Contrariado por la respuesta del camarero, el joven Marcel pide que le traigan cualquier cosa con el té. En mala hora accedió a acompañar a su amigo René a este país de salvajes donde ni siquiera saben qué son las magdalenas, masculla al dejar el bastón en la silla. Mira con recelo cómo el camarero vuelve y deja sobre la mesa la infusión y un platito con un sobao. Observa desde la distancia el cuadrado de bizcocho mientras corrige la guía del bigote con una elegante caricia. Se decide finalmente: lo coge, le da un bocado con precaución y lo devuelve al plato. Descubre un brillo aceitoso en sus dedos y apenas consigue disimular la mueca de asco que le provoca. Mastica con desgana y, de repente, siente el gusto de la mantequilla y los huevos, el del azúcar y el licor, la leve acidez del limón rallado, sabores que se expanden por su paladar transportándolo a valles de complicada orografía cuya existencia ignora. Reconoce, apesadumbrado, que el sobao le está encantando.
Decide dejar la búsqueda del tiempo perdido para mejor ocasión y le hace una seña al camarero para que le traiga otro. Ahora con un orujo de hierbas.