miércoles, 3 de abril de 2013

Justicia

El árbitro principal mira alternativamente a ambos contendientes mientras escucha el torrente de explicaciones que brotan, desordenadas, de la boca del mozambiqueño. En cualquier otro contexto, la curiosa mezcla de español, portugués e inglés en la cual el agraviado trata de hacerse entender le habría resultado divertida. Pero el tema que se dirime es demasiado serio para el jugador de blancas, quien acompaña su acalorada narración de los hechos, en pie, con desmesurados aspavientos y miradas de rencor dirigidas a su rival. Éste, por el contrario, sigue sentado, se muestra muy tranquilo y sigue el diálogo de su oponente con el árbitro con aparente indiferencia, como si la cosa no fuera con él, de un modo parecido, si se me permite el uso de una imagen tan manida como eficaz, al que una vaca miraría el paso de un mercancías.

Desvía el árbitro su atención del alterado discurso del africano y observa la actitud del presunto tramposo. Un tipo enorme, el letón. Un rubiote de mejillas coloradas y aspecto de haber trasegado unas cuantas jarras de cerveza antes de la ronda. Continúa acodado en la mesa, clavados ahora los ojos, precisamente, en la dama negra que piensa instalar a la que pueda en d3. El mozambiqueño se queja con amargura de que el gigante de negras ha cogido la dama y, en el momento de dejarla en la casilla de marras, se ha dado cuenta de que iba a perder una torre. Según él, ha rectificado la jugada, ha devuelto la dama a su posición original y ha evitado su amenaza moviendo el caballo. Protesta enérgicamente, se quita la gorra con la enseña nacional que lucen todos los integrantes de la delegación africana en el campeonato, la agita indignado como si exagerando su disconformidad tuviese su reclamación más posibilidades de ser admitida. Los mirones que se han acercado hasta la mesa del conflicto siguen el episodio con interés. Algunos comentan algo en voz baja, otros se sonríen. También reaccionan con buen humor los ajedrecistas de los tableros aledaños. Son cosas que, mientras no afecten en primera persona, terminan haciendo gracia. Alguien que trata de defender una posición comprometida chista exigiendo silencio. Lo hace con la inapelable rotundidad del veterano bibliotecario pero, en honor a la verdad, cabe decir que no tiene demasiado éxito. El rumor sordo de los curiosos se extiende entre las mesas. El cachondo del técnico que retransmite las partidas por internet hace medio minuto que ha comenzado a grabar, desde su privilegiada posición en la tarima, el altercado con la cámara de su teléfono móvil. El auxiliar también se dirige hacia allí y lanza una mirada reprobatoria al técnico cineasta. Antes de que empiece la siguiente ronda, el vídeo ya circulará por la red.

El árbitro sabe que nadie se inventa una reclamación así sin fundamento y que ningún jugador a quien se le atribuyese de manera injustificada un acto tan antideportivo y miserable permanecería con la actitud de beatífica indiferencia de la cual hace gala el letón. Sin embargo, aunque de buena gana le habría dado la razón al mozambiqueño, no puede actuar, reconoce estar atado de pies y manos: se trata de la palabra del uno contra la del otro y, al no haberse personado nadie en calidad de testigo imparcial, no le queda más remedio que ejercer de Poncio Pilatos y ordenar la reanudación de la partida en la misma posición que hay en ese momento sobre el tablero. Mala suerte la del mozambiqueño. No sólo le han echado atrás la jugada sino que ni uno solo de los espectadores que andan entre las mesas estaba mirando su tablero en el instante preciso. Trata de hacérselo entender al jugador africano, cuyos ojos encendidos parecen estar a punto de salírsele de las órbitas, dispuestos a fulminar al cándido letón. El báltico asiente, impertérrito, con un mínimo movimiento de cabeza, posiblemente la primera aportación que hace en los minutos que está durando la resolución del espinoso asunto. Un asunto que se alarga demasiado y empieza a irritar a los jugadores de los tableros dieciocho y diecinueve, los más próximos al círculo de curiosos que se ha ido formando alrededor del árbitro y de los dos ajedrecistas enfrentados.

Al fin, el mozambiqueño desiste en su protesta y, a regañadientes, toma asiento. Delante de sus piezas, como distraído, parece no verlas. El juez principal lo ha conseguido convencer y está conforme con continuar la partida. En su fuero interno el árbitro está convencido de que ha cometido una injusticia pero no ha tenido otra opción. Ha obrado, estrictamente, siguiendo el reglamento. Haber actuado de otro modo, atendiendo sin pruebas la reclamación contra el letón, no sólo habría dado alas a que algunos vivales con dotes de actor reclamasen movimientos inconcebibles en posiciones desesperadas a partir de entonces sino que tal decisión, con seguridad, le habría acarreado, en tanto que administrador de justicia, una sanción inhabilitadora por saltarse las leyes del juego a la torera. Y aun así, le remuerde la conciencia. Ni siquiera el convencimiento de que no podía actuar de manera diferente consigue atenuar su malestar. Resignado, da media vuelta y dirige una mirada de entendimiento al auxiliar con la que le notifica que el juego va a proseguir con normalidad. Da uno, dos pasos, en dirección a la mesa arbitral cuando el silencio que ha vuelto a reinar en la sala tras el desagradable incidente se ve quebrantado por una inconfundible melodía, muy de moda. De no tratarse del teléfono de uno de los espectadores que circula por la sala de juego, habrá de sancionar con derrota al jugador descuidado que ha olvidado apagar su móvil al inicio de la ronda. Se gira y deduce, por las miradas de quienes todavía andan cerca del tablero del mozambiqueño y el letón, que el teléfono que ha sonado pertenece a uno de los dos.

El letón sonríe como un bebé satisfecho.

7 comentarios:

  1. David, buen giro final que cierra una crónica ajedrecistica muy visual. Y es que con tantas normas, es muy sencillo caer en la ilegalidad, aunque las hay de diferentes tamaños.

    Un abrazo.

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  2. Justicia y legalidad no siempre coinciden.

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  3. A pesar de mi desconocimiento -casi total- de las reglas, disfruto mucho de tus textos de ajedrez, David.

    Gran pieza.

    Un abrazo,

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  4. Gracias por los comentarios, amiguetes. No te preocupes, Pedro, yo también desconozco por completo los fundamentos del juego. Hay un montón de ajedrecistas de diferentes clubes catalanes que te lo confirmarán ;-) Aun así, celebro que disfrutes con estas historias. Ojalá consiga acercarte un poco a este mundillo tan... particular.

    Un abrazo,

    D.

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  5. Una exposición sutil del valor de las reglas, tan necesarias para guardar composturas como incompletas para generar injusticias y, cabe decirlo, remorder conciencias.

    Saludos.

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    1. El ajedrez tiene estas cosas, amigo. Aunque sospecho que ya lo sabes...

      Saludos y gracias por pasarte y dejar tu comentario,

      D.

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  6. Te perdiste una seguramente inspiradora trifulca en el último campeonato mundial de ajedrez para deficientes visuales entre un ucraniano y un indio... Menudo follón, cada uno mirando para donde podía y con traductores de inglés, español y ucraniano tratando de hacerse entender, mientras el segundo tablero ucraniano, una mujer de generoso busto -que, también generosamente escotado, dejaba descansar sobre la mesa de juego, quizá desconocedora de que su táctica de distracción era inútil, ya que su rival no veía más allá de dos palmos de distancia-, hablaba tranquilamente en ucraniano con su enfadado compañero ante un árbitro que se apresuraba a prohibir tal falta de respeto al juego... ;-)
    Todo comenzó porque el jugador indio supuestamente cantó una jugada pero realizó otra... y ante la falta de testigos, imparciales, el juez debió dejar que la partida siguiera su curso...

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