miércoles, 9 de octubre de 2013

Anatoly o Un lugar en los Urales (1/2)

El chico llegó en ese momento, jadeando, anunciando que Anatoly ya tenía las llaves de mi coche y se haría cargo de todo. Se había pegado una buena carrera. El abuelo estaba convencido de que su vecino podría arreglarlo, por lo menos ningún tractor averiado se le había resistido hasta entonces al bueno de Anatoly Fiodorovich. Continuaba limpiando su pipa, sentado junto a la lumbre, tranquilizándome con su serena mirada. No debía preocuparme por el vehículo, mañana estaría listo, sólo tenía que pensar en encontrar un sitio donde pasar la noche. El anciano no podía ofrecerme alojamiento, su cabaña era demasiado humilde, pero en la aldea seguro que encontraría albergue. Cuando nos despedíamos hasta la mañana siguiente, dándome un fuerte abrazo, me recomendó que preguntase por Lev Panov, el alcalde, que encontraría en la filatelia de su mismo nombre. Seguramente él me podría proporcionar habitación. Apenas había avanzado un centenar de metros del precario camino hacia el pueblo cuando le oí gritar mi nombre. Interrumpí mi marcha.

- ¡El amanecer, el amanecer! –el viejo hacía aspavientos desde la puerta de la cabaña.
- ¡Descuide, amigo!

Le agradecí con un gesto el recordatorio. Poco antes me había relatado las excelencias del amanecer en esa aldea, al parecer de una belleza inusual. Contemplé el cielo sobre la colina que se elevaba detrás de su cabaña. El hecho de que aquel cautivador atardecer no llamara la atención de los lugareños sólo podía significar que el amanecer tenía que ser algo realmente excepcional, único. El viejo entró por fin. Me encontraba a poco más de un kilómetro del pueblecito. Me pareció muy curioso que un lugar que en la distancia parecía tan pequeño contase con una filatelia y no tuviese un taller mecánico, por ejemplo. Claro que si Anatoly era tan eficiente como había dicho el abuelo, quizás no lo necesitasen. Mis botas se hundían en el lodo a cada paso que daba, el barro salpicaba mis pantalones. Menuda imagen. Me iba a presentar como un funcionario cualificado del departamento de seguridad nuclear nacional ante el alcalde con aquel lamentable aspecto, tan poco creíble. Anduve por el enfangado camino que ascendía hacia la aldea sumido en estas reflexiones, maldiciendo la avería y esquivando como pude los charcos, testimonio de las tormentas que durante la última semana habían castigado aquella región de los Urales.

Una fuente coronada con el busto de un sonriente personaje de rostro ovalado me dio la bienvenida. Aproveché para limpiar un poco mi calzado y ordenar mis ropas antes de adentrarme por una estrecha callejuela. Se llamaba Elistá. Doblé dos calles más a la izquierda y me encontré en lo que debía de ser la vía principal. Posiblemente se celebraba alguna festividad durante aquellos días, dado que muchas fachadas estaban engalanadas con pancartas y pendones escaqueados colgaban de las farolas. Vi que venía en mi dirección una anciana vestida de negro y cuando me dirigía hacia ella para preguntarle por la filatelia del señor Panov me detuve al observar que el establecimiento que buscaba se hallaba a menos de cien metros, al lado de la panadería. Crucé la calle mayor y me detuve ante la puerta, en la que se leía el nombre del propietario. Un momento, aquélla no era la filatelia del señor Panov, era la filatelia de Anatoly F. Tomov. Miré a mi alrededor y, con sorpresa, pude distinguir a simple vista cinco o seis filatelias a ambos lados de la calle. Desconcertado, entré en el negocio del alcalde, una tienda con un llamativo rótulo rojo con su nombre escrito con caracteres dorados, situada entre una carpintería y, cómo no, una filatelia, si bien ésta más humilde que la del señor Lev Ivanovich Panov.

Encontré en la filatelia a su hijo Anatoly. Estaba sentado tras el mostrador, enfrascado en la lectura de una revista de ajedrez. Me disculpé por irrumpir en su local con aquel aspecto, le expliqué que era un técnico en energía nuclear y que me hallaba de camino a la central de las afueras de Zlatoust para hacer una inspección rutinaria cuando el auto me había dejado en la cuneta. Antes de que tuviese tiempo ni siquiera de insinuárselo, el hijo del alcalde se ofreció a conseguirme un sitio en el que pasar la noche. Se trataba de una humilde habitación que estaba en la parte más alta del pueblo, cerca de donde nos encontrábamos. De hecho, en el pueblo todo estaba cerca de donde uno se encontrase, me aclaró. No debía pagar nada por pasar la noche, de verdad. En todo caso, ya lo discutiría con su padre. Insistió en que podía quedarme cuanto quisiese pero, agradeciendo su ofrecimiento, le dije que debía partir en cuanto el coche estuviese en condiciones, puesto que en la central me esperaban al día siguiente. Sus palabras eran muy amables y su tono, pausado. Se trataba de un hombre joven y educado, extremadamente delgado, que vestía un traje pasado de moda, demasiado estrecho y de amplias solapas. Tenía la cara pálida, muy pálida, sobre su frente caía el pelo lacio, negro, y sus ojos saltones conferían a su rostro un aspecto enfermizo. Se metió en la trastienda y salió con un manojo de llaves. Me rogó que le acompañase hasta la casa que me iba a servir de techo aquella noche. Salimos a la calle y cerró el negocio.

Cruzamos. Una señora nos saludó sonriente. De camino hacia la casa me fijé en los motivos que ornamentaban la arteria principal y las calles adyacentes por las que pasábamos. Caballos, torres y alfiles decoraban la mayor parte de las banderas y las pancartas y en los adornos de las farolas se veía la efigie de un hombre risueño, con el pelo lacio sobre su frente, del mismo modo que peinaba su cabello el joven que me guiaba. Aquel rostro me era muy familiar y rápidamente me vino a la memoria el busto de la fuente.

- Este hombre, el busto de la fuente que hay en la entrada del pueblo, es Karpov, ¿verdad?
- Sí, señor, Anatoly Evgenievich Karpov –el hijo del alcalde me miró con sorpresa o incredulidad, no podría precisarlo.
- Me lo había parecido. No sabía que hubiese nacido en este pueblo.
- No, señor, nació en Zlatoust, muy cerca de aquí, donde la central.
- Entonces, todas estas calles engalanadas... ¿le esperan?
- No, señor, no le esperamos. Pasado mañana es 24 de abril, el vigesimooctavo aniversario de su coronación como campeón del mundo tras la vergonzosa espantada de Bobby Fischer, el americano, el yanqui sobrevalorado como le llamamos aquí, y ya lo tenemos casi todo preparado. Cada año celebramos esta fecha. El ajedrez es muy importante en nuestras vidas.
- Disculpe, apenas sé nada sobre el juego. Solamente lo que leo en los diarios. Y mover las piezas, claro.

Noté que mis palabras le desconcertaron, como si no pudiese asimilar que no me interesase el ajedrez. Intenté darle un giro a la conversación.

- Tengo una pequeña colección de sellos, quizás mañana antes de irme me acerque hasta la filatelia y le compre la serie de ríos europeos de 2002. Pensaba hacerlo la próxima semana en Moscú.
- Nada de eso, señor. Pásese esta noche a cenar algo en la taberna del viejo Andrei Ilich y allí le esperaremos con los sellos. Estaremos encantados en regalárselos.
- Oh, muchas gracias, pero no puedo consentirlo.
- Por favor, mi padre no aceptará una negativa como respuesta.
- De acuerdo, de acuerdo, son ustedes muy amables conmigo. Pero yo pagaré las rondas.

El joven sonrió y sellamos nuestro particular trato con un apretón de manos. Continuamos nuestro camino por las empinadas calles del pueblo. Pasamos junto a una casa, que llamó mi atención por el rojo intenso con que habían pintado su puerta de madera, y miré en su interior a través de la ventana. Una joven madre estaba jugando al ajedrez con su hija, mientras un niño muy pequeño, de unos seis o siete años, reproducía en otro tablero los movimientos que consultaba en un grueso volumen. Alzó la vista y me saludó, agitando alegremente su manita. Al parecer, los más pequeños compartían la pasión por un juego que siempre me pareció demasiado aburrido. Me incomodó pensar que no podía corresponder de ninguna manera a aquel pueblo que tan bien me estaba tratando. Era una sensación extraña, como la impotencia que se siente al no poder comprender a un sordomudo. A pesar de mi sólida formación universitaria, los cursos de especialización, mis años de experiencia en un trabajo de tanta responsabilidad al servicio del estado, el casi total desconocimiento del juego sobre el que giraba la vida del pueblo me alejaba de aquella gente tan hospitalaria. Los nombres de Karpov, Kasparov, Spassky me eran familiares, claro, como a todos los rusos, pero poco más podía decir sobre el tema. No quería defraudarles, y las filatelias aparecieron ante mí como una tabla de salvación.

- Es curioso que haya tantas filatelias en un pueblo tan pequeño, ¿no?
- Reconozco que podría parecer curioso, sí, pero es que en este pueblo el coleccionismo de sellos está muy extendido. Todas las familias, por humildes que sean, pueden presumir de unas colecciones más que respetables. Nuestra filatelia, por ejemplo, tiene cierto renombre y servimos series de sellos a coleccionistas de Chelyabinsk o Zlatoust. Y lo mismo puedo decirle de Sokolnikov y de Tomov.
- Y, ¿de dónde les viene tanta afición?
- Anatoly Evgenievich Karpov es un gran coleccionista de sellos. Se dice que tiene la mayor colección no sólo de Rusia, sino de la antigua Unión Soviética. De hecho, pasa por ser uno de los mayores coleccionistas del mundo. Ya habrá observado que en este pueblo tenemos verdadera admiración por Karpov. No sólo seguimos su brillante trayectoria ajedrecística, sino que nos interesa todo lo concerniente a él, todo lo que le rodea. Queremos estar próximos a él, pensar como él, sentir lo que siente. Por eso nos llena tanto el coleccionismo de sellos. Adquirir un sello raro nos produce una satisfacción parecida a la experimentada al encontrar ese movimiento de peón que te permite ganar el tiempo decisivo para imponerte en un final aparentemente abocado a las tablas. No sé si me explico.

Seguramente sí se explicaba, pero yo no entendía nada. Al parecer, daba igual hacia donde condujese la conversación, ésta acabaría llevándonos indefectiblemente a Karpov. El hijo del alcalde se paró ante una ventana y saludó efusivamente a un hombre gordito de mediana edad que se estaba lavando en una jofaina. Compartieron unas bromas y se emplazaron para continuar las chanzas poco después, en la taberna. Proseguimos nuestra marcha en silencio, mientras yo le daba vueltas al caballo de madera que tenía tatuado en su brazo derecho el vecino que acababa de conocer, bajo el que se leía Gens una sumus.

Llegamos a una pequeña plaza, la plaza Skelleftea, en cuyo centro se erigía una descomunal estatua ecuestre. Era uno de aquellos bronces rígidos que definían la arquitectura socialista de un pasado demasiado reciente. Mi sorpresa fue mayúscula al observar que el jinete no era un militar con el pecho lleno de medallas o el típico soldado anónimo de la guerra fría, ni siquiera un héroe de época napoleónica desenvainando su sable, sino un hombre vestido con traje y corbata. Efectivamente, me encontraba ante una nueva, y en este caso insólita, representación de Anatoly Karpov. En esta ocasión, era un Karpov más delgado y juvenil. Se notaba que mi acompañante intentaba imitar, con bastante éxito, por cierto, su apariencia. A los pies del caballo había varios ramos de flores frescas. Dos niños, con sus flequillos anatólicos sobre la frente, dibujaban en el suelo de la plaza un tablero escaqueado con tiza. Iba a comentarle a mi cicerone lo extraño que me resultaba ver la efigie del campeón por todas partes cuando se abrió la ventana de una de las tres casas que daban a la plaza y una mujer de mediana edad comenzó a llamar a uno de los chicos:

- ¡Anatoly Ilich, Anatoly Ilich, la medicina!
- ¡Anatoly Petrovich III!

Me giré. La segunda voz pertenecía a la abuela que había visto en la calle mayor, la de las filatelias, que al parecer venía detrás nuestro. Avanzó con paso decidido, cogió al niño más pequeño de la mano y, después de dirigirnos una simpática sonrisa, se fueron por donde ésta había venido.

- ¿Anatoly Petrovich III?
- Sí, es el menor de los tres hermanos.
- Pero, ¿es que acaso los tres se llaman Anatoly?
- Pues sí, señor. Como ya habrá observado, Anatoly es un nombre muy frecuente en esta población, sobre todo entre los más jóvenes. Yo mismo me llamo Anatoly, como bien sabe.
- ¿Y la iglesia consiente que los tres hijos de un matrimonio se llamen igual?
- Por supuesto, nuestro sacerdote nunca ha manifestado ninguna objeción al respecto, como tampoco la puso en el bautizo de los gemelos Sharikov o de los hermanos Savchenko, o cuando se decidió dedicar el templo a San Anatoly en 1998.
- Así que tienen una iglesia de reciente construcción. Me gustaría verla, si no es demasiada molestia. No hace demasiado vi una capilla moderna en un pueblecito próximo a Ufa que me entusiasmó. Soy un arquitecto frustrado, ¿sabe?
- No, si la iglesia es del siglo XVIII, era un templo dedicado a San Vladimir, pero tras la victoria de Karpov sobre Anand en 1998, que le supuso recuperar la corona mundial en Elistá, decidimos cambiarle la advocación. Ya ha comprobado sobradamente que Anatoly Semionich es un imaginero excelente, así que no le supuso demasiada dificultad sustituir el rostro de San Vladimir por el de Anatoly. También es el autor de la estatua, de la fuente que vio antes...
- Nunca he visto una imagen de San Anatoly.
- Bueno, debo confesarle que se tomó alguna licencia artística y que la imagen no es exactamente la del santo.

La casa se encontraba detrás de la plaza. Las bisagras se quejaron lastimeramente al abrir el portón, me entregó las llaves disculpándose de nuevo por la humildad de la vivienda y encendió la luz. Olía a cerrado, a polvo. La habitación estaba austeramente amueblada, había una pequeña mesa, una silla destartalada y un camastro cubierto con una colcha, sobre el que se distinguía un icono. Me acerqué a la pared y comprobé que se trataba de San Anatoly, en este caso, del auténtico. En el rincón de la izquierda se había improvisado un rudimentario lavabo y un retrete.

- Recuerde, le esperamos en la taberna de Andrei Ilich, la encontrará al final de la calle principal, frente a la filatelia de Sokolnikov.

Dejé el abrigo sobre la silla, me aseé un poco y me tumbé. Decididamente, aquél era un pueblo muy acogedor. Sus habitantes eran generosos, desprendidos, sumamente amables, y su afición obsesiva por un pasatiempo tan noble como el ajedrez les hacía todavía más simpáticos a mis ojos que, curiosos, no dejaban de sorprenderse ante cada nueva revelación. El cansancio acumulado durante el largo camino que había emprendido la tarde del día anterior comenzó a pasarme factura y noté que mis párpados se cerraban poco a poco... Recuerdo que tuve un sueño absurdo, como la mayoría de los sueños. Los adoquines de la calle principal del pueblecito eran ahora cuadrados perfectos, grandes, y estaban pintados de blanco y negro, conformando un camino escaqueado. Por los adoquines blancos se desplazaba el abuelo de la cabaña trazando una diagonal perfecta, seguido a dos casillas de distancia por su nieto, Anatoly Petrovich III saltaba como un caballo, el hijo del alcalde avanzaba de cuadrado en cuadrado, dando pasitos. Todos los vecinos que había conocido se movían simultáneamente en el alargado tablero que mi sueño había creado. Algunos de ellos ondeaban banderas de colores, con los bordes dentados, como sellos gigantescos, mientras una masa informe de lugareños que no podía distinguir seguía sus evoluciones desde la acera, igual que las piezas que han sido retiradas del tablero tras ser capturadas. La anciana vestida de negro se acercó y me tomó la mano. Me llevó por los adoquines negros hasta la filatelia de Panov y cruzamos su umbral. Sin embargo, el interior no correspondía al establecimiento que yo conocía. Nos encontrábamos dentro del reactor de una central nuclear. En el centro de la estancia se erigía, formidable, un gran trono, como el del zar Nicolás. Pregunté a la anciana qué significaba todo aquello, a quién pertenecía el trono, pero a mi lado se encontraba ahora el gordito tatuado. Me pareció intuir que sus titubeantes labios balbucearon la palabra dios. Quise acercarme para observar el magnífico trono mejor y, para ello, debí abrirme paso entre toda la gente que se hallaba postrada a su alrededor. Lo ocupaba, solemne, un joven monarca muy delgado, Anatoly Karpov. El ajedrecista vestía uno de aquellos monos elásticos, ceñidos, de superhéroe radioactivo que con tanta frecuencia veíamos en el cine que nos llegaba de los Estados Unidos. Un traje blanco y negro que le confería cierto aire de arlequín, cubierto por una capa roja con cuello de armiño. Sin embargo, lo que más había llamado mi atención del extraño sueño es que el monarca no estaba coronado, sino que en su cabeza fulgía la santa aura dorada, el nimbo de los iconos ortodoxos. Sobre su regazo descansaba, abierto, el grueso libro de ajedrez que estudiaba el niño que me había saludado poco antes.

Desperté entre divertido e inquieto. Una rara sensación que no experimentaba desde niño, cuando mi abuela interpretaba el significado de los sueños que le relatábamos mi hermano Viktor y yo. Había pasado mucho tiempo desde entonces, cuando nos sentábamos en la alfombra para escuchar sus historias, sentada en el butacón, junto al samovar. ¿Qué le habría parecido mi sueño? Sonreí. Una locura, posiblemente. Me levanté, cansado todavía, y volví a lavarme la cara para despejarme. Salí a la calle poniéndome el abrigo, había anochecido. Seguramente ya me estarían esperando. Me pareció que acortaría el camino yendo por el pasaje tras la tienda de comestibles que acababa de descubrir siguiendo con la vista a un gatito callejero. Avancé con paso ágil y fui a parar a una plaza apenas iluminada, algo mayor que la de la estatua de bronce. Enseguida llamó mi atención una casa de dos plantas, con evidentes señales de haber sufrido un incendio. Se trataba de un edificio abandonado, un esqueleto de piedra, su techo se había desplomado hacía años a causa del fuego. La negrura característica del humo que huye de la destrucción enmarcaba la puerta y las ventanas del piso inferior. Intuí una presencia a mi espalda y me giré lentamente. Un hombre se hallaba, como yo, contemplando la vivienda arrasada por el fuego, apoyado en la pared de una casa en cuyos balcones pendían pancartas en honor al ajedrecista de Zlatoust. Era un cuarentón canoso, muy moreno y no demasiado alto. Más que sus pobladas cejas, lo que me resultó más llamativo de su rostro fue su ignorante expresión de bondad e inocencia, casi infantil. Miraba con embeleso la ruina, con la boca abierta.

- Buenas noches.
- Me llaman Garry.
- Buenas noches, Garry. No soy de aquí y creo que me he perdido. ¿Me podrías indicar cómo llegar a la calle principal?
- Mi verdadero nombre no es Garry, pero todos me llaman Garry. La casa es muy bonita.
- Sí, debió de ser una casa preciosa. Me extraña que no la restaurasen para volverla a habitar.
- Vivo con mi madre. La revolución de 1985. Mi perrito se llama Tolia, Tolia, Tolia.
- Le quieres mucho, ¿verdad?
- Sí, Tolia es muy cariñoso. Muy bueno. Tolia –y se llevó la mano derecha a la mejilla.
- ¡Garry! ¿Qué haces a estas horas por aquí? Vamos, vete a casa. Seguro que tu madre está preocupada.

Acababa de llegar un hombre alto y fuerte, de gran corpulencia para los cincuenta y pico años que aparentaba. Garry miraba, con gran atención, y todavía con la boca abierta, el gran bigote blanco de aquel hombre, que se movía arriba y abajo al regañar al tonto del pueblo. Asintió, como el chico que ha sido sorprendido en una falta, bajó la mirada y se fue arrastrando los pies, perdiéndose rápidamente en la oscuridad de la noche.

- Disculpe al chico, no rige muy bien. Es tonto de baba. De babero, vaya, no sé si me entiende.
- No hay razón para disculparle de nada. Justo en ese momento empezábamos a charlar. Parece un buen muchacho.
- Sí lo es, sí. Todos le tenemos mucho cariño, aunque no tiene muchas luces. Pero, perdóneme, qué desconsiderado he sido. Permítame que me presente. Soy Lev Ivanovich Panov y usted debe de ser el forastero del que me ha hablado mi hijo. Por cierto, esto es para usted –y me entregó un sobre con el membrete de su filatelia, que contenía la serie fluvial prometida por su hijo.
- Encantado de conocerle, señor, y muchas gracias por los sellos. Esperaba presentarme ahora, en la taberna. Han sido ustedes muy amables conmigo. Ya se lo dije a su hijo, pero quisiera agradecerle personalmente el techo que me han ofrecido para pasar la noche e insisto en pagarle lo que consideren justo por la habitación.
- Por favor, usted no nos tiene que pagar nada. Sólo faltaría eso. Acompáñeme, deben estar esperándonos. Llegamos tarde... [CONTINUARÁ]

3 comentarios:

  1. Joooo, espero que no tardes en publicar la continuación, me muero de la intriga...

    Besos desde el aire

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  2. Yo me quedo como Rosa, pendiendo del hilo de las ganas de saber.

    Un abrazo.

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  3. Rosa, Pedro, nunca dejaréis de sorprenderme. ¡Lectores bizarros que se devoran los textos de uno y casi exigen premura en el desenlace! ¿Para qué día os va bien que programe el final del relato? ¿El lunes? ¿Antes?

    ¿Alguien más se anima?

    Besos y abrazos,

    D.

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