jueves, 27 de junio de 2013

Parque de atracciones

Ando con dificultad, meciéndome de izquierda a derecha. Me paro delante de la noria, resoplo por el esfuerzo y contemplo, allí abajo, mis piernas cortas y combadas que no son más que un paréntesis bufo. Los pies diminutos y contrahechos que apenas me sostienen en un equilibrio inestable. Las manos y los dedos que, por el contrario, son largos como pálidos sarmientos. Con ellos palpo mi frente abultada, mi cabeza monstruosamente ancha, mi boca de pez y mis ojos de topo. Cada nuevo hallazgo en mi anatomía constituye una sorpresa y es para mí motivo de espanto y horror. Porque yo, antes de entrar en el laberinto de los espejos, no era así.

miércoles, 19 de junio de 2013

Pasatiempos

Consciente de que la función principal de los pasatiempos no es otra, precisamente, que la de conseguir hacerles pasar el tiempo a los lectores, el director decidió, de un día para otro y sin previo aviso, esconder el crucigrama, el autodefinido y el problema de ajedrez entre las páginas de su diario. Tal cual. Suprimió la sección de pasatiempos y los fue ubicando, por separado, en las páginas más inverosímiles del periódico. Un día publicaba el autodefinido en los deportes, otro como si fuese un anuncio más de contactos y, el siguiente, en la sección de sucesos. Llegaron a la redacción numerosas cartas de los lectores felicitándolo por la iniciativa: el tener que buscar el crucigrama por todo el periódico, antes de resolverlo, se había convertido en un reto diario, en un pasatiempo más.

Quiso entonces el director rizar el rizo. Decidió, así, que las soluciones publicadas no correspondiesen a los pasatiempos del día, ni siquiera a los del anterior sino a los que aparecerían dentro de una o dos semanas. Las soluciones inútiles lo complicaban todo un poco más. Volvieron las felicitaciones, más entusiastas, si cabe. Si los lectores se mostraban así de satisfechos por las dificultades, cada vez mayores, que les planteaba, quizás había que dar una nueva vuelta de tuerca, pensó. Así que cambió de casilla los alfiles y los peones del problema de ajedrez, en internacional, y también el enunciado, en el que se leía que las blancas daban mate en cuatro cuando, en realidad, las negras alcanzaban las tablas después de una precisa maniobra. Intercambió las definiciones del crucigrama de espectáculos con las del autodefinido de política nacional. ¡Aquéllos sí que eran verdaderos pasatiempos!, se felicitaban los lectores y uno o dos llegaron a enviarle al director una botella de vino tinto agradeciéndole los esfuerzos por potenciar su sección favorita de la prensa escrita. Y, ojo, no cualquier vino, no. Vino del bueno.

martes, 11 de junio de 2013

Los sordomudos

Si me decido a sentarme a escribir lo que pasó aquel domingo es con el convencimiento de que todo aquello, por fuerza, ha de haber prescrito ya. Quiero decir que si lo cuento no es porque me sienta especialmente orgulloso de lo ocurrido ni creo que ninguno de quienes intervinimos pueda o deba estarlo. Tengan en cuenta que sucedió hace mucho, muchísimo, el domingo después de que Rubén Cano vengara en el campo del Estrella Roja el funesto gol de Katalinski, aquel futbolista yugoslavo de infausto recuerdo cuya diana enterró la ilusión de tantos españoles de ver a su selección disputando el Mundial de Alemania. Vestía yo en esa época con pantalones acampanados y chupas ajustadas, llevaba el pelo demasiado largo y lucía unas patillas más propias de un bandolero de Sierra Morena que de un universitario cabal. Por aquel entonces, con apenas veinte años recién cumplidos, yo ya había visitado la comisaría en cuatro ocasiones en los últimos tres meses. Tenía la costumbre, quién sabe si mala, de dar un paso al frente, en mi calidad de secretario de la asociación de vecinos, cada vez que la pasma preguntaba quién era el portavoz de aquellos grupos de ciudadanos que ocupaban distintos edificios, hasta hacía nada gestionados por diferentes secretarías y secciones del Movimiento, reclamando más servicios para el barrio. También había sido yo el que alentara a mis compañeros de la facultad de económicas a encerrarnos en el decanato. En aquella oportunidad, nos había recibido el propio decano para negociar las condiciones de la protesta, en su despacho, sentado en un extremo de la interminable mesa que lo presidía. Nos invitó a tomar asiento, éramos una treintena de estudiantes descontentos, y, tras levantar el auricular de su teléfono rojo, marcó el número del bar de la facultad y habló con el dueño. "Traiga whisky para todos", había dicho antes de animarnos a exponer nuestras reclamaciones. Otra época, otros tiempos. Sí, ¡qué tiempos!, fascinantes, pienso ahora con admiración y todavía con algo de incredulidad. Tan lejanos y, a la vez, tan próximos. Parecen continuar ahí, a la vuelta de la esquina. Tiempos de transición e inestabilidad. De políticos voluntariosos, llenos de ideas, aficionados e inexpertos; de comisarios torturadores que intentaban reciclarse encontrando su lugar dentro de la incipiente policía democrática; de jóvenes idealistas y provocadores que colgaban banderas del Vietcong en las universidades y preparaban paquetes bomba de broma con el objeto de reírse del sistema, personificado en unos esforzados artificieros que se cagaban en todo cuando el muelle de su interior, tras ser abierto el bulto sospechoso con tantísimas precauciones, salía volando por los aires; y de ajedrecistas amateurs con poco nivel de juego, nulo conocimiento de la teoría de las aperturas y muchas ganas de disfrutar con los amigos delante de las sesenta y cuatro casillas. Tiempos en los cuales las competiciones por equipos se jugaban sin árbitros en las salas de juego, una ronda en casa y la siguiente en la de tu rival. Tiempos cargados de nostalgia y añoranza y, como digo, prescritos. Para bien o para mal.

El domingo siguiente al célebre botellazo al malagueño Juanito en Belgrado, debíamos enfrentarnos al primer equipo de la asociación de sordomudos. Tenían una sección de ajedrez que venía a ser como el actual club de la ONCE sólo que allí jugaban, lógicamente, ajedrecistas con esa discapacidad auditiva. El local estaba en la planta baja de un edificio antiguo del barrio marinero. Después de presentar ambos delegados las listas de jugadores y las alineaciones, los ocho nos sentamos, frente a nuestros rivales, en otras tantas mesas dispuestas en una larga fila. Recuerdo cómo Rafa de la Torre agarró una torre blanca y la plantificó delante de las narices del contrincante de turno mientras silabeaba lentamente su apellido cuando éste le preguntó, por señas y como pudo, su nombre para rellenar la planilla. Le di un codazo prudente para darle a entender que se disponía a jugar contra un joven con una discapacidad ajena por completo al retraso mental. No captó mi intención y siguió así hasta que el otro, por fin, apuntó correctamente el de la Torre en su planilla. Empezó el enfrentamiento, que se desarrolló con normalidad hasta las nueve y veinte, más o menos. Fue entonces cuando algunos de los sordomudos, paseando de una punta a la otra de la sala para ver cómo iban las partidas de sus compañeros, empezaron a gesticular en un animado intercambio de pareceres. De tanto en tanto, los jugadores locales que habían permanecido sumidos en sus cavilaciones alzaban la vista de sus respectivos tableros y también se sumaban a la sospechosa gesticulación en alegre coloquio sordo y mudo. Acto seguido, los menos disimulados dirigían un rápido vistazo a su posición y realizaban un movimiento que a mí, dentro de mi limitado conocimiento del juego, me parecía siempre el mejor posible.

Adelanté un peón del flanco de dama y me levanté yo también. Le hice un gesto a Rafa para que me acompañase hasta uno de los rincones del local. Rafa de la Torre. Hace muchos años que no sé nada de él. Alguien me dijo que tanto Rafa como su hermano Jorge trabajan ahora en Telefónica. A lo que iba: apoyé el hombro en un armario, que parecía directamente salido de una película inspirada en un tenebroso cuento de Poe, y esperé su llegada con aire casual. Se sentó en el canto de una mesa donde cogía polvo una vieja máquina de escribir a la cual le faltaban varias teclas. "¿Qué te parece la cháchara que se tienen éstos entre sí?", le pregunté. Los sordomudos continuaban obrando con el mismo descaro, no exento de cierta desfachatez. Me miró con expresión tontorrona. Ni siquiera había reparado en ello. "Corts ya la ha cagado", me dijo. "Déjate de Corts, hostias", le reprendí porque los dos sabíamos que el Maestro Corts, con sus extravagantes aperturas y sus díscolas ideas tácticas, era un punto seguro para el equipo contrario, "te estoy hablando de los sordomudos. Fíjate bien, no paran de cascar". "Pues tienes razón", observó Rafa, quien, a pesar de todo, no podía dejar de mirar las incomprensibles decisiones que tomaba el entrañable albino Corts sobre la marcha. Sostenía un caballo en la mano derecha y no sabía muy bien dónde dejarlo. Daba la sensación de que estaba tocando una campanita de servicio.

Volvimos a nuestros asientos habiendo decidido la estrategia a seguir. Esperamos a que los ocho sordomudos estuvieran sentados. Rafa, en el quinto tablero, vigilaría la reacción desde su oponente hasta el de la octava mesa mientras que yo lo haría con el primero, el segundo, el tercero y el cuarto tableros. Pasé los brazos por detrás del respaldo de mi silla y la eché hacia atrás, apoyando mi peso en él, de modo que las patas delanteras dejaron de estar en contacto con el suelo durante unos segundos. Unos sordomudos pensaban su movimiento, otros miraban las musarañas, el primer tablero de ellos observaba con atención la partida de al lado. Entonces aproveché para dar una fuerte e invisible palmada que restalló sonoramente en la silenciosa sala de juego, donde nada más se oía el tictac de los relojes de competición y alguna tosecilla aislada y nerviosa de vez en cuando. Ninguno de mis cuatro observados se inmutó y Rafa me confirmó, con una certera patadita lateral en el tobillo, que los otros tampoco se habían enterado de nada. Certificar que eran realmente sordos y adoptar la nueva táctica discutida con mi compañero de equipo unos minutos antes fue todo uno. Restituida mi postura habitual de reflexión tras la pertinente comprobación, apoyados los codos en la mesa y las manos entrelazadas tapándome la boca para evitar que los de enfrente pudieran leerme los labios, di la primera instrucción a los jugadores de mi club: "señores, estos tipos nos están haciendo trampa desde hace un buen rato, comentando las partidas delante de nuestras propias barbas, así que nosotros también vamos a jugar colectivamente. Rafa, te están amenazando cambiar el alfil por el caballo y te dejarán los peones hechos una birria, vigila eso", y de la Torre gruñó que yo tenía razón, también escondiendo los labios como pasándose la mano por las mejillas sin afeitar. "Y, por cierto, Corts, enrócate de una puñetera vez", añadí, contrariado porque era algo que le recordábamos todos, desde siempre y sin demasiado éxito. Por ejemplo, Ricard quien, por caprichos de la alineación, entonces basada en cualquier cosa menos en el orden de fuerzas, acostumbraba a jugar a la vera de Corts. Suya era la teoría que proclamaba que cualquiera (cualquier subnormal, decía él, con su característica causticidad) capaz de desarrollar los caballos, sacar los alfiles y enrocarse con la mayor prontitud, sin haberse dejado nada por el camino, llegaría sin dificultad a los 2100 puntos de elo. De más está advertir que, durante las partidas del campeonato, el rostro de Ricard se convertía en un completísimo catálogo de expresiones de resignación martirial cada vez que, conscientemente o no, echaba un vistazo a la partida de Corts. Nos partíamos de la risa con sus visajes atormentados cuando descubría el rey de Corts en el centro del tablero en la jugada veinticinco. Ricard tenía algo de mimo.

Y en esas condiciones jugamos el resto de la mañana. Ellos con su manoteo grosero e incomprensible y nosotros disimulando nuestros comentarios realizados en voz alta, como de apuntador, con variados gestos de actor aficionado. Así durante tres, cuatro horas. Se convirtió aquello en un verdadero encuentro por equipos, en toda la extensión de la expresión. Porque cada una de las ocho partidas pasó a ser un enfrentamiento colectivo en el cual tanto los unos como los otros nos empleamos a fondo con la intención de conseguir la rendición del adversario. Como aquellos legendarios encuentros disputados por cable, telégrafo o radio a finales del siglo XIX y principios del XX entre ciudades, eventos que reunieron a los mejores ajedrecistas de Glasgow contra los de Londres o a los de Moscú contra los de París o Nueva York. Una sensación irrepetible que, en mi dilatada trayectoria de jugador de ajedrez aficionado, no he tenido oportunidad de revivir y la cual dudo que pueda volver a experimentar.

¿Y cómo acabó el encuentro contra los sordomudos? Pues, a ciencia cierta, no lo sé. Precisamente el otro día hablaba de esta ilustre jornada con Corts y él estaba convencido de que ganamos y yo de que perdimos. Claro que él me aseguró que su partida acabó en tablas y yo apostaría cualquier cosa a que la perdió. Nacho y Ricard son de mi misma opinión. Son cosas que pasan con el transcurso de los años. Nuestros recuerdos acaban difuminándose de modo que somos incapaces de afirmar con rotundidad cómo se desarrollaron exactamente los hechos. En realidad, tampoco creo que tenga mayor importancia saber qué equipo se alzó con el triunfo el día de los sordomudos. Fue un encuentro memorable y con eso creo que debemos quedarnos. Un enfrentamiento singular e irrepetible.

martes, 4 de junio de 2013

Una aparición mariana

Llovía afuera y yo no tenía paraguas. Eso le dije. No sabía a qué más apelar. La Virgen me miró, visiblemente irritada, harta de mis excusas y de mis remilgos. La imaginería tradicional la había representado durante siglos más alta, más guapa y, sobre todo, más pálida de lo que en realidad era.

–¿En serio tengo que salir a matar a todos los ingleses? –volví a objetar.
–Como lo oyes. A todos sin excepción –repitió por enésima vez con expresión de fastidio, tras comprobar que el manto de pedrería le arrastraba y que la borra campaba a sus anchas por la alfombra de mi apartamento. Los querubines mofletudos revoloteaban atolondradamente por la habitación chocando entre sí, como polillas desorientadas, ajenos a la discusión–. Que no quede ni uno –remarcó.
–Pero, ¿por qué? –insistí.
–Porque sí, porque lo digo yo. Porque son protestantes. Mira, chico, Juana de Arco no tuvo tantos miramientos. Se puso manos a la obra y punto. Y la elevaron a los altares por ello –gruñó.
–Señora, es que eran otros tiempos… –acerté a balbucir antes de que se desvaneciese con su séquito en una densa humareda sin ni siquiera despedirse.

A través de la ventana abierta llegaron los cánticos de los hinchas más feroces del Chelsea, entonados por unos tipos remojados y con pinta de simio antropoide que bajaban por las Ramblas, enfundados en sus camisetas azules. Tragué saliva con dificultad.