Debo reconocer que su presencia me alivia en cierto modo ya que me resulta bastante incómodo permanecer en un establecimiento comercial como único comprador en potencia. Aunque en este caso la actitud del responsable de la tienda pueda hacer pensar que va a invertir su tiempo en cualquier cosa menos en lo que tanto temo y detesto, el quedarme solo conlleva el riesgo evidente de verme asediado por un encargado profesional, de tener que contestar sus preguntas, las oportunas y las inoportunas, de revelar, en suma, qué es lo que me ha atraído hasta su local. Y yo lo que busco en esta clase de tiendas es, simplemente, tranquilidad. Tiempo para mí mismo. Para mis caprichos. Tiempo de ocio. Nada más que eso y, por lo tanto, nada en concreto. Continúo la inspección del alargado cajón de madera de pino que la aparición de la muchacha ha interrumpido. Escojo el separador que dice Europa. Es donde me había detenido después de haber revisado ya la selección de tarjetas catalanas y españolas. Paseo las yemas de los dedos por encima del borde superior de buena parte de las postales de aquel apartado, hasta más o menos donde creo haberme quedado. Desde que tengo uso de razón me ha gustado curiosear, buscar tarjetas postales originales, diferentes, antiguas. Supongo que esta afición mía debe de venir de aquellos concursos que veíamos en televisión, hace años, en los cuales los ganadores de premios fabulosos se dilucidaban lanzando al aire un puñado de postales que los conductores de los programas sacaban de grandes urnas de metacrilato. Presentadores y azafatas de inconmovible honestidad se zambullían entre todas esas postales enviadas por los televidentes de todos los rincones de España y escogían una al azar, esas postales que conformaban una especie de mar de papel que yo, desde casa, miraba con embeleso. La comodidad y la inmediatez de las llamadas telefónicas y de los mensajes de móvil han acabado sustituyendo la magia de las tarjetas de alegre colorido. Eran otros tiempos.
Las paso una a una. Vislumbro estampas urbanas del pasado, grandes monumentos conocidos, o no, en blanco y negro, y saco de entre todas ellas la imagen de una pícara mujer morena que me sonríe con descaro y que supongo había sido una estrella del music-hall o algo parecido. La devuelvo al cajón tras comprobar, por curiosidad, que no tiene nada escrito en el reverso. Una Torre Eiffel, un hotel enmarcado en un paisaje alpino, dos ciclistas en una ciudad inglesa que no puedo identificar pero que podría haber sido Liverpool. O Manchester. O Birmingham. Extraigo una postal de color sepia, mate, sin saber muy bien la razón que me ha hecho escoger precisamente ésa y no la de delante o la de detrás. Se trata de una mole arquitectónica tomada al bies, desde la izquierda. Un frondoso árbol oculta gran parte del imponente edificio. Quizás sea neoclásico porque en lo que parece la entrada principal se distinguen, a pesar del espeso follaje, altas columnas, diría que jónicas, rematadas por el principio de un frontón. Es obvio que no tengo ni idea de arquitectura ni de neoclasicismo y esta circunstancia me impide también dilucidar si se trata de una mansión familiar o de un edificio civil. Me inclino, no obstante, por lo segundo. Conjeturo que la imagen corresponde a una ciudad centroeuropea. Es la sensación que me da el conjunto. Del norte de Francia o de Austria o de Alemania o vaya usted a saber si de Suiza. El tejado bien pudiera ser de pizarra. La construcción tiene cuatro plantas. La segunda y la tercera albergan grandes ventanales y balcones, en tanto que en la cuarta todo son ventanas y más bien pequeñas. De la primera no se puede decir gran cosa porque la tapan la verja y la vegetación que dan a la calle. Es una avenida desierta, más o menos ancha, que se pierde a la izquierda de la imagen, donde asoma borroso otro edificio similar al principal. Sobre el adoquinado se distinguen unas sombras, cuatro o cinco, que me atrevería a asegurar que son palomas. Es imposible determinar si hacía buen día o si, por el contrario, cuando fue tomada la fotografía existía una amenaza real de lluvia porque el cielo tiene el mismo color sepia de las aceras o de las molduras de la fachada. Le doy la vuelta y compruebo que ésta sí que está escrita. Leo la letra alta y picuda, inclinada a la derecha, una letra antigua como la imagen de la construcción, trazada con tinta negra desvaída, casi marrón ya, una letra de ésas que ya nadie utiliza:
Muchas gracias. Le deseamos también mucha felicidad en este año. Esperanza no está aún aquí, le escribiré lo que V. dice. Afectuosos saludos de todos
y la firmaba una tal Paz o acaso ése fuese sólo el deseo del autor o autora de esas líneas. La postal estaba dirigida al Señor Profesor Gustavo Oyarzún, que vivía en la calle Miguel Ángel número 12, de Madrid. Fechada en Munich el ocho de enero de 1939. Lo dice la letra picuda de Paz sobre el encabezamiento de la nota y lo corrobora el matasellos estampado sobre la cara rosa de un bigotudo prohombre alemán cuya gloria pasada fue tasada en su día en quince céntimos. Intento recordar un año más triste en la historia reciente europea, alemana y española que 1939, y trato de imaginar las penurias que habría podido pasar hasta entonces el profesor Gustavo Oyarzún o lo que le esperaría a Paz a partir de esa fecha fatídica. Sonrío pero la sonrisa que ha aflorado en mis labios no quiere decir nada, es inconsciente pero también es amarga. Una sonrisa o una mueca, mejor, de pesadumbre. De repente, la chica de los vinilos lanza una exclamación de alegría que me saca de mi ensoñación de manera brusca. Me giro y veo que le está enseñando al del mostrador, todavía subida al taburete, un larga duración en cuya carpeta negra se lee en grandes caracteres Ten years after. Aprovecho que éste ha levantado la vista del tebeo para mostrarle la postal y le pregunto cuánto cuesta cada una. Responde sin vacilar una cifra que se me antoja algo elevada. La guardo en el bolsillo izquierdo de la americana y decido no continuar examinando las pocas tarjetas del cajón que me faltan. Ya tengo lo que quiero. Mucha felicidad en este año.