miércoles, 1 de marzo de 2017

Rompecabezas

Sacó una bolsa de plástico transparente de la caja y la abrió. Dejó caer la cascada de piezas encima de la mesa de trabajo. Primero de todo agrupó las que delimitaban el contorno. Los bordes lisos las definían. Y así las fue encajando una a una. Cuando lo tuvo perfilado, separó las demás por colores para facilitar la tarea. Ensambló luego las piezas de la cara; del torso, el vientre, la espalda y los brazos, con sus manos; del sexo; de los glúteos, las piernas y los pies. Una vez completo el puzle, le aplicó con un pincelito la cola que también venía en la caja y esperó a que se secara.

Cuando la criatura estuvo lista, le insufló la vida con un soplo de su propio aliento. No es bueno que el hombre esté solo, se dijo después, y se concentró en la manufactura de una compañera a partir de una costilla que le extrajo de cuajo a su creación original.

Desde ese feliz día, el doctor Frankenstein se recrea, complacido, viendo pasear a sus dos enamorados cogidos de la mano, cada atardecer, a la orilla del lago de los nenúfares donde acostumbraba a jugar la hija del molinero.

(Microrrelato publicado en el número 399, correspondiente al mes de febrero de 2017, de la Revista Quimera)

2 comentarios:

  1. No hay nada como un buen final feliz.

    J.F.

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    1. Jajaja, ¡eso siempre! Un bonito final feliz satisface a los lectores más exigentes.

      D.

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