viernes, 24 de febrero de 2012
Fila ocho
Los dos entraron comiendo palomitas y sorbiendo ruidosamente sus refrescos. Comentaron algo en voz alta sobre un tal Nacho quien, por lo visto, les había dado plantón. Alguien les chistó desde las últimas localidades. Sentí que no tenía obligación de buscarles acomodo puesto que la sesión había comenzado hacía más de un cuarto de hora. Sin embargo, apelando a mi profesionalidad, me decidí a hacerlo. Alumbré dos butacas juntas bastante centradas en la fila ocho. El cine estaba lo suficientemente lleno como para que se hubiesen mostrado satisfechos por la ubicación que les había sabido encontrar. No fue así. Al contrario, pude ver en sus rostros, iluminados por las sábanas tendidas que el viento agitaba en la pantalla, una mueca disgustada a medio camino entre el asco y un fastidio infinito. Tendida la mano, esperé en vano una propina mientras el protagonista, el joven galés de la gorra a cuadros que soñaba con ser actor, descubría una mancha de sangre en el puño de la camisa de su mejor amigo. Me acerqué al que más rabia me dio y le hablé al oído para que nadie más pudiese escucharme. Le adelanté que el asesino era el mayordomo de Lord Sutherland.
jueves, 16 de febrero de 2012
Al amigo desconocido
La que siempre lucía antes de que los bombardeos acabasen con él, concluyó Criado. Y yo quise decir que sí, que tenía razón, en cuanto podía hacía ostentación de aquella pitillera, regalo del subsecretario de Gobernación, que tantas veces nos había mostrado cuando quería presumir de contactos en el ministerio. Cierto, Criado, cuánto alardeaba de su insignia del sindicato, siendo peligroso como era, se me adelantó Illescas. Illescas, Criado se refería a que lucía mucha pluma, rió alguien. Pues yo pensaba que hablabais de su dentadura postiza, la había mandado hacer en Suiza, apuntó Gorostiza, algo corrido. Nos miramos incómodos. Pedí otro café, más que nada para romper ese silencio tan embarazoso.
jueves, 9 de febrero de 2012
Las columnas de Hércules
La silla de S. Gómez continuaba vacía. Desconocía quién era. El azar nos había emparejado en la primera ronda del VII Memorial de Ajedrez Gabriel A. Carbó. Al finalizar mi maniático ritual de centrar una por una todas mis piezas, las blancas, en sus escaques, adelanté mi peón de rey dos casillas y pulsé el reloj de competición. Anoté en mi planilla la fecha, mis datos, su apellido, su club y el ritmo de juego, dos horas para los cuarenta primeros movimientos. Alcé la vista al notar la presencia de la recién llegada, que tomaba asiento en ese preciso instante. Era una muchacha de larga melena rubia, vestida con una camisa caqui de manga corta. Me pareció que llevaba una minifalda tejana. Nos saludamos protocolariamente estrechándonos la mano y me sonrió. La suya era una sonrisa amable, franca, que encajaba armoniosamente en su rostro, el cual clasifiqué al instante como agradable. Y común. Sus facciones me hubiesen pasado inadvertidas en el metro, en el mercado o en la cola del cine, porque no era una mujer guapa. Ni fea, todo hay que decirlo. Una cara como tantas otras. Clavó sus ojos glaucos en el tablero y contestó a mi avance de peón adelantando su peón de alfil dama. Me planteaba una defensa siciliana. Pulsó el reloj a la vez que sacaba del bolsillo de la camisa una estilográfica para anotar las primeras jugadas. Quise hacer lo propio, pero con tanta torpeza que mi bolígrafo cayó al suelo. Aparté un poco la silla para poder recogerlo sin necesidad de abandonar mi asiento, agachándome lo mínimo. Apoyé la palma de la mano derecha en la mesa y alargué el brazo, puesto que el bolígrafo había caído junto a sus pies.
Llevaba unas sandalias de cuero negro, algo gastadas. Dejaban al descubierto sus empeines, que se adivinaban de una extrema suavidad. En el tobillo derecho lucía una cadenita dorada con una minúscula media luna. Levanté la vista lentamente; se alzaban ante mí unas piernas largas, sensuales, sublimes, magistralmente acabadas, dos estilizadas columnas de fuste liso que venían a constituir un nuevo orden arquitectónico, delicado y maravilloso, superior a los clásicos. Delicado sí, pero a la vez rotundo, rotundamente superior a éstos. Me deleité en la contemplación de los poros de su piel bronceada, que tenía un ideal tono dorado. Sus rodillas eran inusualmente redondas y lisas, dos soberbios capiteles moldeados en una simetría casi perfecta. Permanecían muy juntas, si bien no llegaban a tocarse. Tres pequeñas pecas coronaban graciosamente su rodilla derecha, formando el triángulo más exquisito que nunca se hubiese podido imaginar. Cuando me disponía a dar por finalizada la reverencial contemplación de aquellas rodillas únicas, descubrí bajo el mágico triángulo un sugerente puntito rojo, mínimo, quizás una marca de nacimiento que me había pasado inadvertida en primera instancia. Me sentía como el astrónomo ante el hallazgo casual de una nueva estrella en el firmamento, del planeta que le daba un nuevo sentido al universo. Durante unos pocos segundos, ¿fueron pocos?, tracé líneas imaginarias que unían las estrellas de mi singular constelación a través de su piel, tan extraordinaria, persiguiendo todas las combinaciones posibles, una y otra vez, alternando en cada ocasión el punto de partida. Unas piernas prodigiosas, mejores que las de Marlene Dietrich, incluso que las de Cyd Charisse. La falda tejana apenas cubría sus muslos, contundentes, poderosos, de piel suave y carne prieta que brillaba cálidamente incluso debajo de la mesa. Me imaginé agarrando aquellas portentosas carnes, abrazando esos muslos tersos y majestuosos, besándolos primero, mordiéndolos después. Desvié entonces la vista y fijé mi atención en las sombras que velaban la mínima separación que se intuía entre sus rodillas. Un manto oscuro que me permitía imaginar la suavidad del interior de sus muslos y también fantasear sobre la prenda que se resistía al alcance de mi mirada. ¿Una braguita convencional, una pieza negra de raso, o acaso de blanco satén, con encajes, tanga quizás? Descarté la última opción, me pareció demasiado vulgar. Decidí que mi imaginación podía ir más allá de aquellas columnas de Hércules, el límite entre el mundo conocido y lo ignoto. Las dejé atrás, se transformaron en un pórtico de magníficas columnas que traspasé y ello me permitió intuir la entrada que daba acceso a lo que imaginaba una morada de dioses, el rosado altar al que los tididas habrían acudido a sacrificar sus ofrendas en los tiempos arcanos del poeta Homero. Ignoraba si la puerta que se entreabría misteriosa delante mío cedería al simple contacto de mis dedos o si habría sido necesario el asedio o el feroz empuje de un ariete para vencer su resistencia. Desde mi posición, habría sido relativamente fácil tratar de averiguarlo.
De repente, un movimiento. Cruzó los tobillos, la media luna se balanceó rítmicamente. Las dos columnas se cerraron sellando de manera definitiva la entrada al santuario, inclinándose levemente, aunque nunca temí que cayesen, un pie descansando sobre el otro, en asombroso y delicado equilibrio. La minifalda cedió unos centímetros más. Desde mi nueva perspectiva, disfruté del armónico conjunto formado por el muslo, la corva, la preciosa pantorrilla que perfilaba una suave ondulación que me maravillaba. Su carne era firme, su músculo, largo, y su piel, tostada. Ni Praxíteles, ni Scopas, ni el anónimo artista que dio vida a la Venus de Milo, que con tanta exquisitez se habían aproximado a la perfección femenina, habrían podido trasladar al mármol la suprema belleza de sus piernas divinas. La imaginé probándose unas finas medias de seda y unos elegantes zapatos negros de tacón, creyéndose protegida de mi mirada por un biombo decorado con motivos orientales. Pude verla paseando por la playa, sus huellas sobre la húmeda arena de la orilla, la espuma de las olas muriendo a sus pies, el agua retirándose entre sus dedos. El sol acariciaba sus espléndidos muslos, brillantes de arena y de salitre...
–Bandera –dijo la muchacha, al tiempo que detenía el reloj con su mano derecha.
Asomé la cabeza por encima de la mesa y comprobé que mi reloj marcaba las cinco. El minutero señalaba la hora fatídica, delataba que había consumido todo mi tiempo sin haber realizado más jugada que la inicial y certificaba mi derrota.
Llevaba unas sandalias de cuero negro, algo gastadas. Dejaban al descubierto sus empeines, que se adivinaban de una extrema suavidad. En el tobillo derecho lucía una cadenita dorada con una minúscula media luna. Levanté la vista lentamente; se alzaban ante mí unas piernas largas, sensuales, sublimes, magistralmente acabadas, dos estilizadas columnas de fuste liso que venían a constituir un nuevo orden arquitectónico, delicado y maravilloso, superior a los clásicos. Delicado sí, pero a la vez rotundo, rotundamente superior a éstos. Me deleité en la contemplación de los poros de su piel bronceada, que tenía un ideal tono dorado. Sus rodillas eran inusualmente redondas y lisas, dos soberbios capiteles moldeados en una simetría casi perfecta. Permanecían muy juntas, si bien no llegaban a tocarse. Tres pequeñas pecas coronaban graciosamente su rodilla derecha, formando el triángulo más exquisito que nunca se hubiese podido imaginar. Cuando me disponía a dar por finalizada la reverencial contemplación de aquellas rodillas únicas, descubrí bajo el mágico triángulo un sugerente puntito rojo, mínimo, quizás una marca de nacimiento que me había pasado inadvertida en primera instancia. Me sentía como el astrónomo ante el hallazgo casual de una nueva estrella en el firmamento, del planeta que le daba un nuevo sentido al universo. Durante unos pocos segundos, ¿fueron pocos?, tracé líneas imaginarias que unían las estrellas de mi singular constelación a través de su piel, tan extraordinaria, persiguiendo todas las combinaciones posibles, una y otra vez, alternando en cada ocasión el punto de partida. Unas piernas prodigiosas, mejores que las de Marlene Dietrich, incluso que las de Cyd Charisse. La falda tejana apenas cubría sus muslos, contundentes, poderosos, de piel suave y carne prieta que brillaba cálidamente incluso debajo de la mesa. Me imaginé agarrando aquellas portentosas carnes, abrazando esos muslos tersos y majestuosos, besándolos primero, mordiéndolos después. Desvié entonces la vista y fijé mi atención en las sombras que velaban la mínima separación que se intuía entre sus rodillas. Un manto oscuro que me permitía imaginar la suavidad del interior de sus muslos y también fantasear sobre la prenda que se resistía al alcance de mi mirada. ¿Una braguita convencional, una pieza negra de raso, o acaso de blanco satén, con encajes, tanga quizás? Descarté la última opción, me pareció demasiado vulgar. Decidí que mi imaginación podía ir más allá de aquellas columnas de Hércules, el límite entre el mundo conocido y lo ignoto. Las dejé atrás, se transformaron en un pórtico de magníficas columnas que traspasé y ello me permitió intuir la entrada que daba acceso a lo que imaginaba una morada de dioses, el rosado altar al que los tididas habrían acudido a sacrificar sus ofrendas en los tiempos arcanos del poeta Homero. Ignoraba si la puerta que se entreabría misteriosa delante mío cedería al simple contacto de mis dedos o si habría sido necesario el asedio o el feroz empuje de un ariete para vencer su resistencia. Desde mi posición, habría sido relativamente fácil tratar de averiguarlo.
De repente, un movimiento. Cruzó los tobillos, la media luna se balanceó rítmicamente. Las dos columnas se cerraron sellando de manera definitiva la entrada al santuario, inclinándose levemente, aunque nunca temí que cayesen, un pie descansando sobre el otro, en asombroso y delicado equilibrio. La minifalda cedió unos centímetros más. Desde mi nueva perspectiva, disfruté del armónico conjunto formado por el muslo, la corva, la preciosa pantorrilla que perfilaba una suave ondulación que me maravillaba. Su carne era firme, su músculo, largo, y su piel, tostada. Ni Praxíteles, ni Scopas, ni el anónimo artista que dio vida a la Venus de Milo, que con tanta exquisitez se habían aproximado a la perfección femenina, habrían podido trasladar al mármol la suprema belleza de sus piernas divinas. La imaginé probándose unas finas medias de seda y unos elegantes zapatos negros de tacón, creyéndose protegida de mi mirada por un biombo decorado con motivos orientales. Pude verla paseando por la playa, sus huellas sobre la húmeda arena de la orilla, la espuma de las olas muriendo a sus pies, el agua retirándose entre sus dedos. El sol acariciaba sus espléndidos muslos, brillantes de arena y de salitre...
–Bandera –dijo la muchacha, al tiempo que detenía el reloj con su mano derecha.
Asomé la cabeza por encima de la mesa y comprobé que mi reloj marcaba las cinco. El minutero señalaba la hora fatídica, delataba que había consumido todo mi tiempo sin haber realizado más jugada que la inicial y certificaba mi derrota.
miércoles, 8 de febrero de 2012
Dos buenas noticias...
... al menos para mí. En primer lugar, mi cuento El incorrector ganó el cuarto accésit del V Certamen Internacional de Relato Breve sobre Vida Universitaria, convocado por la Universidad de Córdoba. Dado que en la anterior edición había conseguido el séptimo accésit, deduzco que el año que viene me haré con el primer accésit y que, dentro de dos, lo ganaré definitivamente. Mi plan para dominar el mundo (literario) sigue su curso de modo inexorable, jojojo (risa de trueno). La noticia completa, en el siguiente enlace.
En segundo término está la publicación en el último número de la revista Jaque (661-662) de mi relato Los sordomudos. Lo podéis leer en la biblioteca del barrio, en vuestro club de ajedrez favorito o acudiendo a vuestro quiosquero de cabecera.
Y, pronto, muy pronto, la tercera noticia. Que es mucho mejor. Permanezcan atentos a sus monitores.
En segundo término está la publicación en el último número de la revista Jaque (661-662) de mi relato Los sordomudos. Lo podéis leer en la biblioteca del barrio, en vuestro club de ajedrez favorito o acudiendo a vuestro quiosquero de cabecera.
Y, pronto, muy pronto, la tercera noticia. Que es mucho mejor. Permanezcan atentos a sus monitores.
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