Sentado bajo el toldo improvisado, Laocoonte escudriña con ojos desconfiados el caballo de madera que está junto a la torre. Lleva horas así, inmóvil, y el sol está a punto de ponerse. Baja de la empalizada y se le acerca por detrás, lentamente, el anciano rey de Troya, quien deja descansar su mano en el hombro del sacerdote.
—Solo es ajedrez —lo tranquiliza.