no hacerlo –repitió Bartleby con su proverbial apatía, sosteniendo el brillo diabólico y demente en la mirada del capitán cuya obstinación los había llevado a tan crítica situación.

Se levantó del banco de proa el favorito Billy Budd, tan honesto él, tan hermoso, y, haciéndolo a un lado, cumplió la orden dada. La Ballena Blanca, herida en el costado, se sumergió dando un fuerte coletazo. Como es sabido, el cabo se enroscó al cuello del desquiciado Ahab en su intento de destrabarlo y liberar el tobillo del modélico Billy Budd, también aprisionado. Entonces alguien, sin demasiada convicción, había pretendido que Bartleby cortara el cabo temiendo que el cetáceo arrastrara hasta el fondo, sin remedio, a ambos hombres en su desesperada huida.

La tripulación vitoreó al marinero cuando volvió a escucharse, elevándose por encima del rugido del mar embravecido, su celebrado “prefería no hacerlo” para luego, ya a bordo del Pequod, remojarlo en ron.

lunes, 15 de julio de 2013

Vibra el móvil

Hace muchísimos años, cuando apenas era un crío, vi por televisión el capítulo de una serie (si no fue La dimensión desconocida tuvo que ser La hora de Alfred Hitchcock) que me impresionó profundamente, hasta el punto de tener su recuerdo presente incluso a día de hoy. Una criatura, diría que una niña aunque bien podría haber sido un mocoso quien protagonizara la historia, hablaba, a través de un teléfono de juguete, con su abuela recién fallecida. Los adultos, en principio, la miraban con ternura creyendo que se trataba de una instintiva defensa psicológica de la niña, la cual estaría, de algún modo, intentando superar la ausencia del ser querido. Hasta que la frecuencia de las conversaciones conseguía, por lógica, preocuparlos. Al final, uno de esos adultos, el padre seguramente, descolgaba el auricular y descubría que las conversaciones habían sido reales desde el primer momento y que no eran una ilusión de una cría traumatizada.

He intentado recordar alguna otra película, alguna otra imagen que haya conseguido aterrorizarme más durante todos estos años y ninguna me ha venido a la mente. Tanto como aquel episodio no, desde luego. Por eso ahora, cuando vibra el móvil y veo parpadeando el nombre de mi padre, me recorre el cuerpo un escalofrío. Es tan cierto eso de que no se echa a alguien de menos hasta que lo pierdes... Y lo de que sólo se valora aquello que ya no se tiene. Lo peor de todo es que, aquí, encajonado y sin apenas oxígeno, no puedo responder a su llamada. Ahora que lo pienso, esas historias de teléfonos que, olvidados en los bolsillos de sus difuntos propietarios, sonaban en los velatorios o en el interior de los nichos también consiguieron, en su día, aterrarme. Ahora ya no.

miércoles, 10 de julio de 2013

El botánico aficionado

En cuanto tenía un rato libre se detenía delante del tiesto y contemplaba con embeleso cómo la mata crecía, milímetro a milímetro, con un orgullo muy parecido al del padre que presume de los progresos de su hijo delante de los compañeros del trabajo. Abría una pequeña sillita plegable, de ésas de costurera de posguerra, y se sentaba junto a la maceta pintada de rojo para leerle suavemente a la planta, como en un arrullo mimoso, algunos capítulos de una vieja enciclopedia ajedrecística, de cuyo título nadie había oído hablar jamás. La había comprado en una librería de lance y había pertenecido a un tal Silverio H. Morales (alguien, al menos, se había entretenido en escribir en lápiz dichos nombre y apellido en unas irregulares mayúsculas en el ángulo superior derecho de la primera página del grueso volumen) o los análisis de las partidas más atractivas de los números más recientes de la revista Jaque. Había escuchado en algún lugar que no conseguía recordar que hablarle a las plantas les servía de estímulo para su crecimiento. Y se aplicaba en ello del mismo modo que esparcía la fina capa de paja para mantener la humedad de la tierra y la regaba periódicamente, y siempre a primerísima hora de la mañana, porque había oído decir al presentador de un popular programa de la televisión, un tipo cuyo aspecto frisaba en los cuarenta cuando debía de tener cumplidos los sesenta, que, de esa manera, las plantas se hidrataban mejor durante el calor del mediodía.

Precisamente había sacado de la entrada Ajedrez y botánica de ese tomazo enciclopédico de tapa dura, firmada por Aleksandr Aboguin y un tal Dr. Kirílov, la idea para su proyecto, que desarrollaba, según afirmaban los autores rusos, un originalísimo experimento de un religioso agustino discípulo de Mendel. Consagraba así los días a su proyecto y sólo su sobrino de ocho años tenía alguna remota noticia de su secreta actividad. En realidad, el chiquillo no sabía nada, sencillamente lo veía trajinar arriba y abajo con los libros o con la regadera en las contadas mañanas en que sus padres, su hermana y el gordo desabrido con quien había contraído matrimonio hacía diez años en Calzadilla de los Hermanillos, se lo dejaban porque debían hacer algún recado. El niño jugaba con los muñecos articulados que había traído de casa y lo dejaba tranquilo con lo suyo en la terraza. Pasaron los días y pasaron las semanas. El diámetro del tallo se ensanchaba a ojos vistas y de la mata fueron saliendo unas ramitas que enseguida se cubrieron de pequeñas hojas con forma de corazón de color verde aceituna veteadas en blanco y negro. El botánico aficionado pulverizaba diariamente aquellas hojitas cardiáceas y les sacaba brillo con un paño limpio con una dedicación que hubiese hecho enrojecer de vergüenza por descuidado al coleccionista de mariposas más escrupuloso. Tiempo después, cuando la planta había alcanzado unos dos palmos de altura y el ritmo de las sesiones de lectura se había incrementado hasta llegar a la media hora diaria, ésta comenzó a dar los primeros frutos. En los extremos de las ramas aparecieron unos brotes oscuros, también alguna florecilla blanca, que muy pronto se convirtieron en alfilitos negros de madera barnizada, muy parecidos entre sí y que recordaban mucho a aquél plantado hacía ya unas cuantas semanas en la maceta. ¡Bendito discípulo de Mendel y benditos Aboguin y Kirílov por transmitir los conocimientos de éste! Las flexibles ramitas soportaban bien el peso de las piezas pero, conforme éstas iban creciendo hasta alcanzar su plena madurez, se combaban ligeramente hacia abajo. El excitado botánico lloró de contento cuando el primero de los alfiles negros cayó por su propio peso encima de la paja húmeda. Le dio cera para muebles y lo metió en una caja de madera con el interior forrado de terciopelo rojo que había comprado expresamente para depositar allí la que sería su primera cosecha de piezas de ajedrez. Luego cayó el segundo y, pronto, el tercer y cuarto alfiles pasaron a hacerles compañía en aquella caja tan especial. La planta dio en total nueve piezas menores. Presa de una incontenible excitación por el milagro obrado, pasó tardes enteras leyéndole a una planta que, por desgracia, ya no volvió a dar más fruto.

Lejos de descorazonarse, el primer sábado que tuvo libre se fue al centro comercial más cercano y cargó en la parte trasera del coche una docena de tiestos idénticos al que había utilizado para plantar su mata de alfiles negros. También compró sacos de una tierra especial, rica en nutrientes, y dos litros de fertilizante para plantas. Acarreó las macetas hasta el balcón de casa, vació en ellas los sacos y en cada una practicó un agujero donde introdujo un rey blanco, un rey negro, una dama blanca, un alfil blanco, un caballo negro… y así hasta que todas las macetas tuvieron su simiente. Poquito a poco fueron asomando los tallitos verdes, tímidos, como las lombrices ciegas que se abren paso a través de la tierra húmeda hasta alcanzar la superficie. Puso entonces en práctica todos los conocimientos atesorados tras la primera experiencia, cada vez más perfeccionados, lógicamente, más otros adquiridos tras la lectura de los libros de jardinería que había ido sacando de la biblioteca pública del barrio y con las respuestas a las preguntas con las cuales solía acribillar a la navarra del séptimo segunda, poseedora de un balcón florido de escándalo, envidia de todo el vecindario, en cada ocasión en que ambos se encontraban en el ascensor. Orientó los tiestos de idéntico modo a como lo había hecho con la mata piloto, de manera que las plantas aprovecharan al máximo la luz solar y, después de regarlas a primera hora de la mañana (había introducido, por consejo de la vecina hija de la villa de Zubiri, un tapón de abono una vez a la semana, que diluía por cada tres litros de agua), las colocaba en semicírculo alrededor de su sillita de costurera, como si los tiestos fuesen los miembros de una coral y él su director, y les leía los artículos de la enciclopedia dedicados a Mieses o a Lasker o a Bogolyubov o a cualquiera de los campeones con patillas de lince encumbrados hasta lo más alto a finales del siglo XIX y los comentarios a las partidas que habían significado el triunfo de Aronian en tal o cual torneo de república báltica publicados en las revistas especializadas. Las plantas parecían agradecerlo y crecían lozanas, más hermosas incluso que la primigenia mata de alfiles negros que se había negado a dar, por algún motivo desconocido, más piezas. Salieron los primeros brotes y las hojas, con sus vetas blancas y negras. También floreció, si bien a un ritmo algo más lento, un caballo de marfil blanco que había plantado como prueba en la duodécima maceta. Había querido experimentar con nuevos materiales, con trebejos que no fuesen de madera, dado que la enciclopedia nada decía sobre ese particular. Así que también crecía robusta la planta del caballo de marfil… Entusiasmado por el inesperado éxito, el botánico aficionado empezó a darle vueltas al asunto y llegó a la conclusión de que podría sacarle un rédito económico al productivo experimento y a tanto esfuerzo. Dejó la parte científica, la que en principio le había animado a emprender tal empresa, a un lado, y, como la lechera del cuento, se concentró en cómo podría sacarle el mayor rendimiento a los frutos de su pequeño jardín. Con su método botánico revolucionario obtendría piezas perfectas y únicas de madera barata o de materiales menos asequibles, como el marfil o el ébano o el palo santo, sin apenas coste y podría venderlas a precios que acabarían reventando el mercado y arruinando al resto de fabricantes. Ya los llamaba, para sí, la competencia, sin haber entrado todavía en el circuito comercial, y así mismo se refería a ellos cuando los nombraba a las plantas que crecían ufanas en las macetas de la terraza, ya que había incorporado todo este discurso comercial a las charlas ajedrecísticas con las cuales pretendía favorecer su crecimiento.

Compró nuevas cajas forradas en terciopelo. Hizo números con los precios de venta de los juegos de piezas en las tiendas y a cuánto tendría que comercializar los suyos para obtener el máximo beneficio y se puso entonces con los pertinentes estudios de mercado. Calculó los juegos que podría vender al año y cuánto debería incrementar la producción para satisfacer la elevada demanda de clubes y aficionados que preveía. Con la satisfacción que da recoger el premio del trabajo bien hecho y el sentirse ya un pequeño pero floreciente empresario, aunque todavía sin empresa, una mañana observó cómo las nuevas piezas ya habían adquirido su forma definitiva y que pronto estarían listas para su recolección. Tan eufórico estaba que se las dejó ver al sobrinito cómplice, para quien las figuritas colgando en las ramas no eran sino un remedo bastante cutre de los adornos que embellecían el árbol de Navidad. Sin embargo, observó desazonado que dos de sus plantas se comportaban de un modo anómalo. Tres si contaba la del caballo de marfil, pero el desarrollo más lento de ésta parecía, hasta cierto punto, dentro de la lógica por la singular naturaleza de la simiente. De las matas que habían brotado de los peones blanco y negro plantados hacía semanas florecían, de modo desordenado, pequeños caballos, alfiles, torres y damas al mismo ritmo que lo hacían las piezas de los otros tiestos. ¿Qué explicación podría tener ese extraño desarrollo? Corrió a la enciclopedia a repasar el artículo dedicado al experimento del agustino austríaco, firmado por aquella pareja de rusos cuyos nombres parecían sacados de un cuento de Chéjov, un texto que conocía prácticamente de memoria, sabedor, en el fondo, de que no iba a arrojar nueva luz al asunto. Tampoco encontró nada en los libros de botánica de la biblioteca ni la vecina del séptimo supo darle mayores razones cuando le planteó el problema de manera velada, trufándolo de vaguedades para no desvelarle el secreto de su futura fortuna. Un día, al llegar a casa de vuelta de la biblioteca, recogió las piezas maduras que habían ido cayendo y se dispuso a encerarlas antes de guardarlas en sus respectivas cajas. A pesar de que tan sólo habían transcurrido unas pocas semanas desde los primeros resultados de su experimento botánico, una sombra de preocupación le velaba la mirada y la inicial expresión de jubilosa excitación por las piezas obtenidas había sido sustituida por otra de desaliento. Era descorazonador: si no conseguía producir peones de alguna manera todos sus planes se irían al garete. Había tomado conciencia de que corría el riesgo de estar reproduciendo el cuento de la lechera punto por punto, fracaso final incluido.

Enterró en cuatro maceteros diferentes peones pertenecientes al mismo juego antiguo que ya había utilizado la ocasión anterior y compró otro nuevo, también de piezas de madera, y los plantó a su vez. Y peones de alabastro, y de plástico, y de muchos otros materiales, con la esperanza de dar con la clave del problema. Mientras algunas de las piezas conseguidas mediante su método jardinero iban dando sus frutos tras replantarlas en tiestos que habían quedado vacíos, de las matas de los peones seguían saliendo sólo caballos, torres, alfiles y, sobre todo, damas. A pesar de que los cuidados comunes seguían siendo los mismos para todo tipo de plantas (tierra, fertilizante, horas de sol y orientación de los tiestos, limpieza de las hojas y ocasional uso de insecticidas para prevenir el ataque de orugas, pulgones y moscas blancas), a ellas, a las plantas de los peones, les dedicaba lecturas específicas cuando terminaba la general y les leía en voz alta artículos sobre los principios básicos de los finales de peones, sobre las estructuras de peones a evitar durante el medio juego de las partidas y sobre cómo sacar partido a las posiciones con peones centrales aislados y adelantados. Ni con ésas. Las matas que brotaban de caballo plantado daban caballos, alfiles las de alfil, reyes las de rey. Y las de peón, de casi todo menos peones. Porque reyes tampoco daban, eso sí, era algo que había observado con la primera planta que le había salido rana.

“A lo mejor el hecho de que de las plantas de los peones no salgan tampoco reyes quiere significar algo”, se dijo un día, durante el transcurso de una partida de ajedrez con su sobrinito, pensando más en su ambicioso proyecto, que se iba al traste prácticamente sin haber llegado a arrancar, que en el mismo juego. Tabaleaba los dedos en la frente como si pensara la mejor respuesta a los inofensivos movimientos del crío cuando, en realidad, las complicaciones del juego no le preocupaban lo más mínimo. Se iba dejando todas las piezas después de errores de bulto que ni un párvulo cometería y el niño de ocho años lo ganaba casi sin querer puesto que apenas sabía jugar. Tal era la preocupación del botánico empresario. Y tantas vueltas le dio al asunto que llegó a la conclusión, desesperado, de que la respuesta no iba a encontrarla en los libros de jardinería ni en las vecinas de balcones envidiables ni en los programas presentados por populares rostros televisivos sino en el mismo juego, en las leyes del ajedrez. Coincidiendo casualmente con lo que creyó una revelación, la explicación al fiasco de su proyecto empresarial, el niño avanzó el peón que tenía en séptima fila y lo coronó. Quiso promocionarlo y pidió otro rey. Él le explicó que lo que pretendía no podía ser, era imposible transformar el peón en rey al llegar a la última fila. Los peones se convertían en lo que uno quisiese, en una dama, en un caballo, en una torre, en lo que le diese la gana… menos en un rey… o en otro peón… y, diciendo esto, su rostro, de pronto, se contrajo en una mueca extraña, resumen del caudal de sensaciones contradictorias que lo dominaron súbitamente… el alborozo de haber dado con la clave, la alegría y la satisfacción experimentadas entraron en profunda contradicción con el desencanto que sentía, con la impotencia y el desengaño producidos por el hecho de comprender que su ambicioso proyecto estaba irremisiblemente condenado al fracaso y nunca podría ser llevado a buen puerto. “Cualquier pieza menos un rey o un peón”, repitió lentamente, pero esta vez para sí, como si estuviese solo y, entonces, estalló en una carcajada desproporcionada, incontrolada, fuera de lugar. El sobrinito lo miró con los ojos muy abiertos y empezó a llorar muy, muy asustado.

jueves, 27 de junio de 2013

Parque de atracciones

Ando con dificultad, meciéndome de izquierda a derecha. Me paro delante de la noria, resoplo por el esfuerzo y contemplo, allí abajo, mis piernas cortas y combadas que no son más que un paréntesis bufo. Los pies diminutos y contrahechos que apenas me sostienen en un equilibrio inestable. Las manos y los dedos que, por el contrario, son largos como pálidos sarmientos. Con ellos palpo mi frente abultada, mi cabeza monstruosamente ancha, mi boca de pez y mis ojos de topo. Cada nuevo hallazgo en mi anatomía constituye una sorpresa y es para mí motivo de espanto y horror. Porque yo, antes de entrar en el laberinto de los espejos, no era así.

miércoles, 19 de junio de 2013

Pasatiempos

Consciente de que la función principal de los pasatiempos no es otra, precisamente, que la de conseguir hacerles pasar el tiempo a los lectores, el director decidió, de un día para otro y sin previo aviso, esconder el crucigrama, el autodefinido y el problema de ajedrez entre las páginas de su diario. Tal cual. Suprimió la sección de pasatiempos y los fue ubicando, por separado, en las páginas más inverosímiles del periódico. Un día publicaba el autodefinido en los deportes, otro como si fuese un anuncio más de contactos y, el siguiente, en la sección de sucesos. Llegaron a la redacción numerosas cartas de los lectores felicitándolo por la iniciativa: el tener que buscar el crucigrama por todo el periódico, antes de resolverlo, se había convertido en un reto diario, en un pasatiempo más.

Quiso entonces el director rizar el rizo. Decidió, así, que las soluciones publicadas no correspondiesen a los pasatiempos del día, ni siquiera a los del anterior sino a los que aparecerían dentro de una o dos semanas. Las soluciones inútiles lo complicaban todo un poco más. Volvieron las felicitaciones, más entusiastas, si cabe. Si los lectores se mostraban así de satisfechos por las dificultades, cada vez mayores, que les planteaba, quizás había que dar una nueva vuelta de tuerca, pensó. Así que cambió de casilla los alfiles y los peones del problema de ajedrez, en internacional, y también el enunciado, en el que se leía que las blancas daban mate en cuatro cuando, en realidad, las negras alcanzaban las tablas después de una precisa maniobra. Intercambió las definiciones del crucigrama de espectáculos con las del autodefinido de política nacional. ¡Aquéllos sí que eran verdaderos pasatiempos!, se felicitaban los lectores y uno o dos llegaron a enviarle al director una botella de vino tinto agradeciéndole los esfuerzos por potenciar su sección favorita de la prensa escrita. Y, ojo, no cualquier vino, no. Vino del bueno.

martes, 11 de junio de 2013

Los sordomudos

Si me decido a sentarme a escribir lo que pasó aquel domingo es con el convencimiento de que todo aquello, por fuerza, ha de haber prescrito ya. Quiero decir que si lo cuento no es porque me sienta especialmente orgulloso de lo ocurrido ni creo que ninguno de quienes intervinimos pueda o deba estarlo. Tengan en cuenta que sucedió hace mucho, muchísimo, el domingo después de que Rubén Cano vengara en el campo del Estrella Roja el funesto gol de Katalinski, aquel futbolista yugoslavo de infausto recuerdo cuya diana enterró la ilusión de tantos españoles de ver a su selección disputando el Mundial de Alemania. Vestía yo en esa época con pantalones acampanados y chupas ajustadas, llevaba el pelo demasiado largo y lucía unas patillas más propias de un bandolero de Sierra Morena que de un universitario cabal. Por aquel entonces, con apenas veinte años recién cumplidos, yo ya había visitado la comisaría en cuatro ocasiones en los últimos tres meses. Tenía la costumbre, quién sabe si mala, de dar un paso al frente, en mi calidad de secretario de la asociación de vecinos, cada vez que la pasma preguntaba quién era el portavoz de aquellos grupos de ciudadanos que ocupaban distintos edificios, hasta hacía nada gestionados por diferentes secretarías y secciones del Movimiento, reclamando más servicios para el barrio. También había sido yo el que alentara a mis compañeros de la facultad de económicas a encerrarnos en el decanato. En aquella oportunidad, nos había recibido el propio decano para negociar las condiciones de la protesta, en su despacho, sentado en un extremo de la interminable mesa que lo presidía. Nos invitó a tomar asiento, éramos una treintena de estudiantes descontentos, y, tras levantar el auricular de su teléfono rojo, marcó el número del bar de la facultad y habló con el dueño. "Traiga whisky para todos", había dicho antes de animarnos a exponer nuestras reclamaciones. Otra época, otros tiempos. Sí, ¡qué tiempos!, fascinantes, pienso ahora con admiración y todavía con algo de incredulidad. Tan lejanos y, a la vez, tan próximos. Parecen continuar ahí, a la vuelta de la esquina. Tiempos de transición e inestabilidad. De políticos voluntariosos, llenos de ideas, aficionados e inexpertos; de comisarios torturadores que intentaban reciclarse encontrando su lugar dentro de la incipiente policía democrática; de jóvenes idealistas y provocadores que colgaban banderas del Vietcong en las universidades y preparaban paquetes bomba de broma con el objeto de reírse del sistema, personificado en unos esforzados artificieros que se cagaban en todo cuando el muelle de su interior, tras ser abierto el bulto sospechoso con tantísimas precauciones, salía volando por los aires; y de ajedrecistas amateurs con poco nivel de juego, nulo conocimiento de la teoría de las aperturas y muchas ganas de disfrutar con los amigos delante de las sesenta y cuatro casillas. Tiempos en los cuales las competiciones por equipos se jugaban sin árbitros en las salas de juego, una ronda en casa y la siguiente en la de tu rival. Tiempos cargados de nostalgia y añoranza y, como digo, prescritos. Para bien o para mal.

El domingo siguiente al célebre botellazo al malagueño Juanito en Belgrado, debíamos enfrentarnos al primer equipo de la asociación de sordomudos. Tenían una sección de ajedrez que venía a ser como el actual club de la ONCE sólo que allí jugaban, lógicamente, ajedrecistas con esa discapacidad auditiva. El local estaba en la planta baja de un edificio antiguo del barrio marinero. Después de presentar ambos delegados las listas de jugadores y las alineaciones, los ocho nos sentamos, frente a nuestros rivales, en otras tantas mesas dispuestas en una larga fila. Recuerdo cómo Rafa de la Torre agarró una torre blanca y la plantificó delante de las narices del contrincante de turno mientras silabeaba lentamente su apellido cuando éste le preguntó, por señas y como pudo, su nombre para rellenar la planilla. Le di un codazo prudente para darle a entender que se disponía a jugar contra un joven con una discapacidad ajena por completo al retraso mental. No captó mi intención y siguió así hasta que el otro, por fin, apuntó correctamente el de la Torre en su planilla. Empezó el enfrentamiento, que se desarrolló con normalidad hasta las nueve y veinte, más o menos. Fue entonces cuando algunos de los sordomudos, paseando de una punta a la otra de la sala para ver cómo iban las partidas de sus compañeros, empezaron a gesticular en un animado intercambio de pareceres. De tanto en tanto, los jugadores locales que habían permanecido sumidos en sus cavilaciones alzaban la vista de sus respectivos tableros y también se sumaban a la sospechosa gesticulación en alegre coloquio sordo y mudo. Acto seguido, los menos disimulados dirigían un rápido vistazo a su posición y realizaban un movimiento que a mí, dentro de mi limitado conocimiento del juego, me parecía siempre el mejor posible.

Adelanté un peón del flanco de dama y me levanté yo también. Le hice un gesto a Rafa para que me acompañase hasta uno de los rincones del local. Rafa de la Torre. Hace muchos años que no sé nada de él. Alguien me dijo que tanto Rafa como su hermano Jorge trabajan ahora en Telefónica. A lo que iba: apoyé el hombro en un armario, que parecía directamente salido de una película inspirada en un tenebroso cuento de Poe, y esperé su llegada con aire casual. Se sentó en el canto de una mesa donde cogía polvo una vieja máquina de escribir a la cual le faltaban varias teclas. "¿Qué te parece la cháchara que se tienen éstos entre sí?", le pregunté. Los sordomudos continuaban obrando con el mismo descaro, no exento de cierta desfachatez. Me miró con expresión tontorrona. Ni siquiera había reparado en ello. "Corts ya la ha cagado", me dijo. "Déjate de Corts, hostias", le reprendí porque los dos sabíamos que el Maestro Corts, con sus extravagantes aperturas y sus díscolas ideas tácticas, era un punto seguro para el equipo contrario, "te estoy hablando de los sordomudos. Fíjate bien, no paran de cascar". "Pues tienes razón", observó Rafa, quien, a pesar de todo, no podía dejar de mirar las incomprensibles decisiones que tomaba el entrañable albino Corts sobre la marcha. Sostenía un caballo en la mano derecha y no sabía muy bien dónde dejarlo. Daba la sensación de que estaba tocando una campanita de servicio.

Volvimos a nuestros asientos habiendo decidido la estrategia a seguir. Esperamos a que los ocho sordomudos estuvieran sentados. Rafa, en el quinto tablero, vigilaría la reacción desde su oponente hasta el de la octava mesa mientras que yo lo haría con el primero, el segundo, el tercero y el cuarto tableros. Pasé los brazos por detrás del respaldo de mi silla y la eché hacia atrás, apoyando mi peso en él, de modo que las patas delanteras dejaron de estar en contacto con el suelo durante unos segundos. Unos sordomudos pensaban su movimiento, otros miraban las musarañas, el primer tablero de ellos observaba con atención la partida de al lado. Entonces aproveché para dar una fuerte e invisible palmada que restalló sonoramente en la silenciosa sala de juego, donde nada más se oía el tictac de los relojes de competición y alguna tosecilla aislada y nerviosa de vez en cuando. Ninguno de mis cuatro observados se inmutó y Rafa me confirmó, con una certera patadita lateral en el tobillo, que los otros tampoco se habían enterado de nada. Certificar que eran realmente sordos y adoptar la nueva táctica discutida con mi compañero de equipo unos minutos antes fue todo uno. Restituida mi postura habitual de reflexión tras la pertinente comprobación, apoyados los codos en la mesa y las manos entrelazadas tapándome la boca para evitar que los de enfrente pudieran leerme los labios, di la primera instrucción a los jugadores de mi club: "señores, estos tipos nos están haciendo trampa desde hace un buen rato, comentando las partidas delante de nuestras propias barbas, así que nosotros también vamos a jugar colectivamente. Rafa, te están amenazando cambiar el alfil por el caballo y te dejarán los peones hechos una birria, vigila eso", y de la Torre gruñó que yo tenía razón, también escondiendo los labios como pasándose la mano por las mejillas sin afeitar. "Y, por cierto, Corts, enrócate de una puñetera vez", añadí, contrariado porque era algo que le recordábamos todos, desde siempre y sin demasiado éxito. Por ejemplo, Ricard quien, por caprichos de la alineación, entonces basada en cualquier cosa menos en el orden de fuerzas, acostumbraba a jugar a la vera de Corts. Suya era la teoría que proclamaba que cualquiera (cualquier subnormal, decía él, con su característica causticidad) capaz de desarrollar los caballos, sacar los alfiles y enrocarse con la mayor prontitud, sin haberse dejado nada por el camino, llegaría sin dificultad a los 2100 puntos de elo. De más está advertir que, durante las partidas del campeonato, el rostro de Ricard se convertía en un completísimo catálogo de expresiones de resignación martirial cada vez que, conscientemente o no, echaba un vistazo a la partida de Corts. Nos partíamos de la risa con sus visajes atormentados cuando descubría el rey de Corts en el centro del tablero en la jugada veinticinco. Ricard tenía algo de mimo.

Y en esas condiciones jugamos el resto de la mañana. Ellos con su manoteo grosero e incomprensible y nosotros disimulando nuestros comentarios realizados en voz alta, como de apuntador, con variados gestos de actor aficionado. Así durante tres, cuatro horas. Se convirtió aquello en un verdadero encuentro por equipos, en toda la extensión de la expresión. Porque cada una de las ocho partidas pasó a ser un enfrentamiento colectivo en el cual tanto los unos como los otros nos empleamos a fondo con la intención de conseguir la rendición del adversario. Como aquellos legendarios encuentros disputados por cable, telégrafo o radio a finales del siglo XIX y principios del XX entre ciudades, eventos que reunieron a los mejores ajedrecistas de Glasgow contra los de Londres o a los de Moscú contra los de París o Nueva York. Una sensación irrepetible que, en mi dilatada trayectoria de jugador de ajedrez aficionado, no he tenido oportunidad de revivir y la cual dudo que pueda volver a experimentar.

¿Y cómo acabó el encuentro contra los sordomudos? Pues, a ciencia cierta, no lo sé. Precisamente el otro día hablaba de esta ilustre jornada con Corts y él estaba convencido de que ganamos y yo de que perdimos. Claro que él me aseguró que su partida acabó en tablas y yo apostaría cualquier cosa a que la perdió. Nacho y Ricard son de mi misma opinión. Son cosas que pasan con el transcurso de los años. Nuestros recuerdos acaban difuminándose de modo que somos incapaces de afirmar con rotundidad cómo se desarrollaron exactamente los hechos. En realidad, tampoco creo que tenga mayor importancia saber qué equipo se alzó con el triunfo el día de los sordomudos. Fue un encuentro memorable y con eso creo que debemos quedarnos. Un enfrentamiento singular e irrepetible.

martes, 4 de junio de 2013

Una aparición mariana

Llovía afuera y yo no tenía paraguas. Eso le dije. No sabía a qué más apelar. La Virgen me miró, visiblemente irritada, harta de mis excusas y de mis remilgos. La imaginería tradicional la había representado durante siglos más alta, más guapa y, sobre todo, más pálida de lo que en realidad era.

–¿En serio tengo que salir a matar a todos los ingleses? –volví a objetar.
–Como lo oyes. A todos sin excepción –repitió por enésima vez con expresión de fastidio, tras comprobar que el manto de pedrería le arrastraba y que la borra campaba a sus anchas por la alfombra de mi apartamento. Los querubines mofletudos revoloteaban atolondradamente por la habitación chocando entre sí, como polillas desorientadas, ajenos a la discusión–. Que no quede ni uno –remarcó.
–Pero, ¿por qué? –insistí.
–Porque sí, porque lo digo yo. Porque son protestantes. Mira, chico, Juana de Arco no tuvo tantos miramientos. Se puso manos a la obra y punto. Y la elevaron a los altares por ello –gruñó.
–Señora, es que eran otros tiempos… –acerté a balbucir antes de que se desvaneciese con su séquito en una densa humareda sin ni siquiera despedirse.

A través de la ventana abierta llegaron los cánticos de los hinchas más feroces del Chelsea, entonados por unos tipos remojados y con pinta de simio antropoide que bajaban por las Ramblas, enfundados en sus camisetas azules. Tragué saliva con dificultad.

miércoles, 29 de mayo de 2013

Mrs. Robinson

El joven geranio crecía fuerte. Lo regaban con poca agua, justo la que precisaba, y la orientación del balcón le garantizaba las horas de sol necesarias para su normal desarrollo. La voz suave y, a la vez, sensual que escuchaba a través de la corredera entreabierta, el delicado susurro femenino que lo consolaba y que lo animaba cuando creía desfallecer en los días nublados también contribuyó determinantemente a su vigoroso crecimiento. Y todavía había quien dudaba de que las plantas fuesen sensibles a la voz o a la música. Una mañana pudo distinguir detrás de la cortina a la madura begonia de hojas secas y abarquilladas cuyas palabras habían conseguido seducirlo. Entonces el geranio se estremeció.

martes, 21 de mayo de 2013

Amenaza terrorista



Las primeras deflagraciones llegaron atenuadas por la distancia, por los altos edificios de la zona comercial y de oficinas. Una secuencia lenta y continua, cadenciosa, como la de los estallidos de los fuegos artificiales. Al poco, sin embargo, comenzamos a escuchar las explosiones mucho más cerca. Yo mismo vi estallar a un hombre que acababa de comprar el diario en el quiosco de la plaza, junto al gimnasio. Nada más abrirlo por sus páginas centrales. ¡Pumba!, y nada quedó de él, salvo un bulto calcinado y un espantoso tufo a chuletón a la brasa.

Supe entonces que los terroristas habían cumplido su amenaza, cuando días antes anunciaron una noticia bomba en los periódicos. El quiosco de prensa voló por los aires. Presa del pánico, tiré mi ejemplar a la papelera y eché a correr sin saber muy bien qué dirección tomar.