Cogió de la pila la bandeja metálica, tan parecida a aquéllas que había utilizado durante años en el comedor del colegio de curas, y se incorporó a la cola. Tomó un panecillo, una manzana verde, un botellín de agua, los cubiertos y el vaso, una servilleta de papel y se hizo servir un plato de fideos caldosos y dos filetes de merluza rebozada con algo de ensalada. Pagó en la caja y buscó un sitio libre con la mirada. El comedor de la facultad estaba en su hora punta, los estudiantes comían comentando la última clase o la película de la noche anterior en un ambiente ruidoso como el de una acería. Algunos de ellos vestían batas blancas. Otros, solitarios, releían apuntes o le daban a la calculadora mientras se llevaban el tenedor a la boca sin apenas mirar el plato. Entre aquel mar de jóvenes hambrientos se distinguía alguna cabeza nevada de sabio profesor que también estaba dando buena cuenta de su almuerzo. Localizó un hueco que no parecía estar nada mal. Se dirigió hacia allí y, después de saludar y preguntar si estaba ocupada, tomó asiento en una silla al final de una de las largas mesas del comedor universitario, la que quedaba más apartada del resto.
Aquélla era su segunda expedición literaria. A pesar del pequeño fracaso que había constituido su primer trabajo de campo, decidió repetir la experiencia para empaparse de los pintoresquismos de la vida universitaria para esmaltar luego su narración con todos los detalles que pudiera retener del comedor. Su historia iba a girar alrededor de unos jóvenes ambiciosos que habían entablado amistad en la universidad y que, más adelante, se convertirían en poderosos empresarios. El protagonista, que todavía no tenía nombre ni tampoco sexo, acabaría siendo presidente y máximo accionista de una empresa de colchones. En una reunión informal con uno de sus antiguos compañeros de la facultad, ahora tiburón de la industria textil, tramarían un plan maquiavélico. El primero convencería a sus amigos colchoneros para que todos ellos adoptaran unas nuevas medidas estándares. De esa manera, produciendo únicamente colchones un palmo más anchos, un palmo más largos y tres dedos más altos, obligarían a los consumidores, a su vez, a comprar nuevos juegos de sábanas, ya que las que habrían usado hasta entonces no les servirían para nada. Gracias a esta estrategia comercial, quien quisiese renovar su colchón tendría, además, que adquirir nuevos juegos de cama, fundas de almohadas incluidas. El argumento aún no estaba del todo hilvanado y podrían añadirse nuevos elementos, como los productores de somieres. O hacer que también entrase en juego el ancho del casquillo de las bombillas y el consiguiente ensanchamiento de los portalámparas de las luces de las mesitas de noche. Una confabulación empresarial de cariz universal para renovar todos los elementos de los dormitorios. Había que pulir ese argumento tan prometedor, había que pulirlo, había que pulirlo.
Para su primera salida en busca de detalles para uno de sus cuentos anteriores, uno que iba de artistas y bohemios de diferente pelaje, se había disfrazado de moderno y se había adentrado en la noche del sábado con el objeto de absorber la esencia de las restauradas tabernas modernistas de la ciudad, que de un tiempo a esa parte funcionaban como locales de copas. Se había sentado al fondo de una de ellas y, libreta en ristre, se había dedicado a anotar las reflexiones, demasiado poéticas para su gusto, que le inspiraban el rótulo exterior de la puerta, de época; la decoración circense de la taberna; la mampara de cristal que separaba la entrada del interior del establecimiento; los motivos modernistas de la cristalera que daba a la calle y de la barra, esas ondulaciones de madera tan infrecuentes; los recortes de periódico con los cuales estaban empapeladas las paredes; el trapecio colgado del techo; o las dos jovencitas con pinta de lesbianas que bebían acodadas en un viejo piano que no tenía otra función que la de servir de mesa para quienes allí abrevaban. Pero el ambiente, ay, el ambiente nocturno de la ciudad no había podido captarlo en su totalidad por la abrupta irrupción de un grupo de tunos de la facultad de física. Un elemento discordante procedente del siglo diecisiete que se negaba a desaparecer dignamente como tantas otras cosas lo habían hecho ya, como el desplazarse en carruaje, el batirse en duelo o el arrojar por la ventana las aguas menores a la vía pública. Aquel insufrible combo fuera de contexto, integrado por personajes que impostaban un júbilo indecente y que nadie creía, unos con capas y traje tradicional y otros con jersey y tejanos, se dedicó a amargarles la velada a todos cuantos se habían reunido en local tan singular. No dejaron canción por tocar de un repertorio que apenas había experimentado cambios en los últimos cuatro siglos. Se permitieron, incluso, dedicarle al escritor de incógnito una popular tonada felicitándole un cumpleaños que no había de celebrarse hasta dos meses y medio después. Negros nubarrones, como los pulmones de un minero galés jubilado prematuramente por la silicosis, se cernieron sobre su proyecto literario de captar el ambiente de los modernillos de fiesta en un local de copas con regusto añejo. Cuando los músicos comenzaron a pedir jarras de cerveza se dio cuenta de que la cosa iba para largo y un escalofrío le recorrió el espinazo. Sólo halló una explicación coherente a que los dueños del establecimiento no los hubiesen echado a patadas y, en su lugar, se limitasen a bajar el volumen de la música para que los parroquianos pudiesen disfrutar mejor de la acústica de las bandurrias y de las panderetas: las alegres palmas que daban los guiris jaleando a los talluditos miembros de la tuna. Ellos sí parecían disfrutar y, cosa determinante, no paraban de consumir al empalagoso estribillo de Clavelitos. Se echó al coleto cuatro cubatas de Red Bull, a razón de seis euros el trago, a la espera de que el grupo se disolviese. Daba dos golpes con el vaso largo en el mármol blanco de su mesa y, sin pronunciar palabra, el camarero acudía solícito ya con la consumición preparada y la cuenta. En vano. Los tunos se habían hecho fuertes junto a la barra y su estratégica posición, lo más próxima posible al alcohol, dificultaba una huida en condiciones. No eran tontos, no. Cuando ya no pudo más, y se jactaba de tener una paciencia casi comparable a la del santo Job, decidió que había llegado la hora de retirarse. Se guardó la libreta en el bolsillo interior de la chaqueta y abandonó la taberna a codazos con evidente fastidio, tratando de abrirse hueco entre tanto tuno.
Ya en la calle se decidió a coger el autobús nocturno, con la esperanza de recoger nuevo material para ese relato noctámbulo suyo. Era un medio idóneo para el estudio de fiesteros noctívagos en retirada. Sin embargo, la presencia de una escandalosa pareja de africanos, la cual no paró de discutir a voz en cuello durante los más de treinta y cinco minutos que duró el trayecto, no sólo lo privó de la mínima concentración requerida para llevar a cabo su cometido sino que también le impidió centrarse en una tarea tan simple como pudiera ser el poner en orden sus anotaciones. Más de media hora de murga ininterrumpida, de cháchara insoportable para quien, como él, traía la cabeza como un bombo de la taberna transformada en sala de conciertos tuneros. La atractiva negra, entrada en carnes y grasas, llevaba un vestido tan corto por arriba que enseñaba las copas de su sujetador de leopardo y tan corto por abajo que mostraba sin recato unas bragas negras y transparentes que hubiesen hecho las delicias de cualquier adolescente con mucho amor propio. Llevaba unas extensiones rizadas de color trigo maduro. Estiró las piernas y las dejó descansar en el asiento libre que había delante de ella. Calzaba unos zapatos blancos de tacón con más mierda que el rabo de una vaca. Tenía unos muslos enormes y poderosos, tan saludables y apetecibles, capaces de dejar exhausto y sin aliento a cualquiera que quedase aprisionado entre ellos. Cuando la discusión parecía haber cesado, arrancaba de nuevo y la mujer comenzaba a darle voces a su compañero, un negro pelón de camisa morada y con los dientes separados. Éste le daba la réplica en un inglés nasal tan rudimentario como el de ella, un inglés africano que les servía para reñir y hacer las paces de manera casi simultánea, para volver a pelear y para reconciliarse y dedicarse unos cuantos achuchones acto seguido. Se gritaban con odio y se abrazaban y reían después. Una loca vorágine de sentimientos que nadie estuvo dispuesto a interrumpir. Nadie quiere problemas. Y menos a esas horas y en un medio de transporte público.
Agudizó el oído. Uno de los jóvenes de la mesa, con greñas sucias, hablaba con aire prudente, como conspirativo, de un invento tecnológico revolucionario mientras se disponía a devorar una hamburguesa con patatas. Para ello, Hamburguesa con Patatas hubo de interrumpir una charla banal que el grupo sostenía sobre la exnovia de Calamares a la Romana, quien se mostraba un tanto avergonzado por el episodio que le había tocado vivir. Por lo visto, Calamares se encontraba cierta mañana haciendo cola en la pollería con su actual pareja cuando una exnovia despechada había hecho inesperado acto de presencia en el comercio para pedirle que saliese un instante y poder así ambos hablar de algo importante. Al poner objeciones a ese aparte, la novia del momento había tenido que escuchar lindezas de su rival del tipo “ignoraba que (Calamares) tuviese complejo de Edipo” o “¿sabías que tu novio estuvo follando conmigo el miércoles al mediodía?”. “Me extraña, porque el miércoles al mediodía precisamente me estaba follando a mí”, había respondido con descaro la otra. La discusión, embarazosa de por sí para el objeto de la disputa (Calamares, como ya se dijo), se había convertido en particularmente incómoda al producirse en el marco indicado, esto es, una tienda llena de pollos colgando de ganchos y marujas dispuestas a difundir lo presenciado allí, como apóstoles del chisme. Para recrear el ambiente universitario, se había dicho el escritor de cuentos, estaría muy bien reproducir algunos de los temas de conversación que se desarrollasen en el comedor de la facultad, tan necesarios para darle veracidad al relato, a su modo de ver, como las descripciones de los estudiantes, de los camareros que iban y venían recogiendo y vaciando las bandejas, o de la aséptica decoración de la sala. Tomaba nota mental de todo lo que allí ocurría. Pondría la anécdota de la pollería en boca de uno de los protagonistas en su época universitaria. De la del fabricante de somieres, decidido. No hubiese sido ni elegante ni discreto sacar su libreta de notas, no. La espontaneidad de las conversaciones se habría visto reducida considerablemente si los jóvenes alumnos lo hubiesen observado escribir en ella.
- … tendríamos que ponernos a trabajar en ello ya –interrumpió Hamburguesa con Patatas, convertido ya en Flan Mandarín.
- Antes de entrar en cuestiones de programación pienso que deberíamos abordar lo del diccionario de términos –propuso Calamares a la Romana, algo aliviado pero, a la vez, disgustado por haber visto interrumpida la narración en la cual desarrollaba un papel de objeto de deseo de dos mujeres dispuestas a lo que fuera por él. El sueño de cualquier hombre que no trabajara en Telecinco, vaya.
- Sí, tienes razón en eso, lo del diccionario no puede dejarse para el último momento –le dio la razón Flan Mandarín, misterioso.
- Pues en mi opinión lo prioritario es ponernos con la programación, a ver si vamos a ser incapaces de llevarla a cabo y todo el faenón que pudiese darnos el diccionario no nos vaya a servir para nada –objetó Sopa de Fideos quien, o comía más lento que el resto o se había incorporado más tarde al grupo.
- ¿Se puede saber de qué estáis hablando? –interrumpió Morcillas de Arroz.
- Del Incorrector –aclaró Sopa de Fideos. Hablaban muy bajito, como si tuviesen en mente apuñalar al César al salir del anfiteatro.
- ¿De qué? –insistió.
- Del Incorrector de Word –hubo de repetir Sopa de Fideos, en vista de que la aclaración anterior no había sido tal. Y, al darse cuenta por la boba expresión de su vecino de almuerzo de que no había aportado ningún dato nuevo a lo que acababa de decir, se vio en la obligación de añadir alguna información complementaria–. Una aplicación que queremos programar, ver si nos puede servir como proyecto, de paso, de fin de carrera y luego registrarla en la oficina de patentes para comercializarla después –y subrayó esto último con un sonoro shhhhruuup que hizo desaparecer, absorbido entre sus labios a la francesa, un fideo juguetón que le colgaba del belfo.
- Y forrarnos con ella –apostilló Calamares a la Romana.
- Eso, y forrarnos, y forrarnos, por supuesto –convino Sopa de Fideos.
- Ah, pues no tenía ni idea. Explicadme más, por favor, que el tema me interesa –Morcillas de Arroz parecía vivamente fascinado, tanto o más que el cuentista a la captura de pintoresquismos estudiantiles, quien estiraba el cuello para no perder ripio.
- Claro que sí, hoy pensábamos ponerte al corriente porque nos gustaría que fueses tú quien coordinase el trabajo del diccionario –se añadió Redondo de Ternera, que hasta ese instante había permanecido en un discreto segundo plano–. El Incorrector será una herramienta utilísima que funcionará del mismo modo, si bien a la inversa, que el Corrector de Word. El principio y la mecánica son los mismos.
- Ajá.
- Queremos crear un programa que sea compatible con Word y con los móviles y otras aplicaciones y dispositivos electrónicos de última generación que permiten el envío de mensajes. Un programa que te traduciría un texto escrito correctamente, un cuento de Tolstoi o de cualquier otro ruso, pongamos por caso, con su padre de familia ahorcándose en la leñera después de haber cometido una atrocidad enorme, la que sea, como haber matado a sus hijos, eso es, y lo alteraría de manera que podría ser enviado con toda tranquilidad como sms de un teléfono a otro o a una PDA. Fácil –Flan Mandarín ya no era tal y andaba hurgándose entre dientes con un palillo.
- Y con el Word funcionaría del mismo modo –comenzaba a comprender la esencia del invento.
- Exacto. Introducirías las frases bien escritas que quisieses traducir para que fuesen entendidas, por ejemplo, por los foreros y chateadores en Internet. Sencillo. La máquina te subrayaría en rojo los términos correctos y te propondría las alternativas, esto es, sustituyendo las ces por kas, cambiando uves por bes, comiéndose muchas letras y añadiendo o quitando haches al tuntún. Luego ese texto, mediante corta y pega, lo podrías enviar a los foros para que todo el mundo en la red pudiese entenderte –Morcillas se iba haciendo una idea de todo lo que le habían explicado Calamares y Sopa de Fideos y cabeceaba de tanto en tanto para hacer patente su conformidad con lo que estaba escuchando.
La explicación se prolongó, en los mismos términos, durante unos diez o quince minutos más. Acabaron de repartirse las tareas y quedaron en reencontrarse en el mismo lugar a la misma hora, emplazándose para el miércoles siguiente. El escritor había asimilado con excitación la mayor parte de los datos que habían sacado a relucir a lo largo de la conversación. Para él, haber coincidido con ese grupito de alumnos era como haberse citado con la Historia, como haber estado presente en el cuarto de uno de aquellos muchachitos patilludos y emprendedores en el momento en el que le habían propuesto a un amiguete encerrarse en el garaje con sus prototipos descabellados para acabar fundando una multinacional como Hewlett-Packard. Estaba convencido de hallarse delante del equivalente patrio de los jovenzuelos visionarios que impulsaron lo que hoy es Silicon Valley. Claro que esta apreciación, justo es reconocerlo, estaba fuertemente mediatizada por su imaginación hiperactiva de creador de historias. Jugueteó distraídamente con la monda de su manzana verde hasta que el grupo se marchó. A alguna clase, supuso. En efecto, de eso debía de tratarse puesto que el bar se había despoblado de repente. Se levantó y llevó la bandeja hasta el carrito metálico donde yacían sus compañeras todavía con platos vacíos y vasos volcados encima. Descartó la idea de los colchones, de las sábanas y de los somieres. Y de los portalámparas. Por infantil. Aquellos alumnos de la facultad le habían regalado un relato mucho mejor, una historia de superación personal y ambición empresarial como pocas. Algo juvenil y moderno. Sólo tenía que añadirle una chica al texto y dotarlo de alguna escena de sexo extremo servida en cuentagotas. Salió apresuradamente del comedor, encendió un cigarrillo y se sentó en un banco de la calle para tomar nota de todo lo que acababa de escuchar.
Señor Vivancos, lo he leído del tirón... Lo borda usté, que lo sepa.
ResponderEliminarBesos desde el aire
Muy buen relato. Se lee con una sonrisa en los labios, y eso es de agradecer.
ResponderEliminarUn abrazo.
Bien, bien.
ResponderEliminar