La silla de S. Gómez continuaba vacía. Desconocía quién era. El azar nos había emparejado en la primera ronda del VII Memorial de Ajedrez Gabriel A. Carbó. Al finalizar mi maniático ritual de centrar una por una todas mis piezas, las blancas, en sus escaques, adelanté mi peón de rey dos casillas y pulsé el reloj de competición. Anoté en mi planilla la fecha, mis datos, su apellido, su club y el ritmo de juego, dos horas para los cuarenta primeros movimientos. Alcé la vista al notar la presencia de la recién llegada, que tomaba asiento en ese preciso instante. Era una muchacha de larga melena rubia, vestida con una camisa caqui de manga corta. Me pareció que llevaba una minifalda tejana. Nos saludamos protocolariamente estrechándonos la mano y me sonrió. La suya era una sonrisa amable, franca, que encajaba armoniosamente en su rostro, el cual clasifiqué al instante como agradable. Y común. Sus facciones me hubiesen pasado inadvertidas en el metro, en el mercado o en la cola del cine, porque no era una mujer guapa. Ni fea, todo hay que decirlo. Una cara como tantas otras. Clavó sus ojos glaucos en el tablero y contestó a mi avance de peón adelantando su peón de alfil dama. Me planteaba una defensa siciliana. Pulsó el reloj a la vez que sacaba del bolsillo de la camisa una estilográfica para anotar las primeras jugadas. Quise hacer lo propio, pero con tanta torpeza que mi bolígrafo cayó al suelo. Aparté un poco la silla para poder recogerlo sin necesidad de abandonar mi asiento, agachándome lo mínimo. Apoyé la palma de la mano derecha en la mesa y alargué el brazo, puesto que el bolígrafo había caído junto a sus pies.
Llevaba unas sandalias de cuero negro, algo gastadas. Dejaban al descubierto sus empeines, que se adivinaban de una extrema suavidad. En el tobillo derecho lucía una cadenita dorada con una minúscula media luna. Levanté la vista lentamente; se alzaban ante mí unas piernas largas, sensuales, sublimes, magistralmente acabadas, dos estilizadas columnas de fuste liso que venían a constituir un nuevo orden arquitectónico, delicado y maravilloso, superior a los clásicos. Delicado sí, pero a la vez rotundo, rotundamente superior a éstos. Me deleité en la contemplación de los poros de su piel bronceada, que tenía un ideal tono dorado. Sus rodillas eran inusualmente redondas y lisas, dos soberbios capiteles moldeados en una simetría casi perfecta. Permanecían muy juntas, si bien no llegaban a tocarse. Tres pequeñas pecas coronaban graciosamente su rodilla derecha, formando el triángulo más exquisito que nunca se hubiese podido imaginar. Cuando me disponía a dar por finalizada la reverencial contemplación de aquellas rodillas únicas, descubrí bajo el mágico triángulo un sugerente puntito rojo, mínimo, quizás una marca de nacimiento que me había pasado inadvertida en primera instancia. Me sentía como el astrónomo ante el hallazgo casual de una nueva estrella en el firmamento, del planeta que le daba un nuevo sentido al universo. Durante unos pocos segundos, ¿fueron pocos?, tracé líneas imaginarias que unían las estrellas de mi singular constelación a través de su piel, tan extraordinaria, persiguiendo todas las combinaciones posibles, una y otra vez, alternando en cada ocasión el punto de partida. Unas piernas prodigiosas, mejores que las de Marlene Dietrich, incluso que las de Cyd Charisse. La falda tejana apenas cubría sus muslos, contundentes, poderosos, de piel suave y carne prieta que brillaba cálidamente incluso debajo de la mesa. Me imaginé agarrando aquellas portentosas carnes, abrazando esos muslos tersos y majestuosos, besándolos primero, mordiéndolos después. Desvié entonces la vista y fijé mi atención en las sombras que velaban la mínima separación que se intuía entre sus rodillas. Un manto oscuro que me permitía imaginar la suavidad del interior de sus muslos y también fantasear sobre la prenda que se resistía al alcance de mi mirada. ¿Una braguita convencional, una pieza negra de raso, o acaso de blanco satén, con encajes, tanga quizás? Descarté la última opción, me pareció demasiado vulgar. Decidí que mi imaginación podía ir más allá de aquellas columnas de Hércules, el límite entre el mundo conocido y lo ignoto. Las dejé atrás, se transformaron en un pórtico de magníficas columnas que traspasé y ello me permitió intuir la entrada que daba acceso a lo que imaginaba una morada de dioses, el rosado altar al que los tididas habrían acudido a sacrificar sus ofrendas en los tiempos arcanos del poeta Homero. Ignoraba si la puerta que se entreabría misteriosa delante mío cedería al simple contacto de mis dedos o si habría sido necesario el asedio o el feroz empuje de un ariete para vencer su resistencia. Desde mi posición, habría sido relativamente fácil tratar de averiguarlo.
De repente, un movimiento. Cruzó los tobillos, la media luna se balanceó rítmicamente. Las dos columnas se cerraron sellando de manera definitiva la entrada al santuario, inclinándose levemente, aunque nunca temí que cayesen, un pie descansando sobre el otro, en asombroso y delicado equilibrio. La minifalda cedió unos centímetros más. Desde mi nueva perspectiva, disfruté del armónico conjunto formado por el muslo, la corva, la preciosa pantorrilla que perfilaba una suave ondulación que me maravillaba. Su carne era firme, su músculo, largo, y su piel, tostada. Ni Praxíteles, ni Scopas, ni el anónimo artista que dio vida a la Venus de Milo, que con tanta exquisitez se habían aproximado a la perfección femenina, habrían podido trasladar al mármol la suprema belleza de sus piernas divinas. La imaginé probándose unas finas medias de seda y unos elegantes zapatos negros de tacón, creyéndose protegida de mi mirada por un biombo decorado con motivos orientales. Pude verla paseando por la playa, sus huellas sobre la húmeda arena de la orilla, la espuma de las olas muriendo a sus pies, el agua retirándose entre sus dedos. El sol acariciaba sus espléndidos muslos, brillantes de arena y de salitre...
–Bandera –dijo la muchacha, al tiempo que detenía el reloj con su mano derecha.
Asomé la cabeza por encima de la mesa y comprobé que mi reloj marcaba las cinco. El minutero señalaba la hora fatídica, delataba que había consumido todo mi tiempo sin haber realizado más jugada que la inicial y certificaba mi derrota.
Le pierde a usté la carne, le veo un poco en plan Ozores.
ResponderEliminarCaballerete, parece usted olvidar que los referentes de nuestra generación fueron Benny Hill y José Luis López Vázquez. ¡Que vienen las suecaaaaaas!
EliminarSublime. A la par de la Teresa de Marsé... ;)
ResponderEliminarIgualito, vamos. Usted, que me lee con buenos ojos.
EliminarEstoy de acuerdo :)
EliminarConmigo, ¿verdad? Gracias ;-)
EliminarCamarada, me parece que tienes una nueva fan ;)
EliminarYo sólo he hecho las presentaciones.
VII Memorial "Gabriel A. Carbó", muy bueno el recuerdo y muy grande el relato. Madre mía si le has sacado jugo a las piernas de la chica...
ResponderEliminarEs un recurso que, en mi opinión, tenemos la obligación de emplear. A unos, a través de la ficción, los recuerdas y homenajeas, del mismo modo que a otros los puedes asesinar o vejar en la misma página.
EliminarSobre tu segunda afirmación, no diré nada. Me has puesto el chiste demasiado fácil ;-)
Como resumen, no era una defensa Siciliana, sino Griega. ;-)
ResponderEliminarEs un relato brillante, David. Con el disfraz del ajedrez, consigues la complicidad del lector constriñéndote a lo esencial.
Me descubro y te aplaudo.
Un abrazo,
¡Vaya, vaya! yo pensando en ver una buena pelea de ajedrez y no... me enganchas en la contemplación de las columnas de Hércules...
ResponderEliminarBueno, vale, me gustó.
Besitos
El tiempo se desvanece cuando se contempla algo hermoso, y la imaginacion suele dispararse ante ciertas vistas. Me ha encandilado su relato señor Vivancos.
ResponderEliminarBesos desde el planeta vacaciones