A oscuras, en el fondo de esta caja de madera, sepultado por mis propios compañeros, soy uno más de los peones blancos del juego. Sin embargo, los demás me tratan con un respeto y un cariño especiales desde que el azar me trajo a este histórico club de ajedrez, hace poco más de dos años. No creo que sea el afecto lógico hacia el recién llegado, puesto que su respuesta hacia un caballo blanco y una torre negra de plástico que vinieron conmigo no es tan amable. Y no es que les traten mal, porque las piezas que completan los juegos provenientes de otros siempre son bien recibidas. Las piezas originales se sobreponen cuando se pierde o se rompe una compañera, saben hacerles la vida fácil a las nuevas, necesitan de ellas para continuar siendo útiles y disfrutar del juego, es ley de vida. Creo que este trato deferente que recibo se debe a mi larga experiencia, tengo casi ochenta años, al respeto que infunde, para bien o para mal, la edad.
Permitidme que me presente. Me llaman Don Real. A pesar de que algunos hacen bromas sobre el origen de mi nombre o componen divertidos juegos de palabras con sus letras, este apelativo viene de mi admiración hacia el doctor Rey Ardid, al que tuve el placer de servir en algunas partidas que disputó en Barcelona. Qué clase tenía. En dos de ellas tuve la suerte de ser el peón de dama y observar el despliegue de su juego desde el centro del tablero, del principio al fin, viendo cómo mis compañeros menos afortunados eran capturados y retirados de la lucha. Las dos partidas fueron muy importantes en el desarrollo del campeonato, decisivas, disputadas ante rivales de entidad… Podría contar muchas más cosas de otros grandes ajedrecistas y de otras tantas competiciones, pero no quisiera aburriros con mis recuerdos. Como dije, soy un anciano peón blanco. Un peón de madera, sin barnizar, que el tiempo ha tornado amarillento, que perdió hace tiempo el fieltro que impedía que los tableros se estropeasen con el roce de mi base. Relativamente pequeño pero digno, de apariencia modesta, un tronco y una bola a modo de cabeza, calvo como una rana, sin molduras ni adornos superfluos. Me han dicho que existen juegos de ajedrez temáticos y que sus peones han sido hábilmente tallados representando guerreros espartanos, gendarmes, conejos, mesoneros o futbolistas, pero yo no los he visto nunca.
A pesar de mi edad todavía espero con ansia el momento en que alguien retira la tapa y la sola presencia de la luz sirve para liberarnos de nuestro particular cautiverio. Siento una especial excitación al chocar con mis compañeros cuando se inclina la caja y nos dejan caer, con mayor o menor cuidado, sobre el tablero, produciendo ese ruido tan característico y difícil de olvidar, controlado alud de madera contra madera. En el momento en que los jugadores nos disponen sobre las casillas para iniciar el juego debo controlar la explosión de júbilo que me domina. La experiencia me ha enseñado a obrar con gran astucia tras la caída. A fin de evitar el centro del tablero, en el que las posibilidades de ser capturado al comienzo de la partida son mayores, me dejo caer, rodando sobre los escaques, hacia uno de los flancos para que el jugador que conduce las piezas blancas me escoja y me convierta en uno de sus peones de torre o de caballo. No es, ni mucho menos, una táctica infalible, pero da unos resultados satisfactorios.
Alguien ha entrado en el local. Me da igual que se trate de un ajedrecista fuerte o de un jugador aficionado, que sea ese compulsivo fumador de puros o aquel quinceañero espigado tan prometedor. Quiero formar parte de una partida, necesito recorrer las casillas. Lo que más me gusta es participar en un final, convertirme en pieza decisiva, avanzando con firmeza hasta la octava línea. La sensación de convertirse en un peón pasado, de dejar atrás a tus compañeros y a tus rivales y la culminación, dejar el juego sustituido por la dama al promocionar en la octava fila, no puede explicarse con palabras. Tras aterrizar sobre el tablero, ruedo hacia la izquierda rogándole a Caissa que se convierta en mi cómplice y premie una vez más mi maniobra. La fortuna me sonríe. El jugador me coge por la cabeza firmemente, me levanta y me coloca frente a su caballo del flanco de rey.
Ya estamos todos dispuestos en el campo de batalla. La partida será larga, durará toda la tarde, se va a jugar sin reloj que limite el tiempo de reflexión de ambos ajedrecistas. Noto que mis compañeros, blancos y negros, se remueven nerviosos en su posición inicial, deseosos de que comience el juego. Existe un implícita compasión hacia los peones de rey y de dama blancos, que serán los que abrirán la partida y con probabilidad caerán al arrancar la contienda. Con sorpresa, noto que el jugador me iza. Qué extraño. Me va a avanzar una casilla para fianchettar el alfil de rey detrás mío, pero si ésta es la idea lo lógico es mover primero el caballo y luego, adelantarme. Este jugador no es habitual del club, sin duda. Cuando acabo esta reflexión y miro hacia abajo, observo que no estoy en un cuadro negro, sino blanco. Este individuo me ha adelantado dos casillas y no una. Presa de una gran excitación, comienzo a atar cabos y deduzco que mueve las piezas blancas aquel estudiante tan alto, especializado en el mundo clásico creo, que apenas viene por el club. Siempre plantea la nefasta apertura Grob, cuyo fatídico primer movimiento acabo de protagonizar. El peón de dama negro avanza dos escaques y el alfil blanco ocupa la casilla desde donde comencé la partida. Estoy amenazado por un alfil negro y el estudiante no ha hecho nada por defenderme. Creo que si fuese capturado, el blanco obtendría un fuerte contragolpe en el flanco de dama. Estoy relativamente tranquilo, la ganancia del peón no puede ser la mejor respuesta del bando negro. Sin embargo, tras una breve pausa, el inconsciente que dirige las negras coge su alfil de dama con la mano derecha y con un hábil movimiento me alza del tablero y coloca en mi lugar la pieza.
A oscuras, en el fondo de esta caja de madera, espero al día de mañana.
NO me había dado cuenta del que ha pasado tiempo, no por falta de ganas, la saluda a veces no acompaña. Pero aquí estoy y me alegro, emocionante esta historia de Do Real, muy hábilmente me ha cogido de la mano y por todo el tablero letras me ha llevado hasta el final, que me ha dejado un poco triste. Esta batalla acabó pronto. Pero bueno, hay un mañana.
ResponderEliminarEspero que te quede claro que me gustó leerla.
Voy a por la siguiente entrada y si no ¡volveré!
Besitos
Celebro tu retorno. Las piezas pueden recuperar su actividad después de pasar por la caja. Esa ventaja tienen, ¿verdad?
EliminarBesitos