Un jaque siempre queda bien, dijo el anciano al dejar su alfil en el tablero. El joven campeón no lo podía creer. Aquel viejecito, que ahora le miraba bovinamente, con sus ojos acuosos muy abiertos y con una afable media sonrisa en los labios, no sólo se había permitido entregar su dama por alfil y caballo, sino que se tomaba la libertad de repetir aquella irritante frasecilla cada vez que jaqueaba al monarca blanco. Respondió al anciano lanzándole una de sus fieras y célebres miradas, que durante tantos años habían amedrentado a los mejores grandes maestros. Éste se limitó a limpiar sus gafas con un pañuelito que sacó del bolsillo superior de su raído traje, escenificando una suerte de meticuloso y pulcro ritual, sin apartar su tierna mirada de la del campeón. La inverosímil entrega de material de aquel venerable aficionado había resultado ser excelente y doce jugadas después el gran maestro se encontraba en una posición desesperada. El vejete sonrió al ver cómo el campeón adelantaba su peón de alfil rey una casilla para cubrir su rey del jaque. Sin apenas pensar, cogió la torre para dar un jaque que parecía definitivo. Quizás para no volver a escuchar aquella jocosa frase de nuevo, el campeón dio un manotazo a su rey antes de que su oponente completara el movimiento, derribándolo con estrépito sobre el tablero. Los catorce niños que completaban la sesión de partidas simultáneas alzaron la vista al oír el golpe. Al otro lado de la sala, los padres de los niños dejaron de cuchichear y los dos periodistas especializados desplazados a la escuela se sonrieron: en un acto de escaso interés, el campeón les había proporcionado un nuevo titular. El joven campeón abandonó la sala con paso ágil, lanzando una mirada incendiaria al escaso público asistente.
En la habitación del hotel el campeón, sentado en la cama, le dedicaba una mirada de reproche a su madre. Había momentos en que se arrepentía de haberle permitido influir de un modo tan determinante en su carrera. Ahora era demasiado tarde para dar marcha atrás. Dirigía en gran medida su preparación, le marcaba la dieta, determinaba a qué actos debía asistir y en muchas ocasiones había ejercido de portavoz ante los medios de comunicación. Desde que abandonaron Polonia siempre había viajado con su hijo y se preocupaba de todos los detalles para que éste concentrara todas sus energías en el juego. Sus viajes le habían permitido disfrutar de los mejores hoteles, restaurantes, boutiques y salones de belleza y ya no era aquella gruesa y desastrada mujer de traje chaqueta color caqui a punto de reventar. Seguía dándole un aire a Charles Bronson, eso sí, pero los cosméticos habían suavizado algo su rostro, cosa que nadie pudo hacer con su carácter, mucho más fuerte que el de su hijo. Después de tantos desvelos, el ingrato le echaba en cara haber concertado aquellas simultáneas en el colegio dirigido por el señor K, estrecho colaborador del presidente de la federación. Con la cantidad de favores que le debían al presidente. El problema no eran los niños, el problema era el abuelo, clamaba el campeón. ¿Qué pintaba aquel vejestorio entre los críos? El abuelo era el mecenas del club del señor K, era un simple aficionado, dijo la madre apurando un vaso de ginebra. Nos avisaron que jugaría y no viste ningún problema, continuó. Mamá, no me cabrees, aquel matusalén jugaba como el mismo demonio, de aficionado, nada. Cuando escojo los candidatos para el título mundial no te quejas tanto, inútil, que eres más inútil que tu padre, respondió colérica a la vez que esquivaba con un felino salto hacia la derecha un jarrón de Manises que volaba directo hacia su cabeza. La discusión fue subiendo de tono y acabó como solían terminar sus habituales trifulcas, con la madre golpeando con saña al campeón con una botella de ginebra rota y con el servicio de habitaciones separando a la poderosa polaca de su hijo.
En el hilo musical sonaba Just a gigolo en la voz de Louis Prima. El campeón estaba en la terraza del hotel, deleitándose con la visión de un grupo de quinceañeras que tomaban el sol en la piscina. Aquel verano se habían puesto de moda unos bikinis especialmente sugerentes. Dejaba volar su imaginación mientras removía con el dedo los cubitos que flotaban en su Fanta. Él se desvivía por la Fanta naranja, pero su secretario le trajo una Fanta limón. Era el primer día del que podía disfrutar desde la última bronca con su madre, hacía ya cinco meses. Las primeras semanas las pasó ingresado en un famoso hospital, tuvo que renunciar a participar en un prestigioso torneo holandés y luego se concentró en la preparación del campeonato continental, al que acudían los mejores jugadores por invitación. Esa tarde se disputaba la última ronda, en el mismo hotel, pero decidió darse un respiro aquella mañana dado que la victoria del día anterior le había asegurado el triunfo. De repente, una chillona camisa hawaiana y unas ridículas bermudas se interpusieron entre su persona y las muchachitas. Alzó la vista y se encontró con la bondadosa mirada de aquel abuelo al que tanto odiaba. Después de la derrota en las simultáneas, la prensa le convirtió en el hazmerreír del mundillo y las relaciones con su alunada madre y el presidente de la federación se habían deteriorado mucho desde entonces. Claro que su rotunda exhibición en el campeonato continental había conseguido que casi todo volviese a la normalidad. Ahora, la sola presencia del encorvado anciano había conseguido disipar de su mente todo lo positivo de aquella placentera mañana: adiós a las chicas, adiós a la Fanta, adiós al campeonato…
¿Usted por aquí? Por el amor de Dios, ¿cómo se atreve a llevar esa camisa, a su edad?, fueron las únicas palabras que acertó a balbucear el desconcertado campeón. De nuevo visita nuestra ciudad… supe que se hospedaba en este hotel y vine a felicitarle por su excelente actuación, contestó el vejete, haciendo caso omiso a la observación del campeón sobre su estrafalario atuendo. ¿Puedo sentarme con usted?, continúo una vez sentado junto al campeón, mientras hacía un gesto al camarero indicando que le trajesen también una Fanta limón. El campeón trató de serenarse y se prometió no perder la compostura. Mientras le servían la Fanta, el viejo dejó con cuidado su sombrero tirolés sobre la mesa y apoyó el bastón en el brazo de la silla de mimbre. El silencio duraba demasiado y el campeón lo rompió con la pregunta que había rondado por su cabeza durante meses, ¿cómo juega usted tan bien? El vejete dejó el vaso sobre la mesa y le miró sorprendido. Soy un simple aficionado. Usted podría estar disputando el campeonato continental, la entrega de material de nuestra partida la hubiese firmado el mismísimo Tahl, dijo en tono serio el campeón. El mismísimo Euwe, le corrigió el abuelo, a la vez que sacaba un pequeño tablero magnético de su mariconera. Con gesto decidido dispuso las piezas en el tablero en la posición de la entrega ante la atenta mirada del campeón. Le tendió sus gafas y le dijo que se las pusiese. Eran unas gafas con una gruesa montura de pasta negra, similares a las popularizadas por Henry Kissinger, de cristales sin graduación aparente. El campeón dudó unos instantes y se sorprendió a sí mismo colocándose las gafas del viejo. Miró a su acompañante y su ahora borroso interlocutor le invitó a mirar la posición con un gesto. El tablero, las piezas, aparecían ante él desenfocados, mezclándose el blanco y el negro en una especie de confusión bicolor. Sin embargo, en una esquina del difuminado juego se distinguía con precisión la figura de un caballo negro. Aquello le produjo un gran desasosiego y cuando iba a preguntar al viejo qué significaba todo eso observó que una de las casillas negras también se perfilaba con toda nitidez. Sintiendo cierto sofoco, lentamente se quitó las gafas con mano temblorosa: le habían mostrado la jugada con la que el anciano cimentó su victoria, la casilla a la que había que mover el caballo negro, la mejor jugada, la jugada ganadora. El vejete se puso de nuevo las gafas y, tras pedir al camarero unas aceitunas, comenzó su relato.
Adquirí las gafas en una subasta celebrada en Amsterdam. En general, se subastaban lotes de escaso valor económico y artístico, por lo que tuvo muy poca acogida entre el público. Sin embargo, a mí me interesaba uno de los lotes, compuesto por algunas pertenencias del excampeón mundial Max Euwe. Destacaba su biblioteca y su colección de lentes e instrumentos relacionados con la astronomía. El lote no suscitó demasiado interés y lo adquirí por una cantidad razonable. Hacía años que tenía noticia de la existencia de unas maravillosas gafas que siempre mostraban la mejor jugada a quien miraba a través de ellas y al fin obraban en mi poder. Las gafas que utilizaba Euwe, ¿se imagina? Como tantos otros hicieron antes, les cambié la montura. ¿Le gusta?, preguntó. El campeón guardó un significativo silencio al respecto. El viejo no se inmutó ante tal desplante y prosiguió la historia.
Habían pasado siglos, habían sido montadas y desmontadas en diversas ocasiones, el propio doctor Euwe le encargó la limpieza y restauración de los cristales a M, su compañero de facultad. Porque, aquí donde las ve, estas lentes habían pertenecido al clérigo español Ruy López de Segura. Posiblemente fueron un regalo de Felipe II. Cómo las obtuvo el monarca es un verdadero misterio, apuntando unos que formaron parte de los tesoros hallados más de medio siglo antes tras la caída del reino de Granada, otros que fueron un presente de un alquimista toledano. Ruy López, que era un excelente jugador, se convirtió en un ajedrecista imbatible gracias a estas maravillosas gafas. Sin embargo, un hombre de su formación y que poseía un tan alto concepto del honor no pudo vivir con la mentira sobre su conciencia y hacia 1570 desmontó las lentes, relegándolas al olvido. Pocos años después sufrió en Madrid sus dos derrotas más dolorosas, frente a los italianos Leonardo da Cutri y Paolo Boi, explicó el anciano. El asombro inicial en el rostro del campeón dio paso a una mueca burlona. Sin duda, el viejo estaba chalado. ¿Gafas en la Edad Media? Alzando leve y parsimoniosamente la mano, el hombrecillo interrumpió al campeón, dedicándole una mirada de profundo desprecio. Señor, son tristemente conocidos los casos de grandes campeones que viven ignorantes de todo aquello que les rodea, salvo el ajedrez. No saben historia, desconocen todo sobre el arte y la literatura, la política les aturde, la ciencia les confunde. Ustedes viven en un mundo irreal, del que no se atreven a salir y al que los demás no podemos entrar. Y retomando su pregunta, señor, ¿acaso no ha visto, ya que no leído, El nombre de la rosa? ¿No recuerda al avispado Guillermo de Baskerville resolviendo los misteriosos asesinatos de la abadía, con sus lentes, en pleno siglo XIV? Además, Ruy López pertenece a la Edad Moderna, ignorante. El campeón guardó silencio pues, efectivamente, ni había leído ese libro, ni había visto la película, ni tenía la más remota noticia de que existiesen. ¿Quién sería ese Guillermo de Baskerville?
Con los ojos iluminados por una extraña luz, el viejo continuó explicando su historia. Lo cierto es que, desde la muerte de Ruy López hasta Euwe, sólo tenemos la seguridad de que pertenecieron a Philidor, a Janowsky y a Tartakower, dijo. Posiblemente las lentes permanecieron olvidadas en algún lugar de la corte durante lustros hasta que le fueron obsequiadas al músico tras una de sus interpretaciones ante el monarca español. Philidor las usó en muy raras ocasiones, ya que su talento estaba tan por encima del de los jugadores de la Francia del siglo XVIII, que no las necesitó para derrotarles. Al no serles de utilidad, las malvendió al comerciante parisino, monsieur R. ¿Qué provecho le podía sacar a unas gafas si el dinero que ganaba con el ajedrez procedía de sus exhibiciones a la ciega?, rió el carcamal. El campeón pasó por alto el chiste y comenzó a tomarse en serio al hombrecillo. El ardor febril con el que enfatizaba sus palabras comenzaron a calar en el joven, apareciendo el fantasma de la duda. Mientras disponía la posición inicial de las piezas sobre el tablero, el campeón pidió a su interlocutor las gafas para hacer la prueba definitiva. Cogió las gafas que le ofreció el viejo y se las colocó otra vez. Miró el tablero. De nuevo destacaba entre el conjunto borroso una pieza y una casilla. Las gafas le mostraban la mejor jugada que iniciaba la partida: el peón de rey avanzaba dos casillas. Colocó las piezas planteando cuatro conocidos problemas, y las gafas siempre hallaban la mejor continuación. Pálido, le devolvió las lentes al viejecillo, que se había vuelto para observar mejor a las bañistas.
Las gafas cambiaron de manos en varias ocasiones, adquiridas por oscuros personajes más interesados en lucrarse que en darles un buen uso. Cada dos o tres años, cinco a lo sumo, cambiaban de dueño. En tan poco tiempo, ninguno de ellos pudo destacar en el mundo del ajedrez. Quizás las utilizó también Staunton, quizás von Lasa. Masticando ruidosamente las aceitunas que había traído el camarero, el viejo prosiguió su historia. Quien sí sabemos seguro que las tuvo en su poder fue Janowsky. Éste sí las aprovechó y alcanzó gran renombre, pero su espíritu ganador hizo que ocasionalmente desestimase las mejores jugadas dictadas por las mágicas gafas, que conducían a las tablas, cayendo derrotado en demasiadas ocasiones. Sintiéndose enfermo, se las dio a su colega Tartakower que, endeudado por su conocida afición a los casinos, se las vendió al doctor Euwe en 1932.
El campeón le interrumpió preguntándole qué pretendía al contarle aquella historia, si quería venderle las gafas. El viejo guardó el juego magnético, se levantó con dificultad, apoyándose en su bastón, y se puso su ridículo sombrero. Usted no es digno de llevar estas gafas, le dijo. No se preocupe por mí, no voy a disputar ninguna competición y no me volverá a ver jamás, pero sepa que estas gafas pronto cambiarán de dueño y cualquiera de sus rivales será el afortunado. Ya no podrá especular con jugadas dudosas porque uno de sus contrincantes sabrá cuál será siempre la mejor continuación. Dejará de ser el número uno. Y no me las intente quitar, la terraza del hotel está llena de los periodistas que cubren el torneo esperando que les proporcione un nuevo titular. Gracias por la Fanta. Y por las aceitunas. Adiós señor. El joven observó cómo el vejete alcanzaba la calle y desaparecía, comprendiendo que pronto dejaría de ser el campeón mundial.
Mañana, si no pasa nada, vuelvo a seguir leyendo.
ResponderEliminar¡Menuda noche temática te marcaste, Elysa! Espero que no fueran mis textos los que te dieran sueño...
EliminarGracias por pasarte y dejar tus comentarios,
D.
¡Vaya con el vejete! ¡Menuda pieza! Le puso la golosina en la boca para después hundirle en la miseria. ¡Buena historia, David! Aunque te aseguro que estaba pensando que el vejete sería el demonio para tentarle, no sé, se me había ocurrido que la historia iría por ahí.
ResponderEliminarY no, no me dan sueño tus textos, el problema es leer en la pantalla, cansa.
Besitos