jueves, 8 de noviembre de 2012

Uno de espías

El presidente del club y organizador del campeonato se dirigió al selecto público asistente rogándole un comportamiento acorde con el evento. Desde la barra, el agente pudo distinguir entre los socios y aficionados a dos grandes banqueros, al embajador portugués y a un ilustre parlamentario. También reconoció a varios abogados influyentes. Poco antes de las cinco, la hora de inicio de las partidas del torneo magistral de ajedrez de Londres, había hecho acto de presencia en las coquetas instalaciones del club Margaretha Zelle, su verdadero nombre según la documentación que le habían hecho llegar a Finer.

El presidente pretendía silenciar el murmullo admirativo de los allí congregados para seguir las partidas de los ocho maestros, de los aficionados subyugados por la inesperada aparición de la bailarina de origen holandés, por su madura belleza. La prensa, que tanto hincapié había hecho en el mínimo vestuario y en los velos utilizados en sus danzas javanesas, nunca había mencionado su afición por el ajedrez, sorprendente para muchos. Siguiendo el ejemplo de dos caballeros de edad avanzada, el campeón italiano Adriano Anselmi se había presentado a la diva como un incondicional de su arte. Sin embargo, no todo habían sido parabienes tras la rutilante irrupción de la estrella. Tres ancianos y un joven, pertenecientes a un selecto club cuyos estatutos vetaban la entrada a las damas, protestaron enérgicamente por la presencia de la artista y mostraron su descontento abandonando el local indignados. La situación parecía haberse normalizado ya y los jugadores habían tomado asiento, dispuestos a efectuar el primer movimiento. El presidente se secaba el sudor de la frente, había pasado lo peor.

James Finer había presenciado la escena desde el bar, paladeando su copa, apoyado discretamente en la barra. El revuelo causado por la bailarina internacional era más que previsible. No sólo por su delicioso físico, sino también porque los aficionados al juego no estaban acostumbrados a la presencia de una mujer en una competición ajedrecística, y menos a la hora del té. Tampoco él le había quitado ojo a la hermosa Margaretha, la exótica Mata-Hari. El agente Finer había recibido instrucciones precisas y no debía perder de vista a la mujer. Tenía que dejarla actuar, vigilándola estrechamente. Semanas antes de su misteriosa desaparición en el Orient Express, Karl Drechsler, otro de los mejores hombres del Servicio de Inteligencia Británico, había alertado a sus superiores de lo que él consideraba inquietantes movimientos de Alemania. Las distintas informaciones recogidas por el espionaje británico señalaban a la Zelle como posible agente reclutada por los servicios secretos alemanes, pero no existía ninguna evidencia concluyente. Nada más allá de la sospecha de que, aquel viernes de julio de 1914, un espía alemán de identidad desconocida y que operaba desde hacía dos años en las islas iba a ponerse en contacto con H 21, probablemente Margaretha Zelle. Una oscura leyenda rodeaba a aquella seductora mujer. Había sido la amante del hijo de Guillermo II, se creía que trabajaba para los alemanes, se sospechaba que también lo hacía para los franceses, se había asegurado que incluso había pertenecido al servicio secreto británico. Stacy y Ranken la habían seguido durante toda la mañana. Había desayunado tostadas y un zumo de naranja en el hotel donde se encontraba alojada y ojeado un ejemplar de The Times que había pedido a un mozo. Más tarde, había acudido al teatro en el que actuaría a partir del día siguiente y almorzado frugalmente en un céntrico restaurante con el director de la sala. Nada sospechoso. Un coche de alquiler la había llevado hasta las instalaciones que albergaban la competición. Finer entró tras ella. Lansky, el favorito en todas las apuestas para alzarse con el título, colaborador e informante ocasional de los servicios secretos de Su Graciosa Majestad, también permanecería alerta durante el torneo. El agente Woods completaba el operativo en el exterior, por si la bailarina que decía ser hija de un brahmán y una bayadera y presumía de haber nacido en las orillas del Ganges abandonaba precipitadamente la sala de juego.

Apuró su copa y se sentó junto a la mujer para no perder detalle de ninguno de sus movimientos. La dama, que lucía un escotado vestido gris, extrajo un espejito de su bolso y se retocó el cabello. Recogía su oscura melena de arrebatadores reflejos color miel con un pasador dorado. Sus gestos eran lentos, elegantes. Observó su magnífico rostro. Quizás la nariz un poco grande, pero no le restaba armonía al conjunto. Su mirada era aparentemente lánguida pero inteligente a la vez y en ella se adivinaba un punto de ambición. James Finer se amonestó por perder el tiempo evaluando el físico de la bailarina, se encontraba de servicio. Su cometido era otro bien diferente, tenía que mantenerse alerta si quería captar cualquier detalle fuera de lo corriente. Miró a su alrededor. Los distinguidos miembros del club y demás aficionados seguían con interés las partidas, de pie junto a los tableros, o en la distancia, como el vigilante y la vigilada, sentados frente a los cuatro tableros murales que reproducían los juegos. El parlamentario cabeceaba. Finer se fijó en un gordo sonrosado que no perdía de vista a la mujer sentada a su lado, visiblemente inquieto. El agente decidió hacer lo propio con aquel individuo de comportamiento sospechoso.

Pasaron las horas sin que ocurriese nada anormal. La rítmica cadencia del paso del tiempo en los relojes de competición, algunas toses, conversaciones lejanas, en la zona del bar. La dama se levantaba de vez en cuando para ver de cerca a los jugadores, y prestaba especial atención a las partidas del máximo favorito, Lansky, y de Dagot, un atractivo militar francés de mediana edad que jugaba de uniforme y uno de los ajedrecistas más fuertes de su país. Era evidente el desinterés por el juego de Anselmi, cosa que irritaba al italiano, que no cesaba de levantar la vista para atraer la atención de la famosa bailarina. En una de las idas y venidas de la diva, Finer observó cómo las mejillas del gordo enrojecieron cuando Margaretha le rozó al dirigirse hacia la zona de juego, donde permanecía cerca de un cuarto de hora antes de volver a tomar asiento. No podía descartar ninguna posibilidad todavía, pero la actitud de aquel hombre se parecía más a la de un tímido admirador que a la de un espía. Aquél no podía ser el contacto. Entre jugada y jugada, Lansky también controlaba la sala, en busca de una señal, de algo fuera de lo ordinario. Nada.

El militar francés jugaba enérgicamente sobre el enroque de Sir Sutherland, pero tenía material de menos. Los dos irlandeses del cuarto tablero porfiaban en una posición muy igualada, anodina, según observó la hermosa artista. Su boca era carnosa. Finer asintió y comentó alguna obviedad. Mata-Hari llamó su atención sobre el poderoso alfil del francés aquí ella le hizo un guiño que el agente no supo entender y el interesante desarrollo de la partida del favorito, de la que le comentó en voz baja los últimos movimientos. Al poco, Lansky y su oponente, un terrateniente brasileño de oronda figura, firmaron tablas en el juego que Margaretha le acababa de comentar, una partida que podría haberse prolongado durante más movimientos, según su modesto entender. Anselmi perdió su partida al ser incapaz de frenar las fuertes acometidas de un belga que presumía de poseer las patillas más pobladas de Occidente. Finer la valoró, dentro de sus evidentes limitaciones, como una partida espectacular.

Poco después de la rendición del italiano, el gordo de extraño comportamiento se puso el abrigo y salió del local. Finer siguió sus pasos y se asomó a la puerta principal. Con una seña le indicó a Woods que le siguiera calle abajo, por precaución. Woods agradeció la orden con una leve inclinación de cabeza, se le estaban entumeciendo los huesos, y, levantando el cuello de su abrigo, se adentró en la brumosa noche londinense tras el sospechoso. En la sala de juego todo continuaba igual. De hecho, salvo la anécdota del obeso enamorado, porque todo parecía indicar que se trataba sólo de una anécdota, todo continuaba igual, igual, exasperantemente igual desde el inicio de las partidas. Los alemanes acostumbraban a pasar los mensajes en forma de pequeñas bolas ocultas bajo las uñas. O dentro del oído. Nada de eso había podido ocurrir en el club. Ni una aproximación a la hermosa artista, nada extraño.

El silencio envolvente de la competición y el sigilo con el que se movían los presentes habrían delatado cualquier comportamiento diferente al habitual, el más insignificante agente, el menos avisado, lo habría advertido. Finalizaron las dos partidas restantes con sendos empates. Mata-Hari se dispuso a abandonar el recinto, como los demás asistentes, pero antes se acercó al oficial francés y se presentó. Finer encontró aquel gesto sumamente descarado para una mujer, pero la moral de las artistas del continente parecía ser muy diferente a la que debía tener una dama inglesa. Se encolerizó al ver que al mismo tiempo la bailarina deslizaba la tarjeta de su hotel bajo los guantes del oficial, todavía encima de la mesa. Qué atrevimiento. Relacionó aquel gesto más con la atracción que se decía sentía la exótica Margaretha por los uniformes y los militares contenidos en su interior que con la propia misión de seguimiento en el torneo de ajedrez. A pesar de ello, no quiso que en su informe quedasen cabos sueltos. Se acercó a Lansky y, tras felicitarle por la excelente competición realizada hasta el momento, le dejó encargado averiguar si la tarjeta escondida debajo de los guantes de Dagot contenía algún mensaje. Recordó el comentario sobre el poderoso alfil del francés... no, no podía admitir semejante grosería. Ojalá aquella mujerzuela con maneras de cortesana abandonase las islas cuanto antes. Era amoral, indignante.

Superado el silencio de las partidas, los admiradores de la artista se congregaron a su alrededor. La mujer era realmente atractiva. Y encantadora, hasta Finer debía admitirlo. Atendió con coquetería a todos aquellos caballeros hasta que llegó un coche que la condujo hasta donde se hospedaba. El agente fue uno de los últimos en dejar el club. Respiró satisfecho, allí no había ocurrido nada, aún en el supuesto de que la Zelle fuese una espía alemana, cosa que él ponía en duda. Una mujer guapa, deslumbrante, y famosa no podía ejercer de espía, en tanto que en cualquier aparición pública se convertía en el centro de todas las miradas. El buen agente secreto debía ser, ante todo, discreto como él. Invisible. Salvo que Woods o Lansky descubriesen algo revelador, en su informe reseñaría la inocencia de Mata-Hari. La investigación debía reorientarse, en su opinión, hacia la otra sospechosa, Clara Benedict.

Era una de las mejores suites del hotel. Mata-Hari había exigido que la decorasen con motivos orientales. Incluso había hecho traer algunas piezas de su residencia de Neuilly. Aprovechaba cualquier pretexto para alimentar la misteriosa leyenda que rodeaba su origen. Java, la India... Sin cambiarse de ropa, tomó una cuartilla con el membrete del hotel en uno de sus ángulos superiores y se sentó frente al secreter, donde había un pequeño elefante de marfil y un tablero de ajedrez, con las piezas dispuestas en la posición inicial. Siva, atento desde un rincón de la estancia, observaba el rutinario quehacer de la espía. Comenzó a reproducir una de las partidas presenciadas aquella tarde y a anotar las jugadas en la cuartilla: 1. e4, c6; 2. d4, d5; 3. Cc3, dxe4; 3. Cxe4, Cf6... Simplemente había tenido que memorizar la partida de Lansky, todo había resultado muy sencillo, hasta gracioso. El tipo obtuso sentado a su lado toda la tarde había confiado parte de su vigilancia al agente doble Lansky, Suchowljansky, H 16, sin lugar a dudas el mejor espía del kaiser. Y precisamente Lansky, y el brasileño, otro hombre de entera confianza, habían sido los encargados de hacerle llegar el mensaje cifrado por medio de una partida preparada de antemano, un mensaje evidente, público, una información vital comunicada a la vista de todos los asistentes. Transcribió las veinte primeras jugadas separándolas adecuadamente y extrayendo los símbolos innecesarios, listas para su decodificación: e4c6d4d5 cc3de4 ce4 cf6gf6 cf3 ag4c3 dc7 ad3e6 ae3 cd7h3 ah5g4 ag6h4000 ag6hg6 da4 rb8000 cb6 dc2 cd5c4 ce3fe3f5g5 ag7 dh2dh2. La notación algebraica, adoptada por Alemania en el siglo XVIII, apenas se utilizaba en Gran Bretaña, país donde el sistema descriptivo gozaba de gran aceptación. Abrió el libro de códigos. “H 21 regreso inmediato Berlín. Instrucciones precisas. Posterior misión Francia. Inminente guerra europea”. Regresaría de inmediato a Berlín, sí, pero no podía cancelar las tres actuaciones contratadas, resultaría demasiado sospechoso. Sacaría un pasaje para dentro de cinco días. Primero tenía que destruir unos cuantos documentos... y concertar una cita para el lunes con un atractivo oficial francés, jugador de ajedrez, de nombre Dagot, en el Ritz.

2 comentarios:

  1. Me gusta todo, desde el principio hasta el final, de verdad, y es que la figura de Mata-Hari tiene su "aquel" y además empleando el ajedrez como medio de transmitir un mensaje. Sí, me gusta. Si te tengo que poner una pega es el título, un poco soso ¿no?, espero que no te enfades por decirte esto.

    Besitos

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    1. Puedes poner la pega que quieras a éste y a cualquier otro texto. Sin problema. Para gustos, los colores, ¿verdad? No eres la primera persona que me lo comenta. Me hizo gracia ponerle ese título, es como cuando vas al cine a ver "una de vaqueros" o "una de espías". También tengo por ahí "Uno de la guerra civil". Es que la imaginación cada vez es más perezosa...

      Celebro leer tus reflexiones y sugerencias, no te preocupes.

      Besitos,

      D.

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