La Mayans parecía no haberle dado demasiada importancia al incidente. Había sorprendido al Calderón fisgando debajo de su mesa y él se había excusado mostrando el bolígrafo que acababa de recoger del suelo. Ella le había mirado muy seria. Era así, no sonreía nunca, y por eso no creímos que se hubiese enfadado. La Mayans no era guapa pero era la única profesora que teníamos y su avanzado estado de gestación había despertado nuestra curiosidad de niños de colegio bien. La clase de francés había continuado normalmente y, cuando concluyó, la Mayans nos recordó antes de irse las tareas que nos había puesto para el día siguiente.
Pero vaya si le había dado importancia. Apenas cinco minutos después de que abandonase el aula, entró en ella hecho una hidra el padre Retamero. No era uno de aquellos curas con sotana, tan tristes, que solíamos ver a menudo por la parroquia sino uno más moderno, de los que comenzaban a verse en esa época. Un cura de los de barba y raya a un lado, de los de gafas ahumadas y pantalones vaqueros y jersey grueso de cuello cerrado. Alguien mucho más cercano, tanto que le habíamos conocido de seminarista, cuando todos le llamaban (y le llamábamos) el Richi. Además de continuar dándonos las clases de religión, una vez convertido en el padre Retamero había pasado a ser también el tutor de nuestro grupo. Cerró la puerta de un portazo que hizo retumbar el vidrio del ventanal que daba al pasillo. Llamó al Calderón y le hizo subir a la tarima, donde le esperaba con los brazos en jarras. ¿Qué ha pasado?, le preguntó. El Calderón hizo como que no entendía, como que no sabía a qué se refería. Sonreía con nerviosismo. El padre Retamero le dio un fuerte bofetón en la mejilla, con la mano muy abierta. Di un respingo, nunca antes un profesor había pegado a nadie de mi curso. ¿Qué ha pasado?, repitió rojo de indignación. Se me ha caído el bolígrafo, musitó mi compañero de pupitre. El padre le volvió a dar otro bofetón que le giró la cara. ¿Qué ha pasado?, insistió con la voz quebrada por la ira. Se me ha caído el bolígrafo. La tercera fue una bofetada de ida y vuelta. Al principio del interrogatorio había oído a mi espalda las risillas crueles de algunos de mis amigos, las típicas de los niños que celebran la humillación de sus compañeros. En ese momento, sin embargo, reinaba un silencio tenso, temeroso y cobarde, un silencio sólo interrumpido por el característico sonido del lápiz que rueda sobre una mesa del fondo del aula y algunas toses de garganta seca. El padre Retamero había perdido los papeles y se estaba ensañando con el Calderón. ¿Qué ha pasado?, y vimos cómo se le hinchaban las venas del cuello al formular la pregunta por cuarta vez. Nuestro amigo cerraba los ojos y trataba de protegerse cubriendo el carrillo más castigado con el antebrazo pero el padre Retamero se lo retiraba cada vez de un manotazo. Se me ha caído el bolígrafo, había insistido el Calderón en tantas ocasiones como veces le había sido hecha la misma pregunta. Desde la primera fila yo podía escuchar el sonido de las llaves que chocaban entre sí en el bolsillo del padre Retamero cada vez que éste le sacudía a mi amigo. El Calderón trataba de esquivar los ojos coléricos del cura dirigiendo su mirada a la pizarra, donde todavía podía leerse el presente de subjuntivo del verbo être y el il faut que que tanto se nos resistía a medio borrar. De tanto en tanto lanzaba miradas asustadas al crucifijo que presidía el aula, como implorando clemencia. Gruesos lagrimones caían por sus mejillas. Tenía la derecha cada vez más colorada. El castigo se prolongó aunque no sabría decir durante cuánto tiempo. Demasiado. De repente, oímos cómo se abría la puerta. Entró el padre director y cuchicheó unas palabras al oído del padre Retamero. Ya hablaremos de lo que ha pasado hoy, le dijo nuestro tutor al Calderón antes de que los dos sacerdotes salieran de la clase con semblante serio. El Calderón se fue corriendo al lavabo. Lloraba a moco tendido. No le había visto llorar nunca hasta entonces ni tampoco le vi hacerlo después de ese día.
No me atreví a preguntarle si era verdad que le había caído el bolígrafo, como sostenía, o si, por el contrario, lo había tirado al suelo intencionadamente para explorar por debajo de la falda premamá de la Mayans. Nadie lo hizo. Ni siquiera el Solana, cuya impertinencia e inoportunidad eran bien conocidas por todos. También ignoro si el padre Retamero y el Calderón volvieron a hablar del asunto o si las palabras amenazantes que utilizó el cura al despedirse fueron sólo dirigidas a su aterrorizado auditorio para darle mayor trascendencia al momento que acabábamos de vivir. Pero sí sé que aquel castigo desproporcionado, que pretendía ser ejemplar, fue el motivo de que muchos de nosotros dejásemos de creer en los vicarios del Señor y en determinadas liturgias. Aunque de ello no nos diésemos cuenta hasta muchos años más tarde.
¿Qué ha pasado? Éste es muy largo para ti. ¿Qué ha pasado? Que es cojonudo. ¿Qué ha pasado? Que me has sorprendido, otra vez.
ResponderEliminarNo, en realidad no es tan largo, conoces textos más extensos. Lo que pasa que aquí he ido colgando los más breves porque entiendo que da pereza leer relatos largos en internet. Yo mismo no leo demasiado de internet si la cosa se alarga. Y en la cantidad de comentarios, por ejemplo, se ve.
ResponderEliminarPoco a poco iré colgando textos más largos...
Celebro que te haya gustado y haberte vuelto a sorprender. No es fácil...
Un abrazo,
D.
¡Qué bueno, David! Bueno, bueno, bueno.
ResponderEliminarTienes el talento de transportarnos con tu prosa y lograr que sintámos el dolor de las bofetadas y las ganas de rebelarnos nos hiervan en la sangre.
Mis aplausos admirados, maestro.
Genial. Con tu permiso, me lo llevo a mi muro del FB.
Conseguirás ruborizarme. Gracias por tus palabras. No te hacen falta permisos: tienes las puertas abiertas para darte un garbeo por mi humilde morada y compartir lo que quieras, faltaría más.
EliminarHasta pronto,
D.
En este relato queda claro el dicho - sufre mas el que mira que el que enseña - por la somanta de guantazos que recibe el zagal. Pero que ha pasado?? Me quedo en ascuas jo!! Juan Carlos de Elysa.
ResponderEliminarAsí cada lector le da su interpretación y todos contentos, jejeje. Menos el Calderón, por supuesto. Gracias por pasarte...
ResponderEliminarHola David. Vengo por la recomendación de Pedro Sánchez Negreira. Y no decepciona, que va. Es un relato en su justa extensión. Con ese narrador testigo que se limita inicialmente a mostrar lo que presenció, que nos introduce en el aula como unos alumnos más, pues la descripción de la escena está muy lograda. Consigues que todos sintamos los golpes y la cólera. Todo un ejercicio de buen hacer. Por destacar algo: las iniciales risas de algún compañero y esa mirada al crucifijo. El cierre, donde el narrador ya se hace reflexivo, es impactante, pues efectivamente, es al hacerse uno mayo cuando recuerda y piensa. No me extiendo más, pero en mi familia conozco a uno hombre que dejó de creer en los curas cuando le negaron enterrar en el camposanto a su hijo recién nacido, y que por morir sin bautizar, y pretendía que se le diera sepultura tras el muro, junto a los ahorcados y asesinos. Con tu permiso me quedo por tus grimas.
ResponderEliminarXimens, qué tremendo honor tenerte entre mis huéspedes. Gracias por pasarte. Una cosa te digo: no te acostumbres a lo del narrador reflexivo porque apenas lo uso, es más bien excepcional. No sé si para bien o para mal...
EliminarBienvenido de nuevo, amigo,
D.
No sé ni que decirte si has conseguido que hasta mi marido lo lea y te aseguro que eso es un ¡milagro! Me lee a mí ¡qué remedio soy su mujer! a Pedro y a Ximens. Y ahora me lo encuentro aquí y hasta ha comentado ¡increible! Aunque no me extraña porque tu relato es muy bueno.
ResponderEliminarBesitos
Sólo por recibir un comentario así ya vale la pena escribir. No digo más.
EliminarBesitos, bueno, mejor abrazos, para ambos ;-)
D.