Se sentó delante del tablero. Corrigió la ubicación de cada una de las piezas, las propias y las de su oponente, hasta conseguir que ocupasen el centro exacto de sus respectivas casillas con un mimo y una veneración casi litúrgicos. La posición estaba objetivamente ganada. Tenía un peón pasado de más y su alfil era infinitamente mejor que el caballo de su rival. Para anotarse el punto no tendría más que hacer frente a algunos detalles técnicos y evitar los posibles trucos tácticos que El Pistolero pudiese improvisar tras la reanudación del juego. Debían de quedar, cuando menos, tres cuartos de hora más de lucha. El árbitro se levantó de su mesa y se acercó hasta él con el sobre en la mano. El Jugador lo detuvo cuando éste se dispuso a abrirlo. Le rogó que esperase un poco más, tan sólo unos minutos. Conocedor de la profunda animadversión que se profesaban ambos ajedrecistas desde sus primeros enfrentamientos en los campeonatos infantiles, el árbitro dejó el sobre en la mesa con aire sorprendido. “Sólo unos minutos más, no puede tardar”, insistió El Jugador, quien tampoco toleró que el árbitro pusiese en marcha el reloj de las negras. Lo suyo con El Pistolero venía de lejos, efectivamente. Se trataba de un jugador incómodo, sin duda un fuerte ajedrecista, cuya altanería y presunción le habían granjeado un buen número de enemigos entre los cuales se encontraba. De ahí le venía su apodo, un mote con el que alguien con mucho tino lo había bautizado años atrás y por el cual era conocido en el mundillo hasta el punto de que había quienes no sabían cómo se llamaba en verdad. Durante las sesiones de juego solía pasearse entre los tableros con una suficiencia ofensiva y acostumbraba a mirar a sus contrincantes por encima del hombro, al modo y manera de los pistoleros de los westerns rancios, y siempre que podía les dirigía algún comentario prepotente durante los análisis conjuntos de las partidas. Apenas se le conocían amigos. Ni siquiera en su propio club, cuyo local estaba siendo testigo del penúltimo enfrentamiento entre ambos.
Volvió a la carga el árbitro al poco. En su opinión, cinco minutos de cortesía eran suficientes. “Esperemos otros cinco minutitos más, por favor”, le pidió El Jugador, a quien le comenzaba a extrañar la tardanza de su oponente. El árbitro protestó tímidamente y sin demasiado convencimiento. En realidad, la puntualidad en este caso no era más que una formalidad sin sentido y si el afectado había manifestado su predisposición a esperar no había motivo de peso suficiente para no hacerlo. Las restantes partidas habían acabado antes de las ocho y media y el reanudar a una hora u otra el aplazamiento no perjudicaba a terceros. Así que se sentó en la silla que tendría que estar ocupando el ajedrecista de negras y le preguntó por qué no quería abrir aún el sobre que contenía las planillas y la jugada secreta de su rival. El Jugador reconoció que sentía curiosidad por el movimiento que El Pistolero habría anotado al cerrar el sobre. Afianzar el rey delante del peón pasado era la opción menos comprometida mientras que adelantar el peón de torre tratando de conseguir, a su vez, uno pasado parecía precipitado para las negras y, por tanto, perdedor. La mejor opción era mover el caballo para preparar, precisamente, el avance de ese peón, el elegido para conseguir cierto, aunque insuficiente, contrajuego. Confesó que se habría sentido incómodo de haberse abierto ya el sobre, sin la presencia de su rival en la sala. “¿Es que habéis arreglado lo vuestro?”, se atrevió al fin a preguntar el árbitro. El Jugador sonrió. “La verdad es que”, aquí se interrumpió y al otro le pareció que se estremecía delicadamente, como si fuese a tener lugar una confesión inoportuna, para de proseguir, “hoy se ha comportado de un modo totalmente diferente, no sé cómo explicarlo, esta tarde me ha saludado antes de empezar la partida, me ha preguntado por cómo me estaba yendo el por equipos y, después de escribir la jugada secreta en la planilla, me ha felicitado por la partida que le he jugado y me ha deseado suerte en la continuación. Incluso me ha dicho que, como tendríamos que retomar el juego a las once, seguramente perdería el último tren”, el árbitro cabeceó en señal de asentimiento, “y me ha recomendado un bar abierto por aquí cerca donde poder comer un bocadillo”.
Así había sido. El Jugador había tenido que llamar a su padre para que viniese en coche a buscarlo porque el último tren pasaba a las diez y media. El pobre hombre todavía no había llegado aunque no debería de tardar demasiado. Y mañana madrugaba. Después de abandonar el local de juego, El Jugador había dado un pequeño paseo por la avenida principal hasta la plaza del ayuntamiento y había vuelto por el río hasta las calles que se encontraban detrás del club de ajedrez. Entró en el bar que le había aconsejado media hora antes El Pistolero. Un local lleno de moscas, pequeño y sucio, cuyas paredes presentaban un sospechoso color tirando a esputo de tabaco mascado. Una chica con cara de virgen pubescente le había servido un bocadillo revenido de chorizo del país con una pepsi tibia porque la nevera funcionaba mal y ya no le quedaban hielos. Dejó pasar el tiempo mirando distraídamente la pantalla del televisor que había encima de la barra. Daban un amistoso de pretemporada entre el Málaga y un equipo saudí de nombre impronunciable. Entretanto, su contrincante se encontraría en casita cenando plácidamente mientras el módulo de análisis de su ordenador estudiaba posibles soluciones para la desesperada posición. A las once menos cuarto se dirigió a la barra y pagó el bocadillo y el refresco. No dejó propina.
El retraso de El Pistolero era ya de quince minutos. El árbitro se decidió finalmente a rasgar con su abrecartas el sobre. “Por cierto, ¿qué bar te ha recomendado?”, preguntó entonces. Cuando El Jugador le contó dónde había cenado, su interlocutor no pudo evitar torcer el gesto. Aquella expresión de contrariedad, o de desánimo, que veló durante apenas una fracción de segundo el rostro huesudo y en declive del árbitro, provocó que un sinfín de pensamientos y recuerdos desagradables se agolparan desordenadamente en su mente, secuencias funestas e imágenes de otros torneos, de tantísimas competiciones anteriores, que se atropellaban unas a otras, siempre con El Pistolero como protagonista, delante de sus ojos. Notó cómo la sangre le hervía y le arrebolaba las mejillas y las orejas. Se sintió ridículo y furioso a la vez. El árbitro le entregó su planilla sin comprender muy bien el cambio súbito de actitud de El Jugador, ciertamente jovial hasta el momento y retraído entonces, y tomó la de El Pistolero para ejecutar en el tablero el movimiento sellado de éste antes de poner en funcionamiento el reloj. Se detuvo y le alargó la planilla de aquél sin atreverse a añadir ningún comentario. El Jugador la acercó a sus ojos con mano temblorosa porque ya sospechaba lo que iba a leer. Lo sabía. Efectivamente, en la casilla correspondiente leyó las palabras “Negras abandonan”, escritas casi tres horas antes con la inconfundible letra de niño de jardín de infancia de El Pistolero.
Muy bueno, David. Me mantuvo con suspenso hasta el final...
ResponderEliminarEsa sí que es una movida pensada, aunque poco tenga que ver con el juego.
Saludos
Muy buena noticia que te haya gustado. Colgué este texto con cierta precaución, por la extensión y la temática ajedrecística. Poco a poco tengo pensado ir poniendo los relatos publicados de mayor extensión y eso, por experiencia lo digo, puede echar para atrás al lector. Tu comentario me anima a seguir con la idea original ;-)
ResponderEliminarUn abrazo,
D.
Ese desconocido submundo de las rencillas ajedrecísticas en el supuestamente caballeroso mundo del ajedrez... Muy bueno.
ResponderEliminarSomos así de rencorosos, ¿verdad? Pero, bueno, ¿qué pasa? ¿No conocías este texto? ¡Te suponía un fiel lector del Jaque! ggggg (como tú dices)
EliminarUn abrazo,
D.
Nada como el sabor de la victoria ante un enemigo odiado... Nadie nos puede echar nada en cara!! gggggggggggggg (aunque no sea el caso concreto del micro...)
EliminarPor cierto, que de la Jaque no, pero estoy a puntito de acabar tus fabulosos 30 mates. Eres un auténtico nido de originales ideas, que además sabes sacarlas a la luz con brillantez, que es de lo más complicado.
;-)
Maestro, gracias por lo de la originalidad y la brillantez. Lástima que casi sea un secreto entre nosotros dos ;-)
EliminarUn abrazo, amigo,
D.
O sea que no todo es mover blancas o negras en ajedrez también se mueven los egos. Consigues mantener al lector pegado a la pantalla esperando el desenlace.
ResponderEliminarBesitos
No, no, los egos no se mueven sino todo lo contrario, por lo menos en el caso de los ajedrecistas. Bueno, por lo menos cuatro o cinco habéis podido acabarlo. Eso me anima. Poco a poco os los iré colando más largos, más largos...
EliminarUn abrazo,
D.