miércoles, 10 de febrero de 2016

Gangs and roses

Me he afeitado en Finnegan’s y he comprado bombones y un ramo de rosas espectacular en la antigua floristería de O’Banion. Le prometí a mi chica una cena romántica por San Valentín. Y eso es lo que va a tener: restaurante con mantel bordado, velitas, arrumacos, champán de contrabando y demás gaitas. Irlandesas.

Antes de acudir a la cita, decido acercarme hasta el almacén de Moran para ver a los muchachos. Escondo a mi espalda el ramo al cruzarme con el poli en la esquina. Es nuevo. Uno tiene un prestigio en la ciudad de Chicago y no quiere que le tomen por un lila. Para los chicos del North Side soy toda una leyenda. Por fortuna, ni siquiera repara en mi persona y continúa con la vista clavada en el reloj de bolsillo cuando lo saludo. Esperará a alguien. Los pantalones, observo, le van anchos. A mí, sin embargo, me sientan estupendos. Visto mi mejor traje y luzco un clavel en la solapa.

Dudo delante de la puerta. Tampoco me apetece que los muchachos me vean con esta pinta de primo. Así que escondo las rosas, el clavel y la caja de bombones dentro del cubo de la entrada para recuperarlos tras la breve visita. Miro con prevención al polizonte, no vaya a sospechar algo raro en mi conducta, me busque las cosquillas y me pille con el arma encima. Anda ocupado, menos mal, está estrechándoles la mano a otros dos agentes que acaban de llegar. A este par de novatos de semblante tan serio tampoco les paran bien los pantalones y las gorras les vienen grandes.

 –Como si todavía durase el Carnaval –me digo al empujar la puerta, tras golpear con los nudillos la señal convenida–, como si esos uniformes no fuesen más que ridículos disfraces… –sonrío.