Con seguridad nunca os lo habréis planteado. Lo llamativo sería, precisamente, que
lo hubierais hecho. El planteároslo con anterioridad. El hecho de que un hombre sin
labios es incapaz de silbar. Porque un hombre sin labios, además, tiene verdaderos
problemas para silabear correctamente. Un hombre sin labios nunca exterioriza su
tristeza porque siempre parece reír. Y tampoco puede, por descontado, besar.
Cualquier cosa aparenta sorprender a un hombre sin párpados. Aunque no sea así,
aunque se enfrente a lo más cotidiano que os podáis imaginar. Al bol de cereales que
desayuna cada mañana. Todo parece sorprenderle. Incluso la visión de un hombre
sin labios. Pero no tiene por qué. Es sólo la impresión que nos provoca el ver sus
globos oculares desorbitados.
De esta forma tan tonta y, desde luego, sin proponérselo, un hombre sin labios y un
hombre sin párpados, desconocidos ambos entre sí, han conseguido convertirse en
los protagonistas indiscutibles de un microrrelato que muchos considerarán fallido.
Y tal circunstancia nos servirá para cerrar, de forma inapelable, definitiva, el debate
que hasta ahora nos había venido ocupando.