- ¡Arponéala de una maldita vez! –gritó, enloquecido, Ahab.
- Preferiría no hacerlo –contestó Bartleby con tranquilidad pasmosa y sin intención de abandonar el remo.
- ¡Manda al infierno a ese condenado demonio! –rugió el anciano, golpeando con su pata astillada el fondo del bote.
- Preferiría no hacerlo –repitió Bartleby con su proverbial apatía, sosteniendo el brillo diabólico y demente en la mirada del capitán cuya obstinación los había llevado a tan crítica situación.
Se levantó del banco de proa el favorito Billy Budd, tan honesto él, tan hermoso, y, haciéndolo a un lado, cumplió la orden dada. La Ballena Blanca, herida en el costado, se sumergió dando un fuerte coletazo. Como es sabido, el cabo se enroscó al cuello del desquiciado Ahab en su intento de destrabarlo y liberar el tobillo del modélico Billy Budd, también aprisionado. Entonces alguien, sin demasiada convicción, había pretendido que Bartleby cortara el cabo temiendo que el cetáceo arrastrara hasta el fondo, sin remedio, a ambos hombres en su desesperada huida.
La tripulación vitoreó al marinero cuando volvió a escucharse, elevándose por encima del rugido del mar embravecido, su celebrado “prefería no hacerlo” para luego, ya a bordo del Pequod, remojarlo en ron.
martes, 23 de julio de 2013
lunes, 15 de julio de 2013
Vibra el móvil
Hace muchísimos años, cuando apenas era un crío, vi por televisión el capítulo de una serie (si no fue La dimensión desconocida tuvo que ser La hora de Alfred Hitchcock) que me impresionó profundamente, hasta el punto de tener su recuerdo presente incluso a día de hoy. Una criatura, diría que una niña aunque bien podría haber sido un mocoso quien protagonizara la historia, hablaba, a través de un teléfono de juguete, con su abuela recién fallecida. Los adultos, en principio, la miraban con ternura creyendo que se trataba de una instintiva defensa psicológica de la niña, la cual estaría, de algún modo, intentando superar la ausencia del ser querido. Hasta que la frecuencia de las conversaciones conseguía, por lógica, preocuparlos. Al final, uno de esos adultos, el padre seguramente, descolgaba el auricular y descubría que las conversaciones habían sido reales desde el primer momento y que no eran una ilusión de una cría traumatizada.
He intentado recordar alguna otra película, alguna otra imagen que haya conseguido aterrorizarme más durante todos estos años y ninguna me ha venido a la mente. Tanto como aquel episodio no, desde luego. Por eso ahora, cuando vibra el móvil y veo parpadeando el nombre de mi padre, me recorre el cuerpo un escalofrío. Es tan cierto eso de que no se echa a alguien de menos hasta que lo pierdes... Y lo de que sólo se valora aquello que ya no se tiene. Lo peor de todo es que, aquí, encajonado y sin apenas oxígeno, no puedo responder a su llamada. Ahora que lo pienso, esas historias de teléfonos que, olvidados en los bolsillos de sus difuntos propietarios, sonaban en los velatorios o en el interior de los nichos también consiguieron, en su día, aterrarme. Ahora ya no.
He intentado recordar alguna otra película, alguna otra imagen que haya conseguido aterrorizarme más durante todos estos años y ninguna me ha venido a la mente. Tanto como aquel episodio no, desde luego. Por eso ahora, cuando vibra el móvil y veo parpadeando el nombre de mi padre, me recorre el cuerpo un escalofrío. Es tan cierto eso de que no se echa a alguien de menos hasta que lo pierdes... Y lo de que sólo se valora aquello que ya no se tiene. Lo peor de todo es que, aquí, encajonado y sin apenas oxígeno, no puedo responder a su llamada. Ahora que lo pienso, esas historias de teléfonos que, olvidados en los bolsillos de sus difuntos propietarios, sonaban en los velatorios o en el interior de los nichos también consiguieron, en su día, aterrarme. Ahora ya no.
miércoles, 10 de julio de 2013
El botánico aficionado
En cuanto tenía un rato libre se detenía delante del tiesto y contemplaba con embeleso cómo la mata crecía, milímetro a milímetro, con un orgullo muy parecido al del padre que presume de los progresos de su hijo delante de los compañeros del trabajo. Abría una pequeña sillita plegable, de ésas de costurera de posguerra, y se sentaba junto a la maceta pintada de rojo para leerle suavemente a la planta, como en un arrullo mimoso, algunos capítulos de una vieja enciclopedia ajedrecística, de cuyo título nadie había oído hablar jamás. La había comprado en una librería de lance y había pertenecido a un tal Silverio H. Morales (alguien, al menos, se había entretenido en escribir en lápiz dichos nombre y apellido en unas irregulares mayúsculas en el ángulo superior derecho de la primera página del grueso volumen) o los análisis de las partidas más atractivas de los números más recientes de la revista Jaque. Había escuchado en algún lugar que no conseguía recordar que hablarle a las plantas les servía de estímulo para su crecimiento. Y se aplicaba en ello del mismo modo que esparcía la fina capa de paja para mantener la humedad de la tierra y la regaba periódicamente, y siempre a primerísima hora de la mañana, porque había oído decir al presentador de un popular programa de la televisión, un tipo cuyo aspecto frisaba en los cuarenta cuando debía de tener cumplidos los sesenta, que, de esa manera, las plantas se hidrataban mejor durante el calor del mediodía.
Precisamente había sacado de la entrada Ajedrez y botánica de ese tomazo enciclopédico de tapa dura, firmada por Aleksandr Aboguin y un tal Dr. Kirílov, la idea para su proyecto, que desarrollaba, según afirmaban los autores rusos, un originalísimo experimento de un religioso agustino discípulo de Mendel. Consagraba así los días a su proyecto y sólo su sobrino de ocho años tenía alguna remota noticia de su secreta actividad. En realidad, el chiquillo no sabía nada, sencillamente lo veía trajinar arriba y abajo con los libros o con la regadera en las contadas mañanas en que sus padres, su hermana y el gordo desabrido con quien había contraído matrimonio hacía diez años en Calzadilla de los Hermanillos, se lo dejaban porque debían hacer algún recado. El niño jugaba con los muñecos articulados que había traído de casa y lo dejaba tranquilo con lo suyo en la terraza. Pasaron los días y pasaron las semanas. El diámetro del tallo se ensanchaba a ojos vistas y de la mata fueron saliendo unas ramitas que enseguida se cubrieron de pequeñas hojas con forma de corazón de color verde aceituna veteadas en blanco y negro. El botánico aficionado pulverizaba diariamente aquellas hojitas cardiáceas y les sacaba brillo con un paño limpio con una dedicación que hubiese hecho enrojecer de vergüenza por descuidado al coleccionista de mariposas más escrupuloso. Tiempo después, cuando la planta había alcanzado unos dos palmos de altura y el ritmo de las sesiones de lectura se había incrementado hasta llegar a la media hora diaria, ésta comenzó a dar los primeros frutos. En los extremos de las ramas aparecieron unos brotes oscuros, también alguna florecilla blanca, que muy pronto se convirtieron en alfilitos negros de madera barnizada, muy parecidos entre sí y que recordaban mucho a aquél plantado hacía ya unas cuantas semanas en la maceta. ¡Bendito discípulo de Mendel y benditos Aboguin y Kirílov por transmitir los conocimientos de éste! Las flexibles ramitas soportaban bien el peso de las piezas pero, conforme éstas iban creciendo hasta alcanzar su plena madurez, se combaban ligeramente hacia abajo. El excitado botánico lloró de contento cuando el primero de los alfiles negros cayó por su propio peso encima de la paja húmeda. Le dio cera para muebles y lo metió en una caja de madera con el interior forrado de terciopelo rojo que había comprado expresamente para depositar allí la que sería su primera cosecha de piezas de ajedrez. Luego cayó el segundo y, pronto, el tercer y cuarto alfiles pasaron a hacerles compañía en aquella caja tan especial. La planta dio en total nueve piezas menores. Presa de una incontenible excitación por el milagro obrado, pasó tardes enteras leyéndole a una planta que, por desgracia, ya no volvió a dar más fruto.
Lejos de descorazonarse, el primer sábado que tuvo libre se fue al centro comercial más cercano y cargó en la parte trasera del coche una docena de tiestos idénticos al que había utilizado para plantar su mata de alfiles negros. También compró sacos de una tierra especial, rica en nutrientes, y dos litros de fertilizante para plantas. Acarreó las macetas hasta el balcón de casa, vació en ellas los sacos y en cada una practicó un agujero donde introdujo un rey blanco, un rey negro, una dama blanca, un alfil blanco, un caballo negro… y así hasta que todas las macetas tuvieron su simiente. Poquito a poco fueron asomando los tallitos verdes, tímidos, como las lombrices ciegas que se abren paso a través de la tierra húmeda hasta alcanzar la superficie. Puso entonces en práctica todos los conocimientos atesorados tras la primera experiencia, cada vez más perfeccionados, lógicamente, más otros adquiridos tras la lectura de los libros de jardinería que había ido sacando de la biblioteca pública del barrio y con las respuestas a las preguntas con las cuales solía acribillar a la navarra del séptimo segunda, poseedora de un balcón florido de escándalo, envidia de todo el vecindario, en cada ocasión en que ambos se encontraban en el ascensor. Orientó los tiestos de idéntico modo a como lo había hecho con la mata piloto, de manera que las plantas aprovecharan al máximo la luz solar y, después de regarlas a primera hora de la mañana (había introducido, por consejo de la vecina hija de la villa de Zubiri, un tapón de abono una vez a la semana, que diluía por cada tres litros de agua), las colocaba en semicírculo alrededor de su sillita de costurera, como si los tiestos fuesen los miembros de una coral y él su director, y les leía los artículos de la enciclopedia dedicados a Mieses o a Lasker o a Bogolyubov o a cualquiera de los campeones con patillas de lince encumbrados hasta lo más alto a finales del siglo XIX y los comentarios a las partidas que habían significado el triunfo de Aronian en tal o cual torneo de república báltica publicados en las revistas especializadas. Las plantas parecían agradecerlo y crecían lozanas, más hermosas incluso que la primigenia mata de alfiles negros que se había negado a dar, por algún motivo desconocido, más piezas. Salieron los primeros brotes y las hojas, con sus vetas blancas y negras. También floreció, si bien a un ritmo algo más lento, un caballo de marfil blanco que había plantado como prueba en la duodécima maceta. Había querido experimentar con nuevos materiales, con trebejos que no fuesen de madera, dado que la enciclopedia nada decía sobre ese particular. Así que también crecía robusta la planta del caballo de marfil… Entusiasmado por el inesperado éxito, el botánico aficionado empezó a darle vueltas al asunto y llegó a la conclusión de que podría sacarle un rédito económico al productivo experimento y a tanto esfuerzo. Dejó la parte científica, la que en principio le había animado a emprender tal empresa, a un lado, y, como la lechera del cuento, se concentró en cómo podría sacarle el mayor rendimiento a los frutos de su pequeño jardín. Con su método botánico revolucionario obtendría piezas perfectas y únicas de madera barata o de materiales menos asequibles, como el marfil o el ébano o el palo santo, sin apenas coste y podría venderlas a precios que acabarían reventando el mercado y arruinando al resto de fabricantes. Ya los llamaba, para sí, la competencia, sin haber entrado todavía en el circuito comercial, y así mismo se refería a ellos cuando los nombraba a las plantas que crecían ufanas en las macetas de la terraza, ya que había incorporado todo este discurso comercial a las charlas ajedrecísticas con las cuales pretendía favorecer su crecimiento.
Compró nuevas cajas forradas en terciopelo. Hizo números con los precios de venta de los juegos de piezas en las tiendas y a cuánto tendría que comercializar los suyos para obtener el máximo beneficio y se puso entonces con los pertinentes estudios de mercado. Calculó los juegos que podría vender al año y cuánto debería incrementar la producción para satisfacer la elevada demanda de clubes y aficionados que preveía. Con la satisfacción que da recoger el premio del trabajo bien hecho y el sentirse ya un pequeño pero floreciente empresario, aunque todavía sin empresa, una mañana observó cómo las nuevas piezas ya habían adquirido su forma definitiva y que pronto estarían listas para su recolección. Tan eufórico estaba que se las dejó ver al sobrinito cómplice, para quien las figuritas colgando en las ramas no eran sino un remedo bastante cutre de los adornos que embellecían el árbol de Navidad. Sin embargo, observó desazonado que dos de sus plantas se comportaban de un modo anómalo. Tres si contaba la del caballo de marfil, pero el desarrollo más lento de ésta parecía, hasta cierto punto, dentro de la lógica por la singular naturaleza de la simiente. De las matas que habían brotado de los peones blanco y negro plantados hacía semanas florecían, de modo desordenado, pequeños caballos, alfiles, torres y damas al mismo ritmo que lo hacían las piezas de los otros tiestos. ¿Qué explicación podría tener ese extraño desarrollo? Corrió a la enciclopedia a repasar el artículo dedicado al experimento del agustino austríaco, firmado por aquella pareja de rusos cuyos nombres parecían sacados de un cuento de Chéjov, un texto que conocía prácticamente de memoria, sabedor, en el fondo, de que no iba a arrojar nueva luz al asunto. Tampoco encontró nada en los libros de botánica de la biblioteca ni la vecina del séptimo supo darle mayores razones cuando le planteó el problema de manera velada, trufándolo de vaguedades para no desvelarle el secreto de su futura fortuna. Un día, al llegar a casa de vuelta de la biblioteca, recogió las piezas maduras que habían ido cayendo y se dispuso a encerarlas antes de guardarlas en sus respectivas cajas. A pesar de que tan sólo habían transcurrido unas pocas semanas desde los primeros resultados de su experimento botánico, una sombra de preocupación le velaba la mirada y la inicial expresión de jubilosa excitación por las piezas obtenidas había sido sustituida por otra de desaliento. Era descorazonador: si no conseguía producir peones de alguna manera todos sus planes se irían al garete. Había tomado conciencia de que corría el riesgo de estar reproduciendo el cuento de la lechera punto por punto, fracaso final incluido.
Enterró en cuatro maceteros diferentes peones pertenecientes al mismo juego antiguo que ya había utilizado la ocasión anterior y compró otro nuevo, también de piezas de madera, y los plantó a su vez. Y peones de alabastro, y de plástico, y de muchos otros materiales, con la esperanza de dar con la clave del problema. Mientras algunas de las piezas conseguidas mediante su método jardinero iban dando sus frutos tras replantarlas en tiestos que habían quedado vacíos, de las matas de los peones seguían saliendo sólo caballos, torres, alfiles y, sobre todo, damas. A pesar de que los cuidados comunes seguían siendo los mismos para todo tipo de plantas (tierra, fertilizante, horas de sol y orientación de los tiestos, limpieza de las hojas y ocasional uso de insecticidas para prevenir el ataque de orugas, pulgones y moscas blancas), a ellas, a las plantas de los peones, les dedicaba lecturas específicas cuando terminaba la general y les leía en voz alta artículos sobre los principios básicos de los finales de peones, sobre las estructuras de peones a evitar durante el medio juego de las partidas y sobre cómo sacar partido a las posiciones con peones centrales aislados y adelantados. Ni con ésas. Las matas que brotaban de caballo plantado daban caballos, alfiles las de alfil, reyes las de rey. Y las de peón, de casi todo menos peones. Porque reyes tampoco daban, eso sí, era algo que había observado con la primera planta que le había salido rana.
“A lo mejor el hecho de que de las plantas de los peones no salgan tampoco reyes quiere significar algo”, se dijo un día, durante el transcurso de una partida de ajedrez con su sobrinito, pensando más en su ambicioso proyecto, que se iba al traste prácticamente sin haber llegado a arrancar, que en el mismo juego. Tabaleaba los dedos en la frente como si pensara la mejor respuesta a los inofensivos movimientos del crío cuando, en realidad, las complicaciones del juego no le preocupaban lo más mínimo. Se iba dejando todas las piezas después de errores de bulto que ni un párvulo cometería y el niño de ocho años lo ganaba casi sin querer puesto que apenas sabía jugar. Tal era la preocupación del botánico empresario. Y tantas vueltas le dio al asunto que llegó a la conclusión, desesperado, de que la respuesta no iba a encontrarla en los libros de jardinería ni en las vecinas de balcones envidiables ni en los programas presentados por populares rostros televisivos sino en el mismo juego, en las leyes del ajedrez. Coincidiendo casualmente con lo que creyó una revelación, la explicación al fiasco de su proyecto empresarial, el niño avanzó el peón que tenía en séptima fila y lo coronó. Quiso promocionarlo y pidió otro rey. Él le explicó que lo que pretendía no podía ser, era imposible transformar el peón en rey al llegar a la última fila. Los peones se convertían en lo que uno quisiese, en una dama, en un caballo, en una torre, en lo que le diese la gana… menos en un rey… o en otro peón… y, diciendo esto, su rostro, de pronto, se contrajo en una mueca extraña, resumen del caudal de sensaciones contradictorias que lo dominaron súbitamente… el alborozo de haber dado con la clave, la alegría y la satisfacción experimentadas entraron en profunda contradicción con el desencanto que sentía, con la impotencia y el desengaño producidos por el hecho de comprender que su ambicioso proyecto estaba irremisiblemente condenado al fracaso y nunca podría ser llevado a buen puerto. “Cualquier pieza menos un rey o un peón”, repitió lentamente, pero esta vez para sí, como si estuviese solo y, entonces, estalló en una carcajada desproporcionada, incontrolada, fuera de lugar. El sobrinito lo miró con los ojos muy abiertos y empezó a llorar muy, muy asustado.
Precisamente había sacado de la entrada Ajedrez y botánica de ese tomazo enciclopédico de tapa dura, firmada por Aleksandr Aboguin y un tal Dr. Kirílov, la idea para su proyecto, que desarrollaba, según afirmaban los autores rusos, un originalísimo experimento de un religioso agustino discípulo de Mendel. Consagraba así los días a su proyecto y sólo su sobrino de ocho años tenía alguna remota noticia de su secreta actividad. En realidad, el chiquillo no sabía nada, sencillamente lo veía trajinar arriba y abajo con los libros o con la regadera en las contadas mañanas en que sus padres, su hermana y el gordo desabrido con quien había contraído matrimonio hacía diez años en Calzadilla de los Hermanillos, se lo dejaban porque debían hacer algún recado. El niño jugaba con los muñecos articulados que había traído de casa y lo dejaba tranquilo con lo suyo en la terraza. Pasaron los días y pasaron las semanas. El diámetro del tallo se ensanchaba a ojos vistas y de la mata fueron saliendo unas ramitas que enseguida se cubrieron de pequeñas hojas con forma de corazón de color verde aceituna veteadas en blanco y negro. El botánico aficionado pulverizaba diariamente aquellas hojitas cardiáceas y les sacaba brillo con un paño limpio con una dedicación que hubiese hecho enrojecer de vergüenza por descuidado al coleccionista de mariposas más escrupuloso. Tiempo después, cuando la planta había alcanzado unos dos palmos de altura y el ritmo de las sesiones de lectura se había incrementado hasta llegar a la media hora diaria, ésta comenzó a dar los primeros frutos. En los extremos de las ramas aparecieron unos brotes oscuros, también alguna florecilla blanca, que muy pronto se convirtieron en alfilitos negros de madera barnizada, muy parecidos entre sí y que recordaban mucho a aquél plantado hacía ya unas cuantas semanas en la maceta. ¡Bendito discípulo de Mendel y benditos Aboguin y Kirílov por transmitir los conocimientos de éste! Las flexibles ramitas soportaban bien el peso de las piezas pero, conforme éstas iban creciendo hasta alcanzar su plena madurez, se combaban ligeramente hacia abajo. El excitado botánico lloró de contento cuando el primero de los alfiles negros cayó por su propio peso encima de la paja húmeda. Le dio cera para muebles y lo metió en una caja de madera con el interior forrado de terciopelo rojo que había comprado expresamente para depositar allí la que sería su primera cosecha de piezas de ajedrez. Luego cayó el segundo y, pronto, el tercer y cuarto alfiles pasaron a hacerles compañía en aquella caja tan especial. La planta dio en total nueve piezas menores. Presa de una incontenible excitación por el milagro obrado, pasó tardes enteras leyéndole a una planta que, por desgracia, ya no volvió a dar más fruto.
Lejos de descorazonarse, el primer sábado que tuvo libre se fue al centro comercial más cercano y cargó en la parte trasera del coche una docena de tiestos idénticos al que había utilizado para plantar su mata de alfiles negros. También compró sacos de una tierra especial, rica en nutrientes, y dos litros de fertilizante para plantas. Acarreó las macetas hasta el balcón de casa, vació en ellas los sacos y en cada una practicó un agujero donde introdujo un rey blanco, un rey negro, una dama blanca, un alfil blanco, un caballo negro… y así hasta que todas las macetas tuvieron su simiente. Poquito a poco fueron asomando los tallitos verdes, tímidos, como las lombrices ciegas que se abren paso a través de la tierra húmeda hasta alcanzar la superficie. Puso entonces en práctica todos los conocimientos atesorados tras la primera experiencia, cada vez más perfeccionados, lógicamente, más otros adquiridos tras la lectura de los libros de jardinería que había ido sacando de la biblioteca pública del barrio y con las respuestas a las preguntas con las cuales solía acribillar a la navarra del séptimo segunda, poseedora de un balcón florido de escándalo, envidia de todo el vecindario, en cada ocasión en que ambos se encontraban en el ascensor. Orientó los tiestos de idéntico modo a como lo había hecho con la mata piloto, de manera que las plantas aprovecharan al máximo la luz solar y, después de regarlas a primera hora de la mañana (había introducido, por consejo de la vecina hija de la villa de Zubiri, un tapón de abono una vez a la semana, que diluía por cada tres litros de agua), las colocaba en semicírculo alrededor de su sillita de costurera, como si los tiestos fuesen los miembros de una coral y él su director, y les leía los artículos de la enciclopedia dedicados a Mieses o a Lasker o a Bogolyubov o a cualquiera de los campeones con patillas de lince encumbrados hasta lo más alto a finales del siglo XIX y los comentarios a las partidas que habían significado el triunfo de Aronian en tal o cual torneo de república báltica publicados en las revistas especializadas. Las plantas parecían agradecerlo y crecían lozanas, más hermosas incluso que la primigenia mata de alfiles negros que se había negado a dar, por algún motivo desconocido, más piezas. Salieron los primeros brotes y las hojas, con sus vetas blancas y negras. También floreció, si bien a un ritmo algo más lento, un caballo de marfil blanco que había plantado como prueba en la duodécima maceta. Había querido experimentar con nuevos materiales, con trebejos que no fuesen de madera, dado que la enciclopedia nada decía sobre ese particular. Así que también crecía robusta la planta del caballo de marfil… Entusiasmado por el inesperado éxito, el botánico aficionado empezó a darle vueltas al asunto y llegó a la conclusión de que podría sacarle un rédito económico al productivo experimento y a tanto esfuerzo. Dejó la parte científica, la que en principio le había animado a emprender tal empresa, a un lado, y, como la lechera del cuento, se concentró en cómo podría sacarle el mayor rendimiento a los frutos de su pequeño jardín. Con su método botánico revolucionario obtendría piezas perfectas y únicas de madera barata o de materiales menos asequibles, como el marfil o el ébano o el palo santo, sin apenas coste y podría venderlas a precios que acabarían reventando el mercado y arruinando al resto de fabricantes. Ya los llamaba, para sí, la competencia, sin haber entrado todavía en el circuito comercial, y así mismo se refería a ellos cuando los nombraba a las plantas que crecían ufanas en las macetas de la terraza, ya que había incorporado todo este discurso comercial a las charlas ajedrecísticas con las cuales pretendía favorecer su crecimiento.
Compró nuevas cajas forradas en terciopelo. Hizo números con los precios de venta de los juegos de piezas en las tiendas y a cuánto tendría que comercializar los suyos para obtener el máximo beneficio y se puso entonces con los pertinentes estudios de mercado. Calculó los juegos que podría vender al año y cuánto debería incrementar la producción para satisfacer la elevada demanda de clubes y aficionados que preveía. Con la satisfacción que da recoger el premio del trabajo bien hecho y el sentirse ya un pequeño pero floreciente empresario, aunque todavía sin empresa, una mañana observó cómo las nuevas piezas ya habían adquirido su forma definitiva y que pronto estarían listas para su recolección. Tan eufórico estaba que se las dejó ver al sobrinito cómplice, para quien las figuritas colgando en las ramas no eran sino un remedo bastante cutre de los adornos que embellecían el árbol de Navidad. Sin embargo, observó desazonado que dos de sus plantas se comportaban de un modo anómalo. Tres si contaba la del caballo de marfil, pero el desarrollo más lento de ésta parecía, hasta cierto punto, dentro de la lógica por la singular naturaleza de la simiente. De las matas que habían brotado de los peones blanco y negro plantados hacía semanas florecían, de modo desordenado, pequeños caballos, alfiles, torres y damas al mismo ritmo que lo hacían las piezas de los otros tiestos. ¿Qué explicación podría tener ese extraño desarrollo? Corrió a la enciclopedia a repasar el artículo dedicado al experimento del agustino austríaco, firmado por aquella pareja de rusos cuyos nombres parecían sacados de un cuento de Chéjov, un texto que conocía prácticamente de memoria, sabedor, en el fondo, de que no iba a arrojar nueva luz al asunto. Tampoco encontró nada en los libros de botánica de la biblioteca ni la vecina del séptimo supo darle mayores razones cuando le planteó el problema de manera velada, trufándolo de vaguedades para no desvelarle el secreto de su futura fortuna. Un día, al llegar a casa de vuelta de la biblioteca, recogió las piezas maduras que habían ido cayendo y se dispuso a encerarlas antes de guardarlas en sus respectivas cajas. A pesar de que tan sólo habían transcurrido unas pocas semanas desde los primeros resultados de su experimento botánico, una sombra de preocupación le velaba la mirada y la inicial expresión de jubilosa excitación por las piezas obtenidas había sido sustituida por otra de desaliento. Era descorazonador: si no conseguía producir peones de alguna manera todos sus planes se irían al garete. Había tomado conciencia de que corría el riesgo de estar reproduciendo el cuento de la lechera punto por punto, fracaso final incluido.
Enterró en cuatro maceteros diferentes peones pertenecientes al mismo juego antiguo que ya había utilizado la ocasión anterior y compró otro nuevo, también de piezas de madera, y los plantó a su vez. Y peones de alabastro, y de plástico, y de muchos otros materiales, con la esperanza de dar con la clave del problema. Mientras algunas de las piezas conseguidas mediante su método jardinero iban dando sus frutos tras replantarlas en tiestos que habían quedado vacíos, de las matas de los peones seguían saliendo sólo caballos, torres, alfiles y, sobre todo, damas. A pesar de que los cuidados comunes seguían siendo los mismos para todo tipo de plantas (tierra, fertilizante, horas de sol y orientación de los tiestos, limpieza de las hojas y ocasional uso de insecticidas para prevenir el ataque de orugas, pulgones y moscas blancas), a ellas, a las plantas de los peones, les dedicaba lecturas específicas cuando terminaba la general y les leía en voz alta artículos sobre los principios básicos de los finales de peones, sobre las estructuras de peones a evitar durante el medio juego de las partidas y sobre cómo sacar partido a las posiciones con peones centrales aislados y adelantados. Ni con ésas. Las matas que brotaban de caballo plantado daban caballos, alfiles las de alfil, reyes las de rey. Y las de peón, de casi todo menos peones. Porque reyes tampoco daban, eso sí, era algo que había observado con la primera planta que le había salido rana.
“A lo mejor el hecho de que de las plantas de los peones no salgan tampoco reyes quiere significar algo”, se dijo un día, durante el transcurso de una partida de ajedrez con su sobrinito, pensando más en su ambicioso proyecto, que se iba al traste prácticamente sin haber llegado a arrancar, que en el mismo juego. Tabaleaba los dedos en la frente como si pensara la mejor respuesta a los inofensivos movimientos del crío cuando, en realidad, las complicaciones del juego no le preocupaban lo más mínimo. Se iba dejando todas las piezas después de errores de bulto que ni un párvulo cometería y el niño de ocho años lo ganaba casi sin querer puesto que apenas sabía jugar. Tal era la preocupación del botánico empresario. Y tantas vueltas le dio al asunto que llegó a la conclusión, desesperado, de que la respuesta no iba a encontrarla en los libros de jardinería ni en las vecinas de balcones envidiables ni en los programas presentados por populares rostros televisivos sino en el mismo juego, en las leyes del ajedrez. Coincidiendo casualmente con lo que creyó una revelación, la explicación al fiasco de su proyecto empresarial, el niño avanzó el peón que tenía en séptima fila y lo coronó. Quiso promocionarlo y pidió otro rey. Él le explicó que lo que pretendía no podía ser, era imposible transformar el peón en rey al llegar a la última fila. Los peones se convertían en lo que uno quisiese, en una dama, en un caballo, en una torre, en lo que le diese la gana… menos en un rey… o en otro peón… y, diciendo esto, su rostro, de pronto, se contrajo en una mueca extraña, resumen del caudal de sensaciones contradictorias que lo dominaron súbitamente… el alborozo de haber dado con la clave, la alegría y la satisfacción experimentadas entraron en profunda contradicción con el desencanto que sentía, con la impotencia y el desengaño producidos por el hecho de comprender que su ambicioso proyecto estaba irremisiblemente condenado al fracaso y nunca podría ser llevado a buen puerto. “Cualquier pieza menos un rey o un peón”, repitió lentamente, pero esta vez para sí, como si estuviese solo y, entonces, estalló en una carcajada desproporcionada, incontrolada, fuera de lugar. El sobrinito lo miró con los ojos muy abiertos y empezó a llorar muy, muy asustado.
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