jueves, 6 de diciembre de 2012

Sobre el origen del fútbol

“Señores, traten de olvidar las teorías clásicas que sobre el origen del fútbol hayan podido leer o escuchar con anterioridad. Todo eso está superado ya. El profundo rigor y la exhaustividad que han definido éste y otros estudios que anteriormente he realizado sobre un tema tan espinoso sitúan el nacimiento del balompié no en Inglaterra, como hasta ahora nos han hecho creer charlatanes de feria e historiadorzuelos, sino en la Francia del siglo XVIII”.

¡Dios mío! Debería habérmelo pensado mejor, no tendría que haber aceptado ofrecer la conferencia en la Escuela Superior de Entrenadores. Y lo que era peor, lo que más me preocupaba, ¿sería cierto todo –o, por lo menos, en parte– lo que les iba a explicar? Difícilmente. Desde siempre se había aceptado el año 1863, fecha de la fundación de la federación inglesa de fútbol, como el del nacimiento de este deporte. Convencerles de lo contrario sería extremadamente complicado. Comprendí, tarde, qué debía de estar haciendo aquella botella de ginebra vacía sobre mi escritorio la mañana siguiente a la apresurada redacción de éste mi presunto trabajo de investigación. Y las otras dos en el cubo de la basura. Porque yo no reciclaba ni el plástico ni el vidrio ni el papel, ni pensaba hacerlo jamás, así que todo lo arrojaba alegremente al cubo de la basura de debajo del fregadero. Pero mis hábitos en relación con el reciclaje y la sostenibilidad del planeta no tienen, obviamente, ningún interés ahora mismo. Como decía, albergaba serias dudas sobre lo que estaba a punto de exponer ante aquel auditorio, integrado por entrenadores, preparadores físicos y algún que otro utillero. Disimulé como pude mis repentinos e inoportunos remordimientos fingiendo un acceso de tos y un leve carraspeo, no menos repentinos e inoportunos, y humedeciendo, a continuación, mis labios en un vaso largo que un servicial bedel acababa de llenar de ginebra con reverente finura. Y reconozco que no había sido el primero, ya llevaba unos cuantos desde que inicié la jornada remojando en Larios un bocadillo de queso enmohecido que había encontrado en la nevera por casualidad. Las pausas líquidas constituían la primera de las dos condiciones que había puesto a los organizadores del acto. La segunda consistía en que no hubiese en la sala ni un periodista deportivo. Me dan grima. Natural, a mucha gente le pasa eso mismo. De hecho, a los organizadores les debió de parecer una exigencia muy razonable ya que no pareció extrañarles en absoluto. Proseguí la charla.

“1789 supuso un punto y aparte en la Historia de la Humanidad. Como bien sabrán (o, en todo caso, deberían saber), en ese año estalló la Revolución Francesa, un turbulento ajuste de cuentas durante el cual el populacho y la burguesía de nuestro país vecino descubrieron simultáneamente –y para su contento que las cabezas de los nobles podían servir, además de para peinarlas y llevar pelucas, para ser cortadas”.

Continué mi discurso con admirable sangre fría, a mí al menos así me lo pareció, pues estaba convencido de que todos aquellos cabezas de chorlito, que lo único que habían hecho en su vida hasta el momento había sido perseguir un pedazo de cuero hinchado con un silbato en la boca mientras sus ayudantes en chándal iban moviendo conos en los alrededores de una portería, no sólo no tenían ni la más remota idea de lo que había significado la Revolución Francesa sino que desconocían cuándo había tenido lugar y también la existencia de la mismísima Francia. Me llevé un largo trago al coleto.

“En aquel tiempo la promiscuidad en el seno de la aristocracia era incluso más habitual de lo que acostumbramos a suponer entre los miembros de las grandes casas europeas en la actualidad. Por lo visto, la sangre azul dota de un vigor excepcional a quienes la sienten fluir por sus venas. La nobleza consideraba el sexo sin patrones un deporte más, una actividad lúdica tan celebrada y aceptada socialmente como pudieran serlo la cetrería o la caza del jabalí normando. Sirvan como ejemplo de ese desenfreno sexual las correrías nocturnas del marqués de Rimbombé, noble tan depravado que había abandonado hacía dos décadas cualquier intento de empeorar, o las de su hijo, Louis. Desde temprana edad, Louis se había dedicado a gozar de los placeres que le brindaba la vida o, mejor dicho, de los favores que le ofrecían las sirvientas del palacete de su padre. El azar quiso que el muchacho se fijara en Bernadette (si bien también pudo influir en ello el voluptuoso físico de la chica –y aquí me permití añadir una detallada nota descriptiva de dudoso gusto por cuenta propia, que omitiré por considerarla irrelevante para la narración–), una joven doncella de largas piernas y corta mente, a la que estuvo visitando durante varias noches en su lecho, amparándose en las sombras nocturnas y, además de en su propia bellaquería, por descontado, en el silencio de mayordomos y de palafreneros, a quienes el marquesito solía dar parte de sus incursiones nocturnas en la zona menos noble de palacio. Llegado este punto, me permitiré hacer un breve paréntesis en mi exposición, ya que contar más podría representar un agravio irremediable para la familia de Bernadette, cuyo paradero he podido rastrear hasta hoy. Tras una laboriosa investigación, pude localizar y entrevistar a sus descendientes en un remoto valle de Alsacia, a kilómetros de distancia de todas partes”.

Apagados murmullos de desaprobación interrumpieron mi exposición. Alcé la vista, contrariado. Detesto que me hagan perder el hilo durante mis celebrados soliloquios. Para mi sorpresa, ante mí se agitaban en sus sillas, incómodos y, por lo que deduje, disconformes, una veintena de lagartos con gafas graduadas de montura metálica algo pasada de moda que calzaban peúcos de diversos colores. La visión me divirtió, para qué negarlo, y mucho pues, incluso cuando logro alcanzar mis mejores delírium trémens (por lo que tienen de descabellados y coloristas), la imagen nunca suele llegar a ser tan esperpéntica. A menudo debo conformarme con ratas de ojos rojos que trepan hasta mis apuntes y que roen mis anotaciones, reptiles escamosos que suben por las paredes de mi apartamento o escarabajos que corretean alegremente por la encimera de casa. Decidí no hacerles ningún caso y continuar con la conferencia y, de levantar de nuevo la vista, sopesar seriamente si debía o no dejar, de una vez por todas, la bebida. Me arrepentí sinceramente de haber trasegado por la mañana un frasco de colonia Varon Dandy, que tan mal me sentaba, justo antes de tomar el autobús que me conduciría a la Escuela Superior de Entrenadores.

“Cuando la pasión que el marquesito sentía por la joven sirvienta se apagó o, cuando menos, se enfrió, la tensión entre ambos llegó a un extremo insostenible. A Louis le hacía tilín un muchacho que trabajaba en las caballerizas, un mozalbete cuyo nombre la Historia relegó al olvido en beneficio de la fama de sus dotes amatorias y de sus envidiables medidas, que sí ha perdurado hasta nuestros días. El mozo aceptaba, y además de buen grado, participar en los lúbricos pasatiempos que el joven aristócrata ideaba y proponía, juegos que Bernadette aborrecía en la misma medida que hubiesen satisfecho a cualquier flagelante de la Edad Media. Louis de Rimbombé se permitió, por tanto, la licencia de dejar de lado a la muchacha quien, a fuerza de tenerlo tanto tiempo delante (y también, por qué no decirlo, encima), se había enamorado de él. La bella e inocente Bernadette se sentía no sólo desplazada sino también ignorada por el futuro marqués, especialmente cuando se enteró de que el criado de la cuadra, a quien comenzaba a odiar con desesperada y lógica sinceridad, había sido ascendido a mayordomo de palacio.

La oportunidad de la enamoradiza Bernadette llegó con la Revolución. El nombre de su amado Louis figuraba escrito con letras de molde en la lista de nobles que iban a ser ajusticiados aquella tarde. Se puso sus mejores galas y, aprovechando el alborozo generalizado y la consecuente confusión que acompañaban cada caída de la gigantesca hoja metálica, subió hasta la tarima y se hizo con el cesto donde descansaba la cabeza de Louis. Acto seguido se dio a la fuga con el macabro trofeo, qué mejor prenda de amor, debajo del brazo. Tomó parte de la persecución un nutrido grupo de revolucionarios, la mayor parte tullidos o borrachos o ambas cosas a la vez, quienes estuvieron a punto de darle alcance cerca de una casa de postas, donde unos mendigos la obligaron a ocultarse detrás de las ruedas de un carro destartalado. El riesgo asumido por la muchacha valió la pena y ésta consiguió finalmente llegar a su casa. Dejó la cabeza sobre la mesa donde cada noche cenaba con su madre. Todavía resollando por la carrera, se sentó para contemplarla. Allí estaba Louis, tan apuesto, tan hermoso... sólo le faltaba hablar. La chica pasó horas y horas, días y días, ante el tumefacto marquesito y la martirial resignación de su madre, que le lanzaba, sin éxito, continuas indirectas para ver si Bernadette se deshacía de él”.

¡Cielos, estaba cada vez más mareado! Definitivamente, tomé en consideración no levantar más los ojos de los folios abarquillados donde se resumía mi trabajo y acabar cuanto antes con aquella farsa de conferencia, pues las palabras cada vez salían con mayor dificultad de mis labios. Si hubiese tenido la lengua menos pastosa... Agradecí, por lo menos, que ninguno de los presentes hubiese interrumpido mi perorata con dudas sobre lo expuesto. En mi lamentable estado, hubiese sido el golpe de gracia. Algo similar a lo que tanto temía me había ocurrido en una conferencia que pronuncié sobre el ajedrez como juego de azar en la sede de la federación catalana. Allí, un jugador inquieto o con afán de protagonismo me había hecho más preguntas que cualquiera de los serafines examinantes el día del Juicio Final, como escribió Saki en uno de sus exquisitos relatos. Para terminar con fluidez mi charla sobre la historia del fútbol, creí conveniente rogarle al bedel que me trajese una segunda botella de ginebra.

“Pasadas un par de semanas, la madre tomó una drástica resolución. La obra de Alexis de Tocqueville que consigna el episodio no aclara si fue el insufrible hedor que emanaba del desdichado Louis, los gusanos que se acercaban cada vez más descarada y peligrosamente a la despensa y que avanzaban alineados formando una disciplinada ringlera, o las moscas que rivalizaban con éstos, lo que en última instancia decidió a la mujer. Con la cobarde audacia del marido que va a por tabaco y no vuelve hasta que las deudas o una prolongada abstinencia sexual lo obligan a ello, tiró aquella cosa apestosa y cortada a cercén por la ventana.

Pocos eran los juguetes con los que podían entretenerse los niños pobres de uno de los barrios más miserables del París de finales del siglo XVIII. Por ello, parece hasta cierto punto lógico el revuelo que se formó entre los chiquillos de la Rue des Fleurs cuando el pequeño Alain apareció una tarde chutando una cosa pestilente y aparentemente esférica. Los niños corrieron de un extremo al otro de la calle persiguiendo y propinándole puntapiés a la testa de Louis, Grande de Francia, hijo del marqués de Rimbombé y futuro heredero del marquesado, pero pronto se dieron cuenta de que el juego no era enteramente satisfactorio puesto que poco a poco la cabeza, a la que dieron en llamar “le ballon”, se les iba desarmando a la misma velocidad a la que rodaba por el barro de la callejuela. Con tal de tener a su hijo distraído y fuera de casa, la madre de Alain confeccionó una bolsa de tela, en la que depositó lo que quedaba de Louis. Según apunta Sánchez Marcos, la bolsa de tela es el evidente precedente de la protección de cuero de los balones actuales. Cada noche uno de los chicos era el responsable de llevarse la hedionda bolsa a su casa, con el encargo de volver con ella al día siguiente a la Rue des Fleurs, donde todos ellos se reunían para jugar a… fútbol.

Como alguno de los muchachos acostumbraba a olvidarse al marquesito en su casa de tanto en tanto, no era extraño que se despidieran de un día para otro con un “n’oubliez pas le ballon (o tête) chez toi”, frase que hizo fortuna y que acabaría dando lugar a expresiones tan populares en diferentes idiomas como nuestro “un día te olvidarás, o te dejarás, la cabeza en casa”, que para el ilustre etimólogo Joan Corominas arranca...”

No recuerdo nada más de aquella conferencia ya que, según me han dicho, retuve al bedel cuando éste se disponía a colocar sobre la mesa una tercera botella (ésta era de tequila y quizás no fuese la tercera sino la cuarta) e intenté bailar con él un tango. Por lo que me contaron, el pobre hombre trató de zafarse de mí pero yo estuve más hábil y conseguí agarrarlo del talle y dimos unas cuantas vueltas con cierto estilo. Los asistentes aplaudieron entusiasmados el jocundo espectáculo, más interesados en nuestras evoluciones sobre el estrado que en las descabelladas conclusiones de mi trabajo, y nos dedicaron una sonora ovación. Ahora estoy en una clínica de rehabilitación y viene hacia mí un murciélago de enormes pabellones auditivos que lleva una cofia blanca con una cruz roja sobre la cabeza... lo sigue una estela de pequineses… y me trae una bandeja llena de… ¿ositos de goma?

11 comentarios:

  1. Al empezar a leer he pensado ¡Fútbol no, por favor!
    Jjajajjajaj, pero he aquí que tu relato se me ha hecho corto y me ha sorprendido muy gratamente.

    Besos desde el aire

    PD. Espero que se publique y no se cuelgue...Agggg odio las palabras de verificación...!!!

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    1. Grimas y leyendas es mano de santo, ¿ves? Ha conseguido que se subsane tu problemilla con los comentarios. Y si, además, logra que pases un buen rato leyendo... ¿qué más se puede pedir?

      Besos terrestres

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  2. Jaja qué bueno... Estupendo relato, confieso que igual que Rosa me pensé el leerlo por le tema, me decía: uf me voy a tragar todo esto sobre fútbol. Pero no, para nada, me he divertido muchísimo, gracias por tan buen rato.

    Por cierto Rosa, gracias a las palabras de verificación se ha publicado tu comentario, en los demás blogs no te deja porque no las tienen y seguro que te consideran spam.

    Un abrazo. Y disculpa David el inciso a Rosa. No he podido evitarlo.

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    1. Bravo, Yashira, si el relato ha conseguido arrancaros una sonrisa es buena señal. Su principal objetivo no era otro que ese...

      Disculpado el inciso. Es que Rosa tenía un problema a la hora de dejar comentarios, de ahí su postdata. ¿Quién no odia las palabras de verificación? ;-)

      Un abrazo para ti también.

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    1. Sí, Ernesto, claro que te suena. El Boxing Day unió nuestros destinos, jajaja. Es de lo mejor que tiene publicar en antologías, la gente con intereses comunes que vas conociendo a través de ellas. Y visca el Júpiter, claro...

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  4. Haciendo caso a D. Luis paso por aquí a echar un vistazo.
    Ahora me alegro de haberlo hecho y de haberlo echado.
    Volveré!
    Quique

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    1. Bienvenido, Quique. Pero no te fíes demasiado del criterio de D. Luis. Bueno, en realidad, qué te voy a contar que no sepas ya.

      Gracias por pasarte y gracias por volver. Hasta pronto,

      D.

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    2. Quique, guarda unos euros y compra los Cruentos Ejemplares porque es una lectura de esas amortizables a lo largo de horas y horas.

      SPJ

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  5. Estoy como las chicas de arriba, menos mal que no iba de fútbol la cosa, menos mal, es mucho más divertido tu relato, por lo menos para mí.

    Besitos

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