jueves, 16 de mayo de 2013
Comando
Visten anoraks, chaquetones marineros, gruesos abrigos con el cuello levantado para evitar tener que encender la calefacción. Discuten sentados alrededor del plano en uno de esos pisos de alquiler cero que, cada vez con mayor asiduidad, los propietarios ofrecen a los desahuciados para poder ahorrarse, así, los recibos de la luz, del agua y del gas. Los alientos se condensan sobre las plantas de las habitaciones, sobre el dibujo de la estancia principal y del garaje. Los dedos enguantados resiguen las líneas de los tabiques y aclaran oportunamente algunas de las dudas que van surgiendo.
El timbrazo del teléfono interrumpe la reunión. Atiende la llamada quien parece llevar la voz cantante, un albañil que dejó de recibir el subsidio hace meses. Los hombres aprovechan la pausa para fumar, para recomponer los nudos de las bufandas, para levantarse y taconear tratando de ahuyentar el frío. Desde el otro extremo del hilo telefónico, una voz conocida le pregunta cómo va todo. Responde con determinación, de forma pausada, ya no le impresiona hablar con el jefe de la célula de la capital. Le informa de la inmediata acción anticrisis, del éxito de la primera medida tomada.
El albañil le ruega a su interlocutor que lo disculpe un segundo. Tira del cable del teléfono para continuar la conversación desde la otra habitación, más tranquila. Los gritos del consejero delegado del Banco Nacional, reclamando pan desde el almacén, lo obligan a ello.
Más microrrelatos indignados de esta misma convocatoria en La colina naranja.
domingo, 5 de mayo de 2013
Príncipe de Beukelaer
Os comprendo muy bien, claro que entiendo lo que decís... –rezongó volviendo a abrir los ojos y renunciando definitivamente al beso–. Pero contadme... ¿qué tiene él que yo no tenga? ¿Es su apostura la que os cautiva? ¿O acaso su juventud e inteligencia? ¿Su educación exquisita? ¿El delicado modo con que tañe el laúd? –prosiguió con cierto despecho, saltando de un lado para otro entre pregunta y pregunta–. Podéis ser franca conmigo. Un momento... es por su mata de pelo, ¿verdad? –hablaba el sapo verrugoso entre jadeos, motivados por el esfuerzo que le suponía esquivar los pisotones de aquella princesa histérica que no paraba de chillar–. Ajá, ¡eso es! –exclamó, triunfante–. ¡Es por su mata de pelo! ¡Ahora lo entiendo todo!
lunes, 22 de abril de 2013
Nobleza obliga
Asió con determinación la empuñadura, tiró de la espada y la extrajo del pecho del rey. La apoyó sobre la alfombra y descansó en ella. Contempló, con exultante satisfacción, la mirada vacua del moribundo, antes de que éste exhalara el último suspiro, tendido encima del cadáver del mastín. Un cruento espectáculo. Toda esa sangre. La del anciano soberano, la de los demás, confundidas en un mismo charco oscuro y viscoso. La que teñía sus guanteletes, la sangre que, en un acto reflejo, trató de eliminar frotándolos contra el peto metálico.
Recuperado el aliento, bajó la visera del yelmo y regresó sobre sus pasos. Apartó a puntapiés los miembros cercenados del príncipe y los de los infantes. La armadura volvió a ocupar su lugar, trabajosamente, junto a la chimenea de piedra. Convencida de que ya nadie, nunca más, volvería a arrojar colillas en su interior.
Recuperado el aliento, bajó la visera del yelmo y regresó sobre sus pasos. Apartó a puntapiés los miembros cercenados del príncipe y los de los infantes. La armadura volvió a ocupar su lugar, trabajosamente, junto a la chimenea de piedra. Convencida de que ya nadie, nunca más, volvería a arrojar colillas en su interior.
jueves, 18 de abril de 2013
Escrache o El futuro nos pertenece (II)
Escrache. Si es que no saben qué inventar. Menuda palabrita: escrache. Y encima, fíjate, ¡sostienen por ahí que es correcta! Como ya está en boca de todo el mundo… A lo que iba, que el otro día vi por televisión la movida que te montaron en casa. Estuviste fenómeno con eso de la inviolabilidad del domicilio de los cargos electos y lo del derecho a la propia imagen y a la intimidad. Y los derechos humanos. Yo solté a la tele lo de los etarras y la defensa propia en cuanto me plantaron la alcachofa delante. Que, por cierto, en el mío conseguí congregar más harapientos de ésos que tú. ¿Que no? Si te mueres de la envidia. Que te conozco desde las juventudes, bribón. Tienes pelusilla, se te nota. Repasa las imágenes. Como medio centenar más. Y eso que soy oposición. Y rojo, dicen. Me meo. Los condenados berreaban como cochinos en día de matanza. Al menos los míos, ¿los viste en las noticias? Otra cosa no, pero hay que reconocerles cierto ingenio, ¿verdad? En las consignas y tal. Son ocurrentes. Como gozan de tanto tiempo libre… que tampoco tiene tanto mérito, bien mirado tienes razón. Oye, esta tarde tengo entendido que Piluca ha quedado con tu mujer. ¿Te va bien que nos veamos en el club náutico este fin de semana? ¿Sí? Pues que se pongan ellas de acuerdo y allí comemos o algo. Eso es. Muy bien. Entonces quedamos así. Hasta el sábado. Un abrazo, ministro. Cuídate.
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martes, 9 de abril de 2013
Constatación
De todos los trabajos aburridos y monótonos que uno pueda imaginar, no existe en el mundo otro comparable, créanme porque lo digo por propia experiencia y con conocimiento de causa, al de ser espejo de Mr. Dorian Gray.
(Este microrrelato forma parte de la antología Destellos en el cristal, de la Internacional Microcuentista, que podéis consultar y descargar en el siguiente enlace)
(Este microrrelato forma parte de la antología Destellos en el cristal, de la Internacional Microcuentista, que podéis consultar y descargar en el siguiente enlace)
miércoles, 3 de abril de 2013
Justicia
El árbitro principal mira alternativamente a ambos contendientes mientras escucha el torrente de explicaciones que brotan, desordenadas, de la boca del mozambiqueño. En cualquier otro contexto, la curiosa mezcla de español, portugués e inglés en la cual el agraviado trata de hacerse entender le habría resultado divertida. Pero el tema que se dirime es demasiado serio para el jugador de blancas, quien acompaña su acalorada narración de los hechos, en pie, con desmesurados aspavientos y miradas de rencor dirigidas a su rival. Éste, por el contrario, sigue sentado, se muestra muy tranquilo y sigue el diálogo de su oponente con el árbitro con aparente indiferencia, como si la cosa no fuera con él, de un modo parecido, si se me permite el uso de una imagen tan manida como eficaz, al que una vaca miraría el paso de un mercancías.
Desvía el árbitro su atención del alterado discurso del africano y observa la actitud del presunto tramposo. Un tipo enorme, el letón. Un rubiote de mejillas coloradas y aspecto de haber trasegado unas cuantas jarras de cerveza antes de la ronda. Continúa acodado en la mesa, clavados ahora los ojos, precisamente, en la dama negra que piensa instalar a la que pueda en d3. El mozambiqueño se queja con amargura de que el gigante de negras ha cogido la dama y, en el momento de dejarla en la casilla de marras, se ha dado cuenta de que iba a perder una torre. Según él, ha rectificado la jugada, ha devuelto la dama a su posición original y ha evitado su amenaza moviendo el caballo. Protesta enérgicamente, se quita la gorra con la enseña nacional que lucen todos los integrantes de la delegación africana en el campeonato, la agita indignado como si exagerando su disconformidad tuviese su reclamación más posibilidades de ser admitida. Los mirones que se han acercado hasta la mesa del conflicto siguen el episodio con interés. Algunos comentan algo en voz baja, otros se sonríen. También reaccionan con buen humor los ajedrecistas de los tableros aledaños. Son cosas que, mientras no afecten en primera persona, terminan haciendo gracia. Alguien que trata de defender una posición comprometida chista exigiendo silencio. Lo hace con la inapelable rotundidad del veterano bibliotecario pero, en honor a la verdad, cabe decir que no tiene demasiado éxito. El rumor sordo de los curiosos se extiende entre las mesas. El cachondo del técnico que retransmite las partidas por internet hace medio minuto que ha comenzado a grabar, desde su privilegiada posición en la tarima, el altercado con la cámara de su teléfono móvil. El auxiliar también se dirige hacia allí y lanza una mirada reprobatoria al técnico cineasta. Antes de que empiece la siguiente ronda, el vídeo ya circulará por la red.
El árbitro sabe que nadie se inventa una reclamación así sin fundamento y que ningún jugador a quien se le atribuyese de manera injustificada un acto tan antideportivo y miserable permanecería con la actitud de beatífica indiferencia de la cual hace gala el letón. Sin embargo, aunque de buena gana le habría dado la razón al mozambiqueño, no puede actuar, reconoce estar atado de pies y manos: se trata de la palabra del uno contra la del otro y, al no haberse personado nadie en calidad de testigo imparcial, no le queda más remedio que ejercer de Poncio Pilatos y ordenar la reanudación de la partida en la misma posición que hay en ese momento sobre el tablero. Mala suerte la del mozambiqueño. No sólo le han echado atrás la jugada sino que ni uno solo de los espectadores que andan entre las mesas estaba mirando su tablero en el instante preciso. Trata de hacérselo entender al jugador africano, cuyos ojos encendidos parecen estar a punto de salírsele de las órbitas, dispuestos a fulminar al cándido letón. El báltico asiente, impertérrito, con un mínimo movimiento de cabeza, posiblemente la primera aportación que hace en los minutos que está durando la resolución del espinoso asunto. Un asunto que se alarga demasiado y empieza a irritar a los jugadores de los tableros dieciocho y diecinueve, los más próximos al círculo de curiosos que se ha ido formando alrededor del árbitro y de los dos ajedrecistas enfrentados.
Al fin, el mozambiqueño desiste en su protesta y, a regañadientes, toma asiento. Delante de sus piezas, como distraído, parece no verlas. El juez principal lo ha conseguido convencer y está conforme con continuar la partida. En su fuero interno el árbitro está convencido de que ha cometido una injusticia pero no ha tenido otra opción. Ha obrado, estrictamente, siguiendo el reglamento. Haber actuado de otro modo, atendiendo sin pruebas la reclamación contra el letón, no sólo habría dado alas a que algunos vivales con dotes de actor reclamasen movimientos inconcebibles en posiciones desesperadas a partir de entonces sino que tal decisión, con seguridad, le habría acarreado, en tanto que administrador de justicia, una sanción inhabilitadora por saltarse las leyes del juego a la torera. Y aun así, le remuerde la conciencia. Ni siquiera el convencimiento de que no podía actuar de manera diferente consigue atenuar su malestar. Resignado, da media vuelta y dirige una mirada de entendimiento al auxiliar con la que le notifica que el juego va a proseguir con normalidad. Da uno, dos pasos, en dirección a la mesa arbitral cuando el silencio que ha vuelto a reinar en la sala tras el desagradable incidente se ve quebrantado por una inconfundible melodía, muy de moda. De no tratarse del teléfono de uno de los espectadores que circula por la sala de juego, habrá de sancionar con derrota al jugador descuidado que ha olvidado apagar su móvil al inicio de la ronda. Se gira y deduce, por las miradas de quienes todavía andan cerca del tablero del mozambiqueño y el letón, que el teléfono que ha sonado pertenece a uno de los dos.
El letón sonríe como un bebé satisfecho.
Desvía el árbitro su atención del alterado discurso del africano y observa la actitud del presunto tramposo. Un tipo enorme, el letón. Un rubiote de mejillas coloradas y aspecto de haber trasegado unas cuantas jarras de cerveza antes de la ronda. Continúa acodado en la mesa, clavados ahora los ojos, precisamente, en la dama negra que piensa instalar a la que pueda en d3. El mozambiqueño se queja con amargura de que el gigante de negras ha cogido la dama y, en el momento de dejarla en la casilla de marras, se ha dado cuenta de que iba a perder una torre. Según él, ha rectificado la jugada, ha devuelto la dama a su posición original y ha evitado su amenaza moviendo el caballo. Protesta enérgicamente, se quita la gorra con la enseña nacional que lucen todos los integrantes de la delegación africana en el campeonato, la agita indignado como si exagerando su disconformidad tuviese su reclamación más posibilidades de ser admitida. Los mirones que se han acercado hasta la mesa del conflicto siguen el episodio con interés. Algunos comentan algo en voz baja, otros se sonríen. También reaccionan con buen humor los ajedrecistas de los tableros aledaños. Son cosas que, mientras no afecten en primera persona, terminan haciendo gracia. Alguien que trata de defender una posición comprometida chista exigiendo silencio. Lo hace con la inapelable rotundidad del veterano bibliotecario pero, en honor a la verdad, cabe decir que no tiene demasiado éxito. El rumor sordo de los curiosos se extiende entre las mesas. El cachondo del técnico que retransmite las partidas por internet hace medio minuto que ha comenzado a grabar, desde su privilegiada posición en la tarima, el altercado con la cámara de su teléfono móvil. El auxiliar también se dirige hacia allí y lanza una mirada reprobatoria al técnico cineasta. Antes de que empiece la siguiente ronda, el vídeo ya circulará por la red.
El árbitro sabe que nadie se inventa una reclamación así sin fundamento y que ningún jugador a quien se le atribuyese de manera injustificada un acto tan antideportivo y miserable permanecería con la actitud de beatífica indiferencia de la cual hace gala el letón. Sin embargo, aunque de buena gana le habría dado la razón al mozambiqueño, no puede actuar, reconoce estar atado de pies y manos: se trata de la palabra del uno contra la del otro y, al no haberse personado nadie en calidad de testigo imparcial, no le queda más remedio que ejercer de Poncio Pilatos y ordenar la reanudación de la partida en la misma posición que hay en ese momento sobre el tablero. Mala suerte la del mozambiqueño. No sólo le han echado atrás la jugada sino que ni uno solo de los espectadores que andan entre las mesas estaba mirando su tablero en el instante preciso. Trata de hacérselo entender al jugador africano, cuyos ojos encendidos parecen estar a punto de salírsele de las órbitas, dispuestos a fulminar al cándido letón. El báltico asiente, impertérrito, con un mínimo movimiento de cabeza, posiblemente la primera aportación que hace en los minutos que está durando la resolución del espinoso asunto. Un asunto que se alarga demasiado y empieza a irritar a los jugadores de los tableros dieciocho y diecinueve, los más próximos al círculo de curiosos que se ha ido formando alrededor del árbitro y de los dos ajedrecistas enfrentados.
Al fin, el mozambiqueño desiste en su protesta y, a regañadientes, toma asiento. Delante de sus piezas, como distraído, parece no verlas. El juez principal lo ha conseguido convencer y está conforme con continuar la partida. En su fuero interno el árbitro está convencido de que ha cometido una injusticia pero no ha tenido otra opción. Ha obrado, estrictamente, siguiendo el reglamento. Haber actuado de otro modo, atendiendo sin pruebas la reclamación contra el letón, no sólo habría dado alas a que algunos vivales con dotes de actor reclamasen movimientos inconcebibles en posiciones desesperadas a partir de entonces sino que tal decisión, con seguridad, le habría acarreado, en tanto que administrador de justicia, una sanción inhabilitadora por saltarse las leyes del juego a la torera. Y aun así, le remuerde la conciencia. Ni siquiera el convencimiento de que no podía actuar de manera diferente consigue atenuar su malestar. Resignado, da media vuelta y dirige una mirada de entendimiento al auxiliar con la que le notifica que el juego va a proseguir con normalidad. Da uno, dos pasos, en dirección a la mesa arbitral cuando el silencio que ha vuelto a reinar en la sala tras el desagradable incidente se ve quebrantado por una inconfundible melodía, muy de moda. De no tratarse del teléfono de uno de los espectadores que circula por la sala de juego, habrá de sancionar con derrota al jugador descuidado que ha olvidado apagar su móvil al inicio de la ronda. Se gira y deduce, por las miradas de quienes todavía andan cerca del tablero del mozambiqueño y el letón, que el teléfono que ha sonado pertenece a uno de los dos.
El letón sonríe como un bebé satisfecho.
jueves, 21 de marzo de 2013
El futuro nos pertenece
¿Un hijo militar y otro cura? No, hombre, eso es cosa del pasado. Yo a uno le he inculcado ideas progresistas, le hablo continuamente de la justicia social, comento con él las noticias culturales que leo en la prensa. Al segundo lo adoctrino en los valores más conservadores y sostengo con él largas charlas sobre la propiedad privada y los pilares de la moralidad sobre los que se fundamenta la familia tradicional. Deseo que uno, por ejemplo el mayor, entre en los populares y que el otro, el pequeño, se afilie a los socialistas. Y que uno, el que sea, estudie para abogado y que su hermano sea contable. No quiero que, en nuestra vejez, ni a mi mujer ni a mí nos haya de faltar de nada.
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miércoles, 20 de marzo de 2013
Lucha de titanes
Reunión de amiguetes en Bàsic. Mañana. Un OK Corral literario en el que correrán ríos de tinta y sangre. Avisados estáis.
miércoles, 13 de marzo de 2013
Gol
Tras anotar el tanto que adelantaba al equipo, al poco de iniciarse la segunda parte, corrió en dirección a la banda dibujando en el aire un vientre abultado y chupándose, a continuación, el dedo pulgar como un rorro. Completó el tramo que le faltaba hasta el córner haciendo unos volatines que habrían hecho palidecer de la envidia al campeón olímpico de suelo. Ya en el banderín del saque de esquina, levantó los puños hacia la afición, que coreaba su apodo, para, acto seguido, darse la vuelta y señalar, por encima de los hombros, su nombre y su dorsal con ambos pulgares. Un defensa hizo como que le limpiaba las botas y él, exultante, disparó al cielo balas invisibles con sus índices extendidos y meció entre sus brazos a un bebé también ilusorio. Tras el abrazo de sus compañeros, se dirigió al objetivo de una de las cámaras de la televisión y dibujó un corazón con las manos. Se quitó la camiseta y mostró a los telespectadores su particular mensaje de ánimo dedicado a un extremo gravemente lesionado, un texto breve que había escrito en mayúsculas en su prenda interior con un rotulador rojo. Luego volvió a dirigirse a los hinchas del graderío y besó una alianza imaginaria en su dedo anular y, después, hizo lo propio en la zona interna de la muñeca, que se llevó a la frente. Dio un pase torero con la mano en la cintura, un natural, y ahuecó sus manos detrás de la coronilla como si fuesen las alargadas orejas de un conejo. Más tarde simuló una danza africana agarrado al banderín, se tapó el ojo izquierdo con la palma de la mano y gateó un ratito como un bebé. Antes de levantarse, clavó la rodilla derecha en el suelo e imitó con cierto estilo la posición del arquero que tensa su arma. Para cuando se dio cuenta de que el público había abandonado sus localidades, ya estaban apagando los focos. Lógicamente, sobre el césped ya no había nadie más que él. Supuso que lo habrían sustituido tras la consecución del gol.
miércoles, 6 de marzo de 2013
Bronstein-Tal, 2011
- El tipo le recriminó algo nada más subir, discutieron, se insultaron y el autobusero le propinó un cabezazo. Todo venía de que, por lo visto, había detenido el bus unos metros más allá de la parada. Total, que entonces cogió el móvil y llamó a la policía. El muy cafre le había abierto una brecha en la frente. Y el conductor nos hizo bajar a todos y se fue a la cochera. ¿Qué te parece? Claro que la gente no se cruzó de brazos, en otro tiempo puede, pero después de lo de Egipto, ni hablar. Querían ponerle una denuncia colectiva… –contaba, prolijo y rememorativo, agitando mucho las manos como si de veras estuviese reviviendo el momento.
- ¡Chist! –lo interrumpió el otro llevándose el dedo a los labios, visiblemente cansado de la cháchara del compañero–. No es momento, ¿no crees?
- ¿Tienes un cigarrillo? –inquirió el primero con acento vinoso.
- ¡Oh, por el amor de Dios, cállate de una vez! –hubo de reprenderlo de nuevo.
Tras unos minutos de tenso silencio, el más alto reunió valor suficiente para dar por finalizada la espera y asomarse con cautela a la ventana. Invitó al colega a que hiciese lo propio dándole un leve puntapié. Seguía agazapado con la espalda apoyada en la pared del cobertizo, ensimismado en la contemplación de la desierta esquina iluminada por la farola. Tenía el pulso acelerado.
- ¿Qué hay ahí dentro? –preguntó, de pronto, el del suelo.
- Puedes comprobarlo por ti mismo –le contestó el más alto, que también era el más judío, de los dos.
- ¿Es que no puedes decírmelo? –protestó aquél, contrariado. Ambos hablaban bajito.
- Si te lo cuento, no me crees –razonó el más alto y judío, a quien, como fácilmente puede deducirse, no le gustaba demasiado hablar.
Se puso en cuclillas el otro, con sigilo, imitando la postura en la que permanecía su compañero, se agarró al marco de la ventana y, subiendo poquito a poco, acercó lentamente los ojos al cristal. Una bombilla sucia que colgaba del techo de un cable medio pelado alumbraba la partida que dos ajedrecistas estaban jugando en un tablero dispuesto sobre una mesa vieja y baja, sentados en dos banquetas de las de ordeñar cabras. Sombras aquí y allá confirmaban la presencia de espectadores que seguían, de pie, el juego. El que conducía las blancas adelantó un peón. Era gordo y calvo como una rana y llevaba unas gruesas gafas de montura negra.
- Chico, ¿no es ése Bronstein? –quiso saber el más alto de los dos, señalando con el dedo al que acababa de mover. El ajedrecista vestía un raído traje oscuro con la hombrera izquierda desgarrada y a la vista y llevaba la corbata granate muy mal anudada.
- Pues no sé qué decirte, desde aquí, la verdad. No pondría la mano en el fuego –eludió la respuesta el más cegato de los dos.
- Pues te digo yo que tiene que ser David Bronstein –insistió entonces el más tenaz de los dos.
- No te digo ni que sí ni que no pero, ahora soy yo quien se la juega, para mí que el otro es Mijail Tal –aportó un nuevo elemento a la conversación el más arrojado de los dos.
- Pues yo dudo de que lo sea porque se acaba de dejar un caballo, ¿lo ves? ¿Se colgaría un caballo, así como así, Tal? –lo contradijo el que mejor sabía jugar a ajedrez de los dos, quien, por cierto, debido a la poca luz que había en la calle ya no sabía muy bien si era él mismo el más alto y judío de los dos o lo era el otro, llegando al extremo de confundirse y de pisarse ambos en los turnos de palabra durante la breve charla que estaban sosteniendo.
Tal, o quien tanto se le parecía, levantó la vista del tablero a la espera de que su rival capturase el caballo recién colocado en una casilla negra. Esa sensación, al menos, daba. La potente bombilla permitió a los observadores que seguían la partida desde la calle ver cómo fijaba uno de sus ojos en el adversario mientras el otro miraba hacia Zamora. El parecido con el legendario campeón mundial se les antojó asombroso. Una mosca inoportuna se posó en la alborotada pelambrera blanca que le cubría el colodrillo, paseó curiosa por el cráneo también pelado del segundo ajedrecista y voló hasta una de las mangas del andrajoso traje, como de ropavejero si no peor, del jugador de negras. Bronstein, o el sosia de Bronstein, enrocó como si no se hubiese dado cuenta del fatal error del oponente. Mijail Tal respondió inmediatamente y, en lugar de retirar el caballo amenazado, ocupó la columna semiabierta con una de las torres. Bronstein apenas tardó unos segundos más en realizar su siguiente movimiento: tampoco capturó ese caballo, que parecía blindado o inmortal por algún capricho del Destino, y fue más allá, dejó su dama a tiro de la torre recién desplazada por Tal. La rapidez de las respuestas contrastaba con la perezosa ejecución de las mismas, lentas, graves, hipnóticas. Quizás para demostrar su lógico descontento con el juego exhibido por los dos campeones, quienes, a estas alturas, habían dejado claro que sus jugadas se regían más por impulsos mecánicos, autómatas, que por una profunda reflexión de las posibilidades ofrecidas por la posición, algunas de las sombras empezaron a moverse torpemente arriba y abajo, desorientadas, como si hubiesen perdido el interés en la contienda.
El atolondrado desplazamiento de los presentes fue interpretado por el más impaciente de los dos que esperaban afuera, fuese quien fuese, como la señal esperada para entrar en acción. Con paso decidido rodeó el edificio, seguido de su compañero, se plantó delante de la puertucha de tablas y la derribó de una fuerte patada. El estrépito de ésta al caer sorprendió a Bronstein en pleno movimiento. Se quedó unos segundos con el brazo en alto, suspendido paralelo al tablero, sosteniendo en la mano derecha la dama blanca. Los espectadores se giraron en dirección a las dos siluetas que la luz de la farola perfilaba en el umbral. Uno, clavadito a Tigran Petrosian, abrió mucho la boca, sorprendido, y, apuntándolos desmayadamente con el índice, dijo algo así como “eh”, vocal que prolongó durante un buen rato. Los otros avanzaron hacia los dos intrusos arrastrando los zapatos por el suelo de tierra y paja. A Bronstein, de repente, se le desprendió el brazo, que cayó en el tablero, lo que provocó el derrumbe de unas cuantas piezas y la ruina de la posición. A Tal le chorreó una espesa baba verde oliva barbilla abajo cuando quiso afearle el gesto a su contrincante. Una papilla, por lo demás, bastante pestilente.
- ¡Recuerda, a la cabeza! –gritó el más alto de la pareja recién llegada antes de abrir fuego con su fusil de asalto contra los dos ajedrecistas.
- ¡Malditos zombies hijos de puta! –lo secundó el otro quien, a continuación, profirió un alarido escalofriante salido de lo más profundo de sus entrañas. Visualice aquí el lector los casquillos volando a cámara lenta, como en una de esas escenas de marines descontrolados con un pañuelo anudado a la frente, aullando mientras disparan al enemigo en la selva, y se hará una idea del desarrollo posterior del tiroteo contra el tambaleante grupo de muertos vivientes, quienes pasaron, de una vez por todas, a la definitiva Eternidad por vía de apremio.
David Bronstein intentaba con su único brazo incorporarse, ayudándose del taburete en el que había estado sentado hasta la violenta irrupción de los dos asaltantes. Gruñía. Un bulto también se movía mínimamente entre los otros cuerpos caídos. El más alto se adentró en el cobertizo para rematarlos.
- ¡Chist! –lo interrumpió el otro llevándose el dedo a los labios, visiblemente cansado de la cháchara del compañero–. No es momento, ¿no crees?
- ¿Tienes un cigarrillo? –inquirió el primero con acento vinoso.
- ¡Oh, por el amor de Dios, cállate de una vez! –hubo de reprenderlo de nuevo.
Tras unos minutos de tenso silencio, el más alto reunió valor suficiente para dar por finalizada la espera y asomarse con cautela a la ventana. Invitó al colega a que hiciese lo propio dándole un leve puntapié. Seguía agazapado con la espalda apoyada en la pared del cobertizo, ensimismado en la contemplación de la desierta esquina iluminada por la farola. Tenía el pulso acelerado.
- ¿Qué hay ahí dentro? –preguntó, de pronto, el del suelo.
- Puedes comprobarlo por ti mismo –le contestó el más alto, que también era el más judío, de los dos.
- ¿Es que no puedes decírmelo? –protestó aquél, contrariado. Ambos hablaban bajito.
- Si te lo cuento, no me crees –razonó el más alto y judío, a quien, como fácilmente puede deducirse, no le gustaba demasiado hablar.
Se puso en cuclillas el otro, con sigilo, imitando la postura en la que permanecía su compañero, se agarró al marco de la ventana y, subiendo poquito a poco, acercó lentamente los ojos al cristal. Una bombilla sucia que colgaba del techo de un cable medio pelado alumbraba la partida que dos ajedrecistas estaban jugando en un tablero dispuesto sobre una mesa vieja y baja, sentados en dos banquetas de las de ordeñar cabras. Sombras aquí y allá confirmaban la presencia de espectadores que seguían, de pie, el juego. El que conducía las blancas adelantó un peón. Era gordo y calvo como una rana y llevaba unas gruesas gafas de montura negra.
- Chico, ¿no es ése Bronstein? –quiso saber el más alto de los dos, señalando con el dedo al que acababa de mover. El ajedrecista vestía un raído traje oscuro con la hombrera izquierda desgarrada y a la vista y llevaba la corbata granate muy mal anudada.
- Pues no sé qué decirte, desde aquí, la verdad. No pondría la mano en el fuego –eludió la respuesta el más cegato de los dos.
- Pues te digo yo que tiene que ser David Bronstein –insistió entonces el más tenaz de los dos.
- No te digo ni que sí ni que no pero, ahora soy yo quien se la juega, para mí que el otro es Mijail Tal –aportó un nuevo elemento a la conversación el más arrojado de los dos.
- Pues yo dudo de que lo sea porque se acaba de dejar un caballo, ¿lo ves? ¿Se colgaría un caballo, así como así, Tal? –lo contradijo el que mejor sabía jugar a ajedrez de los dos, quien, por cierto, debido a la poca luz que había en la calle ya no sabía muy bien si era él mismo el más alto y judío de los dos o lo era el otro, llegando al extremo de confundirse y de pisarse ambos en los turnos de palabra durante la breve charla que estaban sosteniendo.
Tal, o quien tanto se le parecía, levantó la vista del tablero a la espera de que su rival capturase el caballo recién colocado en una casilla negra. Esa sensación, al menos, daba. La potente bombilla permitió a los observadores que seguían la partida desde la calle ver cómo fijaba uno de sus ojos en el adversario mientras el otro miraba hacia Zamora. El parecido con el legendario campeón mundial se les antojó asombroso. Una mosca inoportuna se posó en la alborotada pelambrera blanca que le cubría el colodrillo, paseó curiosa por el cráneo también pelado del segundo ajedrecista y voló hasta una de las mangas del andrajoso traje, como de ropavejero si no peor, del jugador de negras. Bronstein, o el sosia de Bronstein, enrocó como si no se hubiese dado cuenta del fatal error del oponente. Mijail Tal respondió inmediatamente y, en lugar de retirar el caballo amenazado, ocupó la columna semiabierta con una de las torres. Bronstein apenas tardó unos segundos más en realizar su siguiente movimiento: tampoco capturó ese caballo, que parecía blindado o inmortal por algún capricho del Destino, y fue más allá, dejó su dama a tiro de la torre recién desplazada por Tal. La rapidez de las respuestas contrastaba con la perezosa ejecución de las mismas, lentas, graves, hipnóticas. Quizás para demostrar su lógico descontento con el juego exhibido por los dos campeones, quienes, a estas alturas, habían dejado claro que sus jugadas se regían más por impulsos mecánicos, autómatas, que por una profunda reflexión de las posibilidades ofrecidas por la posición, algunas de las sombras empezaron a moverse torpemente arriba y abajo, desorientadas, como si hubiesen perdido el interés en la contienda.
El atolondrado desplazamiento de los presentes fue interpretado por el más impaciente de los dos que esperaban afuera, fuese quien fuese, como la señal esperada para entrar en acción. Con paso decidido rodeó el edificio, seguido de su compañero, se plantó delante de la puertucha de tablas y la derribó de una fuerte patada. El estrépito de ésta al caer sorprendió a Bronstein en pleno movimiento. Se quedó unos segundos con el brazo en alto, suspendido paralelo al tablero, sosteniendo en la mano derecha la dama blanca. Los espectadores se giraron en dirección a las dos siluetas que la luz de la farola perfilaba en el umbral. Uno, clavadito a Tigran Petrosian, abrió mucho la boca, sorprendido, y, apuntándolos desmayadamente con el índice, dijo algo así como “eh”, vocal que prolongó durante un buen rato. Los otros avanzaron hacia los dos intrusos arrastrando los zapatos por el suelo de tierra y paja. A Bronstein, de repente, se le desprendió el brazo, que cayó en el tablero, lo que provocó el derrumbe de unas cuantas piezas y la ruina de la posición. A Tal le chorreó una espesa baba verde oliva barbilla abajo cuando quiso afearle el gesto a su contrincante. Una papilla, por lo demás, bastante pestilente.
- ¡Recuerda, a la cabeza! –gritó el más alto de la pareja recién llegada antes de abrir fuego con su fusil de asalto contra los dos ajedrecistas.
- ¡Malditos zombies hijos de puta! –lo secundó el otro quien, a continuación, profirió un alarido escalofriante salido de lo más profundo de sus entrañas. Visualice aquí el lector los casquillos volando a cámara lenta, como en una de esas escenas de marines descontrolados con un pañuelo anudado a la frente, aullando mientras disparan al enemigo en la selva, y se hará una idea del desarrollo posterior del tiroteo contra el tambaleante grupo de muertos vivientes, quienes pasaron, de una vez por todas, a la definitiva Eternidad por vía de apremio.
David Bronstein intentaba con su único brazo incorporarse, ayudándose del taburete en el que había estado sentado hasta la violenta irrupción de los dos asaltantes. Gruñía. Un bulto también se movía mínimamente entre los otros cuerpos caídos. El más alto se adentró en el cobertizo para rematarlos.
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