Era el tonto del pueblo. Tenía dieciocho años y le seguían llamando el Ramoncito. El Ramoncito era un retaco asilvestrado, de fuerte complexión, boca permanentemente abierta y belfo colgante, que pastoreaba las ovejas desde niño. Ocupó el lugar de su padre, el pastor, que había muerto en la guerra. Bueno, durante la guerra. Se cayó a un pozo y se rompió el cuello. El chico no tenía muchas luces, pero le gustaban los animales y cuidó del rebaño con verdadera dedicación. Bautizó a cada una de las ovejas y jamás extravió una. Invisible entre unos animales más grandes que él, el rebaño sin pastor. Desde que tenía diez años salía cada mañana con las ovejas y no volvía hasta tarde. Para distraerse hacía saltar piedras en el río, tocaba una pequeña flauta que había sido de su padre y, sobre todo, contaba. Le gustaba contar las ovejas, contar los árboles, las nubes, los cantos rodados del río, los agujeros de las balas en el puente de piedra. Así creció el Ramoncito, lerdo, sin apenas ir a la escuela, sin preguntarse nada que no tuviera que ver con sus ovejas.
Una calurosa mañana de mayo, el Ramoncito se detuvo, como de costumbre, en la abandonada ermita de San Rodrigo. El muchacho solía hacer un alto en su ruta hasta el prado para refrescarse en la fuente que manaba de unas rocas junto al camino, mientras los animales pacían entre las sacras ruinas. Sin embargo, aquel día el conjunto estaba iluminado por una luz diferente, más brillante. Miró al cielo, pero el sol no era el causante de aquella extraña luminosidad. Parecía un resplandor procedente de detrás de los abedules, de la fuente. El Ramoncito se dirigió curioso hacia allí y conforme se acercaba oía cada vez con mayor nitidez unas voces cristalinas que entonaban una melodía, la más bella que jamás había escuchado. Junto a la fuente encontró a un hombre delgado de barba cuidadosamente recortada, vestido con un hábito de saco, que le miraba con expresión serena. La luz parecía emanar de su figura. El Ramoncito cayó de hinojos y se santiguó.
- Loado seas, Ramoncito.
- ¡Un santo!
- No, Ramoncito, no soy un santo.
- Sí que lo es.
El Ramoncito no se iba a dejar engañar tan fácilmente. La luz, las voces angelicales y la limpia mirada de aquel hombre vestido de monje se ajustaban a lo que le había contado su padre respecto a las apariciones divinas. Bueno, no exactamente. Su padre le había explicado que la Virgen siempre se aparecía a los pastorcillos de los pueblos, invariablemente junto a la fuente. El Ramoncito no era muy listo, pero era consciente de que a sus dieciocho años ya no podía considerarse un pastorcillo y de que aquel señor barbudo con tonsura no era la Virgen María. Por lo tanto, debía de tratarse de un santo.
- No soy un santo, Ramoncito, soy Ruy López de Segura.
- ¿Quién?
- Ruy López, de Zafra.
- ¿Y la musiquilla?
- Este tipo de coro acompaña a todas las apariciones. Soy una aparición, no un santo.
- ¿Una aparición?
- Ramoncito, observo por el retintín de vuestras preguntas y la altura que alcanza vuestra ceja derecha que mostráis cierta reticencia a creer lo que os digo. Por favor, relajaos y escuchad lo que os tengo que contar. Y guardad esa navaja, por el amor de Dios.
Todavía de rodillas, el pastor cerró la navaja, lanzando una mirada entre suspicaz y decepcionada al iridiscente personaje del hábito.
- ¿Y quién dice que es usted?
- Soy Ruy López, obispo de Segura, el más famoso ajedrecista del siglo XVI.
- ¿Jerecista?
Ruy López miró al cielo. Tenía una dura tarea por delante. Se preguntó si el maldito Paolo Boi tendría las mismas dificultades para las conversiones en el sur de Italia, donde solía obrar.
- Ajedrecista. El ajedrez es un juego que enfrenta a dos rivales que conducen sus ejércitos de madera utilizando su intelecto. Inteligencia, quiero decir. ¿Me entendéis? Os he escogido a vos, Ramoncito, sois el elegido de Ruy López de Segura. Es mi voluntad que dediquéis vuestra vida al ajedrez y os convirtáis en un gran ajedrecista.
- Verá, don Ruiz López, me siento muy halagado pero, verá usted, es que… bueno, en definitiva, creo que no soy el más indicado.
- No seáis modesto, Ramoncito.
- No se trata de modestia, señor, se trata de que soy tonto.
- Oh, no creáis que para destacar en el noble juego hay que ser una lumbrera. Hay que dedicarle mucho tiempo, eso sí, y vos tenéis grandes ratos de ocio con vuestras ovejas.
- Hummm. Y, ¿por qué yo, maestro?
- He observado en vos unas condiciones excepcionales. Sois un gran aficionado a las matemáticas, os he visto cómo numeráis todo lo que os rodea, y sois un hombre piadoso. Piadoso, solitario y raro, que es lo principal. Bueno, también ha influido bastante en la decisión que sois el único que pasáis por esta ermita, como bien sabéis, dedicada a mi tocayo San Rodrigo. Y de maestro nada, mi régimen de apariciones es muy restringido, así que no podéis contar conmigo para que conduzca vuestro aprendizaje. Ésta es mi voluntad y en vuestra mano está…
- Entonces, ¿cómo aprendo a jugar? ¿Quién me va a enseñar?
- No volváis a interrumpir mi prédica, me molesta sobremanera. Dirigíos allá donde se reúnen los hombres sabios del pueblo y preguntad quién de ellos os puede enseñar tan linajudo juego.
- ¿En la iglesia, en el ayuntamiento, en el cuartel de la Guardia Civil?
- En la taberna, Ramoncito, en la taberna.
Y la figura de Ruy López se desvaneció, llevándose consigo el refulgente halo y la arrebatadora melodía que le acompañaban. Con gran desasosiego, el Ramoncito decidió dar por finalizada la jornada y deshacer el camino andado. Devolvió las ovejas al redil y bajó corriendo por el sendero camino del pueblo. En menos de veinte minutos cruzaba la plaza y entraba en la taberna. En la barra Sabino, que era un excelente poeta, Tomás y el Berraquero discutían sobre la suplencia de Machín en el último partido del Atlético Aviación.
- ¿Me podéis enseñar a jugar al ajedrez?
- Caramba, Ramoncito, hacía mucho que no te veíamos por aquí. ¿A qué vienen esas prisas? Tómate un chinchón, hombre.
- No puedo. Tengo que aprender a jugar al ajedrez.
- Bueno, hombre, bueno. Menudas inquietudes con las que se presenta éste. Pregúntale al señor Onofre, seguro que él te puede ayudar.
Entre risas, los tertulianos señalaron con el dedo la mesa del rincón, de la que el señor Onofre se estaba levantando en ese preciso instante, dando por finalizada la partida de dominó que había jugado con el boticario, el barbero y el Romerito, uno que quería ser torero. El señor Onofre era un anciano grueso y de gran envergadura, que vestía con pulcritud. Había sido el maestro del pueblo hasta hacía unos años. Ahora estaba escribiendo una historia de la comarca, que había alcanzado una gran prosperidad en tiempo de los romanos. Era el cronista del pueblo, la eminencia local a la que todos acudían cuando tenían un asunto espinoso entre manos. Y la solución al tremendo problema del Ramoncito.
- Señor Onofre, ¿me podría enseñar a jugar al ajedrez?
- ¿Cómo dices, hijo?
- Quiero aprender a jugar al ajedrez.
- Me sorprende lo que me pides, Ramoncito. En lo poco que viniste a la escuela no demostraste demasiada capacidad de concentración, tan necesaria para ese juego.
- ¿Perdón, qué me decía?
- Nada, nada. Acompáñame a casa, por favor.
La casa del viejo maestro estaba al otro lado de la plaza. Entraron en lo que debía de ser la estancia principal y el señor Onofre invitó al joven a tomar asiento. El anciano desapareció tras una cortina y volvió con un tablero de ajedrez, un juego de piezas y dos libritos polvorientos.
- Yo no puedo darte clases. Tengo que acabar la magna obra que me tiene tan ocupado desde que dejé la escuela. Tampoco tú puedes perder tu tiempo bajando al pueblo porque descuidarías las ovejas. Creo que lo mejor será que bases tu aprendizaje en estos dos libros, los puedes estudiar mientras los animales pacen. Si no entiendes algo, no dudes en venir a preguntármelo. Me encontrarás sumido en las arduas tareas de investigación, documentación y redacción de mi monumental historia. En el bar, por supuesto. Hala, ve con Dios.
Después de recibir un par de amistosos golpecitos en la espalda, el Ramoncito se encontró en la plaza, con el ajedrez y los dos libros. Se sentía un ser privilegiado, ya que había sido escogido por un santo (no le había podido engañar) para acometer una empresa única. Volvió a su casa, dispuesto a comenzar los estudios al día siguiente.
El pastor se centró por completo en el ajedrez. Cada día metía en su zurrón el juego y los dos libros del señor Onofre y se dedicaba a estudiar los movimientos de las piezas, la notación de las partidas, a repasar conceptos básicos a la sombra de un árbol mientras los animales pastaban. Por la noche, después de la cena, continuaba la jornada reconstruyendo algunas partidas reproducidas en los libros del viejo maestro, temeroso de defraudar a San Ruiz López. Pero al Ramoncito le costaba asimilar los nuevos conocimientos, por lo que con frecuencia bajaba a la taberna del pueblo a consultarle al señor Onofre sus dudas. El cronista debía recordarle cómo movía el caballo cada semana. Nunca tuvo alumno más torpe y sólo conseguía soportar aquellas sesiones, con más bravura que estoicismo, a base de darle tientos a la botella de chinchón que diligentemente colocaba el tabernero en su mesa cada vez que el Ramoncito hacía acto de presencia en el local.
Un día, el Ramoncito entró en el bar apretando los libros contra su pecho y se dirigió con paso decidido a la mesa del señor Onofre:
- Señor Onofre, ¿puedo enseñarle la partida que jugué ayer con Basilio?
- Por supuesto, hijo.
El señor Onofre cerró el diario con expresión de resignación cristiana. Llamó al mozo que se ocupaba de la barra, cuyo parecido físico con Paulino Uzcudun era realmente notable y al que podía considerársele tan buen poeta como Sabino, y le pidió que les trajese el juego de ajedrez que desde hacía años se moría de risa en el almacén. Se trataba de un juego muy antiguo de madera que los parroquianos habían utilizado mucho antes de la guerra. El pastor colocó las piezas con dificultad ante la silenciosa mirada del viejo historiador.
- Hijo, has colocado el rey en el sitio de la dama. Y recuerda que el cuadro blanco siempre va a la derecha.
El Ramoncito repitió la operación, alcanzando esta vez un resultado óptimo. El anciano le invitó a que comenzase la reconstrucción de su partida con Basilio, el hijo del boticario. El Ramoncito inició una serie de movimientos rápidos y maquinales entre los que con dificultad el señor Onofre podía intercalar algún comentario, a los que el pastor respondía con evasivas:
- Vaya, hijo, jugaste un gambito de rey. ¿Lo has estudiado?
- Sí, señor.
- Qué partida más rara.
- Sí, bueno…, sí, señor Onofre.
- Un juego muy agresivo.
- Sí.
El alfil negro apuntaba a la torre blanca y el pastor, en lugar de defenderla de la amenaza, centralizó su caballo de dama. Basilio prefirió tomar con su dama un peón a capturar la pieza mayor con su alfil, de manera que quedaban las dos torres blancas amenazadas. El Ramoncito colocó su alfil de casillas negras en una posición inmejorable, pero la jugada suponía la pérdida de las dos torres. En ese preciso instante, el señor Onofre sintió esa extraña sensación de presenciar algo ya vivido. Conocía aquella posición. Qué ingenuo había sido. Aquel retaco estaba reproduciendo la famosa partida entre Anderssen y Kieseritsky, la Inmortal, jugada en Londres en el año 1851 como si fuese una creación propia. Cuando quiso reaccionar, el Ramoncito había concluido dándole un bonito jaque mate a Basilio. Todavía dudando entre pedir un aguardiente y darle un capón al pastor para suavizar su enfado, el señor Onofre le espetó un gélido:
- Estupenda, has jugado una partida estupenda.
- Muchas gracias, señor. Adiós.
Y se fue por donde había venido.
Pasaron las semanas, pasaron los meses. Las visitas del Ramoncito a su maestro eran cada vez más frecuentes, repitiendo siempre las mismas cuestiones y enseñándole partidas de campeones como Anderssen, Morphy, Lasker o Capablanca, que pretendidamente jugaba contra Basilio, Efrén, el Polaco o el Romerito. No contento con las improvisadas clases que le daba el señor Onofre en el bar, cuando se le planteaba una duda estudiando una partida por la noche, no dudaba en visitar al viejo maestro al alba, antes de llevar el rebaño al prado. La paciencia del señor Onofre llegó al límite el día en que el Ramoncito le intentó mostrar la Siempreviva, que había enfrentado a Anderssen y Dufresne en 1852, como una brillante victoria obtenida a pesar de la tenaz defensa de Basilio.
- ¡Me cago en mi pena negra, Ramoncito! ¡Harto, me tienes más que harto! ¡Harto de que me presentes partidas memorables como si fuesen tuyas! Tú, que eres incapaz de colocar bien las piezas al inicio de la partida. Hasta hoy he aguantado, pero como te vuelva a ver por aquí con los libros bajo el brazo, ¡no respondo de mí!
A pesar de que era corto de entendederas, el Ramoncito comprendió perfectamente que las clases del señor Onofre se habían acabado. Sin embargo, no le dolió el tono empleado por el viejo maestro. Lo que le dolió fue el impacto de un alfil en el occipital cuando abandonaba el local, certeramente lanzado por el señor Onofre. Herido en su orgullo y en el occipucio, el pastor entendió que para alcanzar la misión que le había confiado San Ruiz López no iba a contar con más ayuda que su propio esfuerzo y tesón. Lo conseguiría sin el socorro de nadie.
En el pueblo no supieron de él durante semanas. Se entregó de lleno al ajedrez, si bien sus progresos seguían en consonancia con su idiocia.
Sentado de espaldas a la ventana, el señor Onofre redactaba con desgana, a la luz de un candil, el capítulo dedicado a los bandoleros de la región. El tema despertaba en él un gran interés, pero los lugareños que se habían echado al monte a buscarse la vida no habían sido precisamente Luis Candelas. Pocos, torpes y chapuceros. Sobre la mesa había un montón de papeles garrapateados, un grueso tomo enciclopédico abierto por la letra M y un vaso de leche en el que el maestro mojaba distraídamente una galleta María. Le sorprendió ver su sombra proyectada sobre su escritorio. Había oscurecido y debían de haber encendido el farol de la plaza. No era consciente de que hubiese pasado tanto tiempo absorto en la redacción de su historia. Pero, ¿qué significaba aquella música? Se giró al oír una voz que le hablaba.
- Loado seas, Onofre.
- ¡Un santo!
- No, Onofre, no soy un santo.
- Sí que lo es.
Ruy López suspiró. El hombre más sabio reaccionaba de la misma manera que el tonto del pueblo. Después de sosegar al señor Onofre con amables palabras, procedió a explicarle la diferencia entre una aparición y un santo.
- No quisiera herirle lo más mínimo, desconocida aparición, pero entienda mi decepción. En un pueblo tan religioso como es éste, en el que paseamos a San Rodrigo cada dos por tres para que llueva y tengamos buenas cosechas, lo que uno espera que se le aparezca es un santo, ya que se le ha pasado la edad de que se le presente la Virgen. Ya sabrá que sólo se les aparece a los niños. Niños pobres.
- Sí, algo he oído decir, sí.
- Bueno, también tiramos cabras del campanario. Para que llueva, digo.
- Disculpad que os interrumpa pero temo que me vayáis a ofrecer un discurso de cariz antropológico que no me interesa en absoluto y no dispongo de demasiado tiempo. Mi nombre es Ruy López, obispo de Segura, el más famoso ajedrecista español de todos los tiempos.
- Oh, encantado de conocerle. Ruy López aquí, ¡no me lo puedo creer! Es un verdadero placer recibirle en mi humilde casa. Siéntese, por favor. Soy un gran aficionado al ajedrez. No me lo imaginaba así, tan pobremente vestido, siendo como fue una celebridad en la Corte.
- Me halagáis. Es cierto que en mi condición de protegido de Felipe II fui un personaje famoso que gozaba de todos los privilegios en palacio. Por supuesto, no vestía este incómodo hábito. Ni os imagináis lo desagradable que es la rozadura de la tela del saco en según qué zonas. Encargaba mi vestimenta al sastre veneciano de palacio, que la cosía con los más ricos tejidos que se podían encontrar en Europa. Tendríais que haberme visto con un sombrero turquesa que me regaló el conde de Palanques por haberle absuelto de unos pecadillos que no vienen al caso. Pero debéis entender que sería poco serio que un aparecido fuese por ahí vestido con ropajes satinados, como una diva del bel canto.
- Claro, claro. Pero, ¿qué se le ofrece? ¿Quiere jugar una partidita?
- No, Onofre, no estoy aquí por placer, sino que tengo una misión que llevar a cabo. Para ello, necesito de vuestra ayuda.
- Haré cualquier cosa que usted me pida.
- Escuchad. Hace unos meses me aparecí a un joven pastor, conocido entre vuesas mercedes como el Ramoncito, y le encomendé que dedicase su vida al ajedrez. Os tomó como maestro y la empresa no fue del todo mal hasta que vos decidisteis darla por terminada. El zagal no avanza desde entonces. Tenéis que continuar dándole vuestro consejo para que mejore su juego.
Las mejillas del señor Onofre adquirieron súbitamente una tonalidad rosada que pronto se extendió por todo su rostro. El rosa pasó a rojo intenso a la vez que su indignación le hacía abrir exageradamente los ojos inyectados en sangre y le hinchaba las venas del cuello.
- ¡Ni hablar, amigo mío, ni hablar!
- No podéis negaros, Onofre, para lograr mi empresa es necesario que vos le dediquéis vuestro tiempo.
- Exacto, usted lo ha dicho. Su empresa. Yo no tengo nada que ver con ella. Usted es el aparecido, no yo. Que le enseñe otro.
- Sólo vos conocéis los secretos del juego en este pueblo de mala muerte.
- ¡Que le enseñe otro, he dicho!
- Tenéis que ser vos.
- Escúcheme bien, señor obispo, porque no se lo pienso repetir. No estoy dispuesto a perder ni un minuto más con un tonto de baba que después de meses de intenso estudio no es capaz de retener cómo se colocan las piezas ni el movimiento del caballo. ¿Me ha entendido? No pienso perder ni un segundo viendo cómo se apropia de partidas famosas y pretende hacerme creer que se las ha ganado al pitecántropo de Basilio. No voy a prestarle ni un libro más y si vuelve a hablarme de otra cosa que no sean ovejas o quesos seguramente haré una barbaridad que me llevará al cuartelillo. ¿Queda claro?
La ira desatada del señor Onofre apocó a Ruy López, que con un chasquido de dedos hizo que la música celestial que con él se manifestaba cesase. Adoptó una actitud implorante, de rodillas en el suelo y dirigiendo sus manos entrelazadas al anciano.
- No podéis hacerme esto. Hacedlo por mí, os lo ruego. ¡Soy Ruy López!
- No. ¡Suélteme, carape! Aparézcasele otra vez y dígale que deje el ajedrez.
- Está bien, reconozco haber fracasado, pero no puedo hacer tal cosa, sería humillante. Además, no va a dejar el ajedrez así como así, se lo ha encomendado un ser procedente del más allá. Yo.
- ¡Pues que se le aparezca otro y le encargue cualquier cosa en su lugar! ¡No le quiero volver a ver! ¡Que se le aparezca Pepe-Illo y le ordene que sea torero, caramba!
Ruy López alzó sus ojos llorosos y miró al ofendido maestro. Era una mirada de gratitud y complicidad. No era una solución muy digna, pero decían que un clavo sacaba otro clavo.
- ¿Por qué me mira así, si se puede saber? Me da miedo.
- Apenas conozco a Pepe-Illo, no es de mi época. Soy incapaz de pedirle una cosa así.
El señor Onofre comprendió que había dado con la solución. Animado por la idea de eliminar al pastor ajedrecista de su vida, los nombres acudían a su cerebro atropelladamente.
- ¿Miguel Servet, Garcilaso, Fray Luis de León?
- Desconozco muchas de las virtudes que adornan al Ramoncito, pero no lo creo apto para la medicina o las letras, amigo Onofre.
- Entiendo, necesitaríamos una actividad menos… ¿por qué no se lo comenta a Francisco Pizarro?
- ¿Vos creéis que este país necesita en este momento un conquistador?
- Levántese, sea un poco más digno, hombre. Una actividad que alguien como el Ramoncito pueda realizar sin dificultad. Que quien la lleve a cabo no tenga que hacerse demasiadas preguntas. Una labor, un oficio que cualquiera pueda ejercer y que la estulticia no sea un impedimento para destacar en esa tarea… ¡Claro!
- ¿Qué habéis pensado? ¿Con quién debo hablar para que se aparezca al Ramoncito?
- Con nadie, amigo Ruy, con nadie. Usted mismo, en su calidad de obispo de Segura, se aparecerá mañana al Ramoncito, en la antigua ermita de San Rodrigo.
La última aparición se obró tal como la había planificado la preclara mente del señor Onofre. En la fuente, tras los abedules, como en aquella lejana mañana de mayo, el pastor recibió dos mensajes claros. El Ramoncito no volvió a tocar un tablero de ajedrez. San Ruiz López había sido explícito en ese sentido. El Ramoncito, el padre Ramón, tomó los votos pocos años después, al concluir sus estudios en Badajoz. Precisamente él ofició la misa en el entierro del señor Onofre la víspera de San Juan.
Jajaja, buenísimo, pero que bueno este cuento, David. De verdad que ha merecido la pena leerlo, que bien me lo he pasado, “viendo” al Ramoncito, a Don Onofre y a Ruiz López.
ResponderEliminarMenos mal que Don Onofre encontró una solución, es si no ¡vaya follón!
Besitos
Pocas obras literarias han expuesto la ordinariedad de la idiotez y los milagros. Una cosa que lleva a la otra.
ResponderEliminarFelicidades, podría decir que entre la Literatura "digital", tu relato es una magna obra, un clásico.
Saludos.
Gracias a ambos. Kurt, con elogios así vas a conseguir sacarme los colores. Bienvenido a mi humilde morada.
EliminarBesitos y saludos, respectivamente,
D.