lunes, 31 de octubre de 2011

Adolf

Sentado en su camastro, Carlomagno atendía a las explicaciones que el doctor vienés le daba al adolescente pálido y de mirada huidiza que acababa de recibir el alta.

-Mañana abandonará la clínica. Conozco su trabajo, Adolf. He visto sus pinturas. Le aconsejo que se concentre en su faceta artística, cultívela, explote su creatividad. Pinte y olvídese de su padre. Salir de aquí no es una meta, es sólo el inicio de algo importante. Pinte, cree. Trabaje. Únicamente el trabajo nos hace libres -y señaló al otro-, únicamente el trabajo les hará libres.
-El trabajo nos hará libres -repitió el joven sin levantar la vista.

Carlomagno creyó percibir una leve sonrisa dibujada en el rostro de Adolf.

martes, 25 de octubre de 2011

El mosquito: inédito para una antología de Monterroso

Cuando despertó, el mosquito todavía estaba allí. Sólo que más gordo.

Nota del compilador: anotación de puño y letra del autor, sin título, tomada de forma apresurada en el papel de envoltorio de una chocolatina imposible de fechar, El mosquito es, para el doctor Miguel T. Marquina y Rodríguez Whitman, el desarrollo del aplaudido El dinosaurio (Augusto Monterroso, Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí), considerado por la mayoría como el microrrelato más breve jamás escrito en lengua castellana, honor que para algunos recae en uno de los Crímenes ejemplares (Max Aub, Lo maté porque era de Vinaroz) o en El emigrante (Luis Felipe G. Lomelí, - ¿Olvida usted algo? – ¡Ojalá!). Por el contrario, Steven Palmer y Maqueda Barrientos y sus correligionarios sostienen que el texto recientemente hallado en el interior de una caja de latón de galletitas danesas en casa de los Orduña Castro, El mosquito, en realidad no es más que un boceto, un primer ensayo que Monterroso iría puliendo y perfeccionando con posterioridad hasta alcanzar en El dinosaurio la más bella expresión del ahorro de la palabra, la obra cumbre de la concisión literaria.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Su monstruo, al fin

Los diarios devorados en busca de inspiración se amontonaban junto a la papelera, llena de arrugadas cuartillas desechadas. Un tipo de Louisiana se había comido a su compañera, previa sazón de sus partes más insípidas, mientras un duque alcoholizado fotografiaba niñas ajenas en sus nobles dependencias, y un cantante negro, que ni siquiera cantaba ya, se metamorfoseaba en hembra caucásica ante la indiferencia de la opinión pública. Le sacó de su ensimismamiento una enorme mancha de tinta en el papel, incapaz de perfilar el monstruo que debía protagonizar su próximo relato por encargo. El escritor deslizó con mimo infantil la pluma estilográfica, demasiado sucia o rota, sobre el borrón fresco, y le añadió grandes ojos, afilados colmillos y doce patitas peludas. Su monstruo, al fin.

jueves, 13 de octubre de 2011

Historia del jazz, volumen 3

Leo en el suplemento dominical de un periódico de gran tirada que, en contra de lo que todo el mundo creía, Jim Morrison sigue vivo. El músico posa sonriente en la imagen que ilustra el reportaje con uno de esos imposibles trajes blancos que lucía cuando actuaba en los casinos de Las Vegas, medio de espaldas, de modo que se puede apreciar en todo su esplendor el águila de pedrería de la capita. Según informa el rotativo, el músico vive en un destartalado pesquero varado en una playa de Almuñécar y declara llevar una vida tranquila, sin excesos, y no añorar para nada la fama de la que gozó a finales de los años sesenta. Reconoce, eso sí, haberse animado a interpretar, como solía hacer entonces, el himno de los Estados Unidos tocando la guitarra con los dientes en alguna que otra juerga flamenca organizada por los gitanos en la playa. Ni una sola mención sobre cómo logró sobrevivir a los cinco tiros que le descerrajaron frente a la puerta del edificio Dakota.

viernes, 7 de octubre de 2011

Comida de trabajo

Hace tiempo que dejé de ir a comer con mis compañeros al bar del juzgado para hacerlo en mi despacho. Aunque sus platos difícilmente habrían satisfecho las expectativas del gourmet más exigente, sería injusto achacar mi decisión a la calidad de lo servido: de hecho, también había ido allí algún domingo con los niños. Mi elección tampoco guardaba relación con la crisis, ya que sus precios eran razonables. Fue fruto de la casualidad, supongo. No recuerdo cómo probé mi primer expediente pero sí su agradable sabor en mi paladar. Devoré providencias y papel timbrado con fruición desde ese día hasta la mañana en la que el juez entró en mi despacho alertado por los muchos documentos que últimamente se habían, digamos, traspapelado. Innecesario fue improvisar una excusa plausible: mis carrillos hinchados de celulosa me delataron. Dejó sobre mi escritorio una apelación particularmente incómoda. Ya sabe qué hacer con ella, dijo.

Juicio ganado

Nada más conocerse el veredicto, el abogado celebró que su defendido había sido declarado inocente levantando los puños hacia el cielo. Atravesó la sala corriendo, dibujando en el aire un vientre abultado y llevándose el pulgar a la boca. Tras abrazarse al alguacil, quien se arrodilló simulando limpiarle las botas, se levantó la toga para mostrar su camiseta color calabaza con un mensaje de apoyo a un colega recién jubilado. Ejecutó un pase torero, disparó balas invisibles al techo, hizo el puente y gateó hasta su cliente. El acusado, con el rostro nublado por una expresión sombría, le recordó que la acusación presentaría el oportuno recurso. Ni caso. Dio unas cuantas volteretas acrobáticas hasta el estrado, al modo de los gimnastas olímpicos que cierran su ejercicio con una gran diagonal, besó su alianza y clavó una rodilla en el suelo, imitando al arquero que tensa su arma, delante del juez.