La semana pasada terminé la lectura de la Antología del microrrelato español (1906-2011) : el cuarto género narrativo, recientemente
publicada por Cátedra. En este excelente repaso de Irene Andrés-Suárez
por la historia del microrrelato patrio me llevé una enorme sorpresa al
descubrir, en Regreso, de Manuel Moyano (El imperio de Chu. Murcia :
Tres Fronteras, 2008), muchos puntos en común con mi Yogur premiado
(Cruentos ejemplares y otras microficciones. Málaga : Seleer, 2012).
Admito, no sin cierto rubor, no haber leído antes a Moyano (acabo de sacar en préstamo Teatro de ceniza para subsanar esta carencia), así que ésta
es una de aquellas casualidades que casi le ponen a uno los pelos de
punta, como me dijo ayer un amigo. Lo del polen de ideas, vamos,
adaptado a nuestro microcosmos. Os dejo con los dos microrrelatos para
que comprobéis el asombroso (así lo juzgo yo) parecido entre ambos,
esperando que disculpéis la presuntuosa comparación:
REGRESO (Manuel Moyano, 2008)
"Ya no hay nada que hacer", escuché que decía el médico mientras su mano cerraba suavemente mis párpados. Al principio solo vi oscuridad. Luego, en mitad de la negrura, se abrió un largo túnel: desde su otro extremo me reclamaba una intensa luz blanca. "Así que eso es el Cielo", pensé mientras me deslizaba, como si flotase, entre sus paredes húmedas y turgentes. Una extraña felicidad me invadió. Sin embargo, cuando llegué al final del túnel, lo que encontré no fue un mundo maravilloso, sino otra habitación de hospital. Un gigante me había agarrado de los tobillos y, sosteniéndome boca abajo, golpeaba con fuerza mi trasero. Indignado, intenté pronunciar algún exabrupto, pero de mi garganta no salieron palabras: sólo un chillido de recién nacido.
YOGUR PREMIADO (David Vivancos, 2012)
Se personó en el Departamento de Promociones con la tapa del yogur premiada con un nacimiento. Lo acomodaron en un cuarto oscuro sin darle oportunidad de preguntar en qué consistía el regalo exactamente, ya que tanto él como su señora hacía mucho que no podían tener niños. Permaneció sentado hasta que se abrió una puerta. Avanzó cauteloso hacia el rectángulo de luz recortado en la penumbra. Nada más cruzar el umbral, sintió cómo alguien lo agarraba del tobillo y lo levantaba. Recibió una fuerte palmada en la espalda. Quiso protestar pero sólo consiguió emitir un llanto sostenido, desgarrador.
miércoles, 31 de octubre de 2012
jueves, 25 de octubre de 2012
La peonada de Don Real
A oscuras, en el fondo de esta caja de madera, sepultado por mis propios compañeros, soy uno más de los peones blancos del juego. Sin embargo, los demás me tratan con un respeto y un cariño especiales desde que el azar me trajo a este histórico club de ajedrez, hace poco más de dos años. No creo que sea el afecto lógico hacia el recién llegado, puesto que su respuesta hacia un caballo blanco y una torre negra de plástico que vinieron conmigo no es tan amable. Y no es que les traten mal, porque las piezas que completan los juegos provenientes de otros siempre son bien recibidas. Las piezas originales se sobreponen cuando se pierde o se rompe una compañera, saben hacerles la vida fácil a las nuevas, necesitan de ellas para continuar siendo útiles y disfrutar del juego, es ley de vida. Creo que este trato deferente que recibo se debe a mi larga experiencia, tengo casi ochenta años, al respeto que infunde, para bien o para mal, la edad.
Permitidme que me presente. Me llaman Don Real. A pesar de que algunos hacen bromas sobre el origen de mi nombre o componen divertidos juegos de palabras con sus letras, este apelativo viene de mi admiración hacia el doctor Rey Ardid, al que tuve el placer de servir en algunas partidas que disputó en Barcelona. Qué clase tenía. En dos de ellas tuve la suerte de ser el peón de dama y observar el despliegue de su juego desde el centro del tablero, del principio al fin, viendo cómo mis compañeros menos afortunados eran capturados y retirados de la lucha. Las dos partidas fueron muy importantes en el desarrollo del campeonato, decisivas, disputadas ante rivales de entidad… Podría contar muchas más cosas de otros grandes ajedrecistas y de otras tantas competiciones, pero no quisiera aburriros con mis recuerdos. Como dije, soy un anciano peón blanco. Un peón de madera, sin barnizar, que el tiempo ha tornado amarillento, que perdió hace tiempo el fieltro que impedía que los tableros se estropeasen con el roce de mi base. Relativamente pequeño pero digno, de apariencia modesta, un tronco y una bola a modo de cabeza, calvo como una rana, sin molduras ni adornos superfluos. Me han dicho que existen juegos de ajedrez temáticos y que sus peones han sido hábilmente tallados representando guerreros espartanos, gendarmes, conejos, mesoneros o futbolistas, pero yo no los he visto nunca.
A pesar de mi edad todavía espero con ansia el momento en que alguien retira la tapa y la sola presencia de la luz sirve para liberarnos de nuestro particular cautiverio. Siento una especial excitación al chocar con mis compañeros cuando se inclina la caja y nos dejan caer, con mayor o menor cuidado, sobre el tablero, produciendo ese ruido tan característico y difícil de olvidar, controlado alud de madera contra madera. En el momento en que los jugadores nos disponen sobre las casillas para iniciar el juego debo controlar la explosión de júbilo que me domina. La experiencia me ha enseñado a obrar con gran astucia tras la caída. A fin de evitar el centro del tablero, en el que las posibilidades de ser capturado al comienzo de la partida son mayores, me dejo caer, rodando sobre los escaques, hacia uno de los flancos para que el jugador que conduce las piezas blancas me escoja y me convierta en uno de sus peones de torre o de caballo. No es, ni mucho menos, una táctica infalible, pero da unos resultados satisfactorios. Alguien ha entrado en el local. Me da igual que se trate de un ajedrecista fuerte o de un jugador aficionado, que sea ese compulsivo fumador de puros o aquel quinceañero espigado tan prometedor. Quiero formar parte de una partida, necesito recorrer las casillas. Lo que más me gusta es participar en un final, convertirme en pieza decisiva, avanzando con firmeza hasta la octava línea. La sensación de convertirse en un peón pasado, de dejar atrás a tus compañeros y a tus rivales y la culminación, dejar el juego sustituido por la dama al promocionar en la octava fila, no puede explicarse con palabras. Tras aterrizar sobre el tablero, ruedo hacia la izquierda rogándole a Caissa que se convierta en mi cómplice y premie una vez más mi maniobra. La fortuna me sonríe. El jugador me coge por la cabeza firmemente, me levanta y me coloca frente a su caballo del flanco de rey.
Ya estamos todos dispuestos en el campo de batalla. La partida será larga, durará toda la tarde, se va a jugar sin reloj que limite el tiempo de reflexión de ambos ajedrecistas. Noto que mis compañeros, blancos y negros, se remueven nerviosos en su posición inicial, deseosos de que comience el juego. Existe un implícita compasión hacia los peones de rey y de dama blancos, que serán los que abrirán la partida y con probabilidad caerán al arrancar la contienda. Con sorpresa, noto que el jugador me iza. Qué extraño. Me va a avanzar una casilla para fianchettar el alfil de rey detrás mío, pero si ésta es la idea lo lógico es mover primero el caballo y luego, adelantarme. Este jugador no es habitual del club, sin duda. Cuando acabo esta reflexión y miro hacia abajo, observo que no estoy en un cuadro negro, sino blanco. Este individuo me ha adelantado dos casillas y no una. Presa de una gran excitación, comienzo a atar cabos y deduzco que mueve las piezas blancas aquel estudiante tan alto, especializado en el mundo clásico creo, que apenas viene por el club. Siempre plantea la nefasta apertura Grob, cuyo fatídico primer movimiento acabo de protagonizar. El peón de dama negro avanza dos escaques y el alfil blanco ocupa la casilla desde donde comencé la partida. Estoy amenazado por un alfil negro y el estudiante no ha hecho nada por defenderme. Creo que si fuese capturado, el blanco obtendría un fuerte contragolpe en el flanco de dama. Estoy relativamente tranquilo, la ganancia del peón no puede ser la mejor respuesta del bando negro. Sin embargo, tras una breve pausa, el inconsciente que dirige las negras coge su alfil de dama con la mano derecha y con un hábil movimiento me alza del tablero y coloca en mi lugar la pieza.
A oscuras, en el fondo de esta caja de madera, espero al día de mañana.
Permitidme que me presente. Me llaman Don Real. A pesar de que algunos hacen bromas sobre el origen de mi nombre o componen divertidos juegos de palabras con sus letras, este apelativo viene de mi admiración hacia el doctor Rey Ardid, al que tuve el placer de servir en algunas partidas que disputó en Barcelona. Qué clase tenía. En dos de ellas tuve la suerte de ser el peón de dama y observar el despliegue de su juego desde el centro del tablero, del principio al fin, viendo cómo mis compañeros menos afortunados eran capturados y retirados de la lucha. Las dos partidas fueron muy importantes en el desarrollo del campeonato, decisivas, disputadas ante rivales de entidad… Podría contar muchas más cosas de otros grandes ajedrecistas y de otras tantas competiciones, pero no quisiera aburriros con mis recuerdos. Como dije, soy un anciano peón blanco. Un peón de madera, sin barnizar, que el tiempo ha tornado amarillento, que perdió hace tiempo el fieltro que impedía que los tableros se estropeasen con el roce de mi base. Relativamente pequeño pero digno, de apariencia modesta, un tronco y una bola a modo de cabeza, calvo como una rana, sin molduras ni adornos superfluos. Me han dicho que existen juegos de ajedrez temáticos y que sus peones han sido hábilmente tallados representando guerreros espartanos, gendarmes, conejos, mesoneros o futbolistas, pero yo no los he visto nunca.
A pesar de mi edad todavía espero con ansia el momento en que alguien retira la tapa y la sola presencia de la luz sirve para liberarnos de nuestro particular cautiverio. Siento una especial excitación al chocar con mis compañeros cuando se inclina la caja y nos dejan caer, con mayor o menor cuidado, sobre el tablero, produciendo ese ruido tan característico y difícil de olvidar, controlado alud de madera contra madera. En el momento en que los jugadores nos disponen sobre las casillas para iniciar el juego debo controlar la explosión de júbilo que me domina. La experiencia me ha enseñado a obrar con gran astucia tras la caída. A fin de evitar el centro del tablero, en el que las posibilidades de ser capturado al comienzo de la partida son mayores, me dejo caer, rodando sobre los escaques, hacia uno de los flancos para que el jugador que conduce las piezas blancas me escoja y me convierta en uno de sus peones de torre o de caballo. No es, ni mucho menos, una táctica infalible, pero da unos resultados satisfactorios. Alguien ha entrado en el local. Me da igual que se trate de un ajedrecista fuerte o de un jugador aficionado, que sea ese compulsivo fumador de puros o aquel quinceañero espigado tan prometedor. Quiero formar parte de una partida, necesito recorrer las casillas. Lo que más me gusta es participar en un final, convertirme en pieza decisiva, avanzando con firmeza hasta la octava línea. La sensación de convertirse en un peón pasado, de dejar atrás a tus compañeros y a tus rivales y la culminación, dejar el juego sustituido por la dama al promocionar en la octava fila, no puede explicarse con palabras. Tras aterrizar sobre el tablero, ruedo hacia la izquierda rogándole a Caissa que se convierta en mi cómplice y premie una vez más mi maniobra. La fortuna me sonríe. El jugador me coge por la cabeza firmemente, me levanta y me coloca frente a su caballo del flanco de rey.
Ya estamos todos dispuestos en el campo de batalla. La partida será larga, durará toda la tarde, se va a jugar sin reloj que limite el tiempo de reflexión de ambos ajedrecistas. Noto que mis compañeros, blancos y negros, se remueven nerviosos en su posición inicial, deseosos de que comience el juego. Existe un implícita compasión hacia los peones de rey y de dama blancos, que serán los que abrirán la partida y con probabilidad caerán al arrancar la contienda. Con sorpresa, noto que el jugador me iza. Qué extraño. Me va a avanzar una casilla para fianchettar el alfil de rey detrás mío, pero si ésta es la idea lo lógico es mover primero el caballo y luego, adelantarme. Este jugador no es habitual del club, sin duda. Cuando acabo esta reflexión y miro hacia abajo, observo que no estoy en un cuadro negro, sino blanco. Este individuo me ha adelantado dos casillas y no una. Presa de una gran excitación, comienzo a atar cabos y deduzco que mueve las piezas blancas aquel estudiante tan alto, especializado en el mundo clásico creo, que apenas viene por el club. Siempre plantea la nefasta apertura Grob, cuyo fatídico primer movimiento acabo de protagonizar. El peón de dama negro avanza dos escaques y el alfil blanco ocupa la casilla desde donde comencé la partida. Estoy amenazado por un alfil negro y el estudiante no ha hecho nada por defenderme. Creo que si fuese capturado, el blanco obtendría un fuerte contragolpe en el flanco de dama. Estoy relativamente tranquilo, la ganancia del peón no puede ser la mejor respuesta del bando negro. Sin embargo, tras una breve pausa, el inconsciente que dirige las negras coge su alfil de dama con la mano derecha y con un hábil movimiento me alza del tablero y coloca en mi lugar la pieza.
A oscuras, en el fondo de esta caja de madera, espero al día de mañana.
jueves, 18 de octubre de 2012
Bronca
El de la gorra a cuadros de matador de toros que pasea por la finca es el primero en levantar la voz. ¡Ojalá te quemen los ojos con salfumán!, dice. El otro, el del bastón lleno de nudos, asiente y se apunta a eso de gritarle al linier. ¡Tienes cabeza para dos pescuezos!, vocifera con timbre asonante de cascabel cascado. El niño de orejas audaces que los acompaña sale de debajo del banquillo portátil que hace años alguien retiró del campo y dejó aparcado junto al muro, donde el marcador. Como parece que ha dejado de llover, ajusta el cierre de su paraguas infantil y se adelanta unos pasitos más. Mira con recelo descarado al abuelo y a Don Ángel, siempre apoyado en ese cayado horrible que le recuerda al farmacéutico del pueblo.
¡Así se os caiga un balcón encima de la cabeza a los tres!, arranca de nuevo el abuelo. ¡Sois todos iguales, estáis todos cortados por la misma navaja!, proclama seguidamente. Su amigo mueve la mandíbula como sólo los viejos con dentadura postiza saben hacerlo y está a punto de dar la réplica cuando el pequeñajo, ceñudo, los reprende. Abuelo, déjame ver el partido tranquilo, me duele la cabeza, ruega, con una circunspección adulta e inapelable que asusta. Hijo, se defiende el anciano quitándose la gorra y pasándose la mano llena de venas y manchas y más venas por la calva, ¡es que en casa no nos dejan hablar! Ríe la gracia Don Ángel y el crío se encoge de hombros, sin saber muy bien qué significa ese resignado gesto que tantas veces ha visto repetir a su madre y que ahora él imita de manera autómata.
El árbitro pita entonces el final del minuto de silencio y ordena el comienzo del partido. El interior izquierda del equipo visitante da un leve toque al balón y el delantero centro lo retrasa hasta el capitán, quien levanta la vista buscando a un compañero bien posicionado para iniciar la primera acción de ataque.
¡Así se os caiga un balcón encima de la cabeza a los tres!, arranca de nuevo el abuelo. ¡Sois todos iguales, estáis todos cortados por la misma navaja!, proclama seguidamente. Su amigo mueve la mandíbula como sólo los viejos con dentadura postiza saben hacerlo y está a punto de dar la réplica cuando el pequeñajo, ceñudo, los reprende. Abuelo, déjame ver el partido tranquilo, me duele la cabeza, ruega, con una circunspección adulta e inapelable que asusta. Hijo, se defiende el anciano quitándose la gorra y pasándose la mano llena de venas y manchas y más venas por la calva, ¡es que en casa no nos dejan hablar! Ríe la gracia Don Ángel y el crío se encoge de hombros, sin saber muy bien qué significa ese resignado gesto que tantas veces ha visto repetir a su madre y que ahora él imita de manera autómata.
El árbitro pita entonces el final del minuto de silencio y ordena el comienzo del partido. El interior izquierda del equipo visitante da un leve toque al balón y el delantero centro lo retrasa hasta el capitán, quien levanta la vista buscando a un compañero bien posicionado para iniciar la primera acción de ataque.
miércoles, 10 de octubre de 2012
Señor juez
- ¡Por el amor de Dios, que alguien cierre esa ventana!, ¡este balanceo me está poniendo nervioso!
- Disculpe, inspector, creo que ya pueden proceder a retirar el cadáver.
El juez, sentado frente a la sobria mesa de caoba del despacho, volvió de su ensimismamiento. Sobre ella, junto a un tablero de ajedrez en el que había quedado incompleta una partida, un sobre de color crema dirigido al señor juez, con el escudo nobiliario del conde del Rocinar en su ángulo superior derecho, dos caballos, uno blanco y uno negro, sobre fondo escaqueado y una leyenda, Un jaque siempre queda bien. Se lo facilitó un agente, aunque al parecer ya lo había abierto la hija del conde. El carácter especial del finado y el sobre abierto previamente por la niña le empujaron a iniciar la lectura allí mismo, saltándose las diligencias habituales. Además, el inspector era de confianza, el juez le conocía desde hacía años. A lo largo de su dilatada carrera sus manos habían abierto infinidad de cartas de suicidas, pero nunca hasta entonces había tenido el dudoso placer de leer la despedida de un noble, aunque éste perteneciese a una familia venida a menos. En los últimos tiempos, el conde se había convertido en un habitual de los medios de comunicación. Su hijo mayor había fallecido en un trágico accidente y se había visto envuelto en un escándalo financiero de grandes dimensiones. El juez recordaba al conde como un hombre joven y fuerte, de unos treinta y cinco años de edad, apuesto diría, pero lo que más le había llamado la atención era su mirada, triste, huidiza. Dejaba viuda y una hija.
El cuerpo del conde se mecía levemente junto a la ventana. Había improvisado la soga con el cinturón del elegante batín de seda que todavía vestía. Su pijama color burdeos también parecía de excelente calidad. El aire fresco no había eliminado totalmente el olor dulzón de los orines. Un agente procedió a descolgarlo con sumo cuidado y con la ayuda de un enfermero lo introdujo en una bolsa negra de plástico. La grotesca mueca del conde del Rocinar se ocultó tras la cremallera.
Con aparente tranquilidad, el juez extrajo del sobre unas cuartillas escritas con trazo firme y anguloso, ligeramente inclinado a la derecha.
“Señor juez,
nunca fue práctica habitual de los de Arellano-Cabeza de Vaca eludir las muchas responsabilidades que la historia de España puso sobre nuestros hombros desde los tiempos en que don Rodrigo de Arellano recibió el condado del Rocinar de manos de Felipe II. Jamás rehuimos nuestras obligaciones y en todo momento afrontamos los deberes que conlleva la defensa de tan nobles apellidos, incluso en las épocas más difíciles. Precisamente en un intento por salvar el honor del linaje, llevado con tanto orgullo durante siglos por mis antepasados, voy a relatar las circunstancias que me han empujado a realizar una acción que puede parecer tan innoble. Yo, Jacobo Cayetano de Arellano-Cabeza de Vaca Fitzsimons Palacio y Silva, conde del Rocinar, señor de Casanueva de Aranda, Verneda y Fontanillas, me he visto obligado a manchar el honor de mi familia a los ojos de la sociedad con la indigna determinación del suicidio al no poder combatir en igualdad de condiciones con el rival más temible y poderoso, el maligno que se deleita con la humillación de las más piadosas estirpes, el príncipe de las tinieblas, Belcebú”.
“Heredé de mi padre su espíritu deportista y la afición por la competición. Siendo niño me introdujo en la práctica de la vela, la equitación y el golf. También me inició en el ajedrez, argumentando que era el deporte más noble que podía practicarse. Disputé numerosas pruebas de vela hasta alcanzar la edad juvenil, clasificándome siempre en los puestos de honor. Sin embargo, siempre destaqué en la equitación, gané distintos concursos hípicos y me llegué a hacer un nombre en el circuito internacional. Estuve muy cerca de representar a España en los Juegos Olímpicos de 1992 en la modalidad de salto, pero una lesión me lo impidió. Aquella situación idílica se prolongó hasta dos años después. El infortunio se cernió sobre los de Arellano-Cabeza de Vaca. Una de las sociedades mercantiles que mi padre presidía se declaró en quiebra con todo lo que ello conllevaba, en forma de juicios e indemnizaciones. Alarmados por su grave situación económica, sus acreedores aprovecharon este momento para exigirle el pago de sus deudas. Mi padre pudo hacer frente a todas las demandas y a esos pagos, pero el patrimonio familiar se vio seriamente dañado. Vendió las residencias de Galicia, Cantabria y Valencia, y con ellas sus caballerizas y las tres embarcaciones de recreo. Agotado, enfermo y, sobre todo, decepcionado, murió poco después, dejándome el palacio de Verneda, esta finca y sus dos caballos más queridos, Efetrés y Alcibíades. He sido incapaz de transmitir su herencia a mi hija Cayetana”.
Una solícita criada con los ojos enrojecidos por el llanto sirvió a los agentes unos refrescos, ofrecimiento que rechazó el juez sin alzar la vista, ya que continuaba absorto en la lectura de las sorprendentes cuartillas redactadas por el difunto. ¿El príncipe de las tinieblas? El inspector cogió su vaso y se dirigió hasta la biblioteca, que se alzaba magnífica tras el magistrado. Un lobo disecado le miraba feroz junto al escritorio. Paseó distraídamente la mirada por los volúmenes que la componían, la mayor parte lujosamente encuadernados. La colección se le antojó atípica, no era la esperada para un grande de España, a pesar de observar que la mayoría eran obras sobre historia y política del país. Le sorprendió que una parte nada desdeñable de la biblioteca estuviese dedicada al espiritismo, al satanismo y a las ciencias ocultas, temas que personalmente le inquietaban, y que hubiese un pequeño apartado dedicado al ajedrez. Bien pensado, esto último no era de extrañar, no sólo por el tablero sobre la mesa, sino por el blasón familiar que coronaba la fachada de la finca, que también hacía referencia al juego. Asimismo, había obras de ficción, una heterogénea selección de la mejor literatura contemporánea. El inspector dedujo que el conde debió de gozar de un excelente sentido del humor puesto que allí estaban, entre otras, las obras completas de Eduardo Mendoza, de Mikhail Bulgakov, Las aventuras del valeroso soldado Schwejk y selecciones de cuentos en diferentes idiomas de su autor, Jaroslav Hasek, los relatos de Woody Allen y Groucho, diferentes libros de Italo Calvino, La sombra del águila de Arturo Pérez Reverte y una antología del genial crítico taurino Joaquín Vidal.
“Nuestra precaria situación económica hizo que me alejase paulatinamente de la vela y la equitación y me concentrase en el ajedrez, juego en el que alcancé un nivel respetable. Mi historia comienza hace unos dos años, cuando empezó una nueva edición del campeonato internacional de ajedrez postal. Formaba parte de un grupo de ocho jugadores, por lo que debía disputar siete partidas simultáneamente. Me gustaba esta modalidad del juego porque podía analizar las posiciones en profundidad, estudiarlas, tomarme un tiempo razonable antes de enviar la respuesta a mi rival por correo. En poco más de un año se decidieron las cinco primeras partidas, cuatro victorias y una derrota. A nivel personal, fue un año terrible. La muerte de mi ama, el accidente mortal de mi hijo, la presión de la fiscalía que comenzaba entonces a investigar mi patrimonio. Supongo que tendrá conocimiento de todo ello si sigue mínimamente la prensa. Elena, mi esposa, mi querida esposa, mi hija y el ajedrez fueron los únicos consuelos en aquellos momentos tan difíciles”.
“Tres meses más tarde conseguí doblegar la numantina defensa del irlandés McGowan. Un gran ajedrecista. Sólo quedaba una partida, la del húngaro Szabo, que se prolongaba de modo inusual. Habíamos jugado la apertura ágilmente, siguiendo los cauces recomendados por la teoría. Sin embargo, el medio juego había sido trabado, lento, una sucesión de maniobras a largo plazo en busca de un final ventajoso. El estudio de la posición me incomodaba, presentía algo negativo que me era difícil de explicar. Quería acabar aquella maratoniana partida cuanto antes, como fuese. Hubiera ofrecido tablas a mi rival de no ser por un error trivial que cometí y que me dejó en posición desesperada, con tres peones de menos. En aquel momento, achaqué el error a la desazón que me producía este último juego, que se prolongaba exasperantemente. También podía haber influido la sentencia, dada a conocer en esas fechas, la venta precipitada del palacio...”
Frente a la mesa del despacho había un mueble bajo con un pequeño televisor. El inspector no entendía demasiado de antigüedades, pero le pareció una pieza de calidad, con delicados motivos florales cuidadosamente labrados en la puerta. La abrió y observó que el interior había sido adaptado para alojar un vídeo y una veintena de películas. Allí estaban La semilla del diablo, El exorcista, La profecía, La maldición de Damien, La novena puerta... Aquel sitio comenzaba a darle escalofríos. Se imaginó el espectral efecto de las sombras en el despacho cuando se ocultase el sol y se corriese aquella gruesa cortina de terciopelo color ceniza cada noche. Se dirigió a la ventana, que continuaba abierta. Quería ver el sol de la mañana, los pinos que flanqueaban el camino que llevaba a la propiedad. Un perro comenzó a aullar.
“No sabría explicar la razón objetiva por la que, días después, me senté en el despacho a repasar el desarrollo de mi partida con Szabo. Las desgracias se sucedían desde que comenzó aquel maldito campeonato, y era la única partida todavía en juego. Estaba convencido de que existía alguna relación entre el torneo, Szabo y las miserias de los últimos años. ¿Quién podría ser ese Atanas Szabo? Busqué la ficha con la información de los jugadores del grupo que me había hecho llegar la federación internacional. Arellano, Herrera, Hoffmann, Holly, McGowan, Nunes, Solomon... y Szabo. Szabo, Atanas. De Budapest, Hungría. Era la primera competición que disputaba. Aquel impreso no contenía más datos y, sin embargo, allí estaba lo que buscaba. Distraídamente, me puse a jugar con aquellas palabras. Atanas, Szabo, Budapest, Hungría... Atanas el Magyar, Budapest, Hungary, Atanas Szabo, Szabo, A., Atanas S... ¿por qué no S., Atanas? No me llevó demasiado tiempo convencerme de que había dado con la combinación correcta y la respuesta a todas mis preguntas. Me estaba enfrentando a Satanás en una funesta partida cuyas jugadas se iban plasmando de modo cruel a mi alrededor. No sólo me había dado la clave, ¡se estaba burlando de mí! La eliminación de cada una de mis piezas se materializaba en una pérdida en mi entorno más querido. Mi hijo Jacobo, mis dos preciosos alazanes, el palacio de Verneda, Braulio y el resto del servicio...”
“Recordé las primeras jugadas de aquella demoníaca Caro-Kann. Nada más comenzar la partida, intercambiamos un peón central la misma semana que fallecía repentinamente Manuela, la que fuera mi ama y que seguía viviendo con nosotros en Verneda. Después vino el fatal accidente de Jacobo, cuando su montura calculó mal un obstáculo y le envió al suelo. El dolor por la muerte de mi primogénito me empujó a sacrificar al querido animal y, unos días después, cambiaba el alfil de casillas blancas y el caballo del flanco de rey en la lucha por el control del centro de mi partida con el diablo. Al cabo de más de medio año golpeó fatalmente mi delicado estado financiero la famosa sentencia que usted recordará por los periódicos, la cual me obligó a malvender el palacio de Verneda para satisfacer mi deuda con el fisco y a despedir a las cuatro personas que lo mantenían durante el verano, período que pasábamos en la finca de Casanueva de Aranda. Entre ellos se encontraba Braulio, el chófer, que dejó de trabajar para la familia después de treinta y siete años de servicio. Haciendo memoria me pareció escuchar la risa de Satanás recordándome la coincidencia de la venta con el cambio de torres y los despidos con un torpe intercambio de peones, que me condujo a una fatal secuencia de jaques de su dama y a la pérdida de tres infantes más. Analicé mis últimas jugadas y ratifiqué con horror su jaque de caballo, que me forzaba a su captura a cambio de mi pieza dos días después de que el carbunco matase al noble Efetrés”.
“¿Qué podía hacer ante una situación tan desesperada? Consulté mi biblioteca y no hallé remedio para mi angustiosa realidad. No se documentaba ningún caso que tuviese alguna similitud, ni siquiera remota, con mi problema. Llegué a consultar a un experto en ciencias ocultas y satanismo y también a un vidente, pero pronto me di cuenta de que eran unos embaucadores. Me encontraba jugando al ajedrez postal contra el mismísimo Lucifer, el ángel caído, y defendía un final de dama, torre y alfil con tres peones de menos y la única solución tenía que estar sobre el tablero. Analicé detenidamente la posición. Si jugaba de modo pasivo, a la defensiva, las negras cambiarían las piezas con comodidad e impondrían los tres peones de más en el final de la partida. No podía permitir ese lento y agónico desenlace, más capturas, más muertes a mi alrededor. La única solución de acabar la partida cuanto antes era aprovechar la actividad de mi dama y mi alfil. De no ser por la buena situación de estas piezas, la partida estaba objetivamente perdida”.
“Ideé una secuencia de jaques que me permitieron mejorar todavía más la posición de mi alfil y activar la torre, además de evitar que durante esos días desapareciesen más piezas del tablero. Sin embargo, aquella era una maniobra de distracción, un ataque sólo aparente. Después de una defensa correcta mi último jaque era simplemente el reflejo de mi desesperación. El ataque había concluido. Ahora era el turno del contraataque negro. En ese momento, ocurrió lo inesperado, me vi sorprendido por la última jugada de Satanás, un débil movimiento de rey que me permitía alcanzar las tablas mediante el sacrificio de mi dama, consiguiendo un jaque continuo basado en la combinación de la acción de la torre y el alfil. La posición estará todavía en el tablero de mi despacho”.
El juez interrumpió la lectura y miró la posición. Apenas sabía mover las piezas y no entendía las jugadas que explicaba el conde, pero allí estaban la dama, el alfil, la torre. El bando negro tenía tres peones de ventaja. Un agente entró en el despacho e informó al inspector de que la condesa estaba con su hija, mucho más tranquila. Había confirmado que su marido hacía meses que se mostraba algo más nervioso de lo normal e intranquilo, y achacaba el suicidio al cúmulo de desgracias que había padecido el conde durante los dos últimos años. La niña continuaba llorando. El inspector dio gracias al cielo por tener una buena excusa para abandonar aquel despacho y acompañó al agente para interrogar a la viuda. El juez prosiguió la lectura del relato.
“Si se hubiese tratado de una partida normal, no hubiese dudado, habría entregado mi dama para conseguir las tablas. Pero en aquel macabro pasatiempo, la entrega suponía poner fin a la vida de Elena. La madre de mis hijos. La dama era mi mujer, mi apoyo. Mi amor. No podía tolerar que ella diese su vida, mi existencia habría dejado de tener sentido. Sin embargo, el ajedrez me ofrecía una solución alternativa. Mi padre solía decir que una de las virtudes del juego era que uno podía abandonar la partida al saberse perdido, una retirada a tiempo era incluso honorable. El abandono, mi vida a cambio de la suya. Poniendo fin a mi vida, inclino mi rey ante Satán, esperando que con la victoria se dé por satisfecho y no se lleve de este mundo lo que yo más quiero. Me rindo, dejo la partida como han hecho tantas veces los grandes campeones de este juego durante siglos, sin que ello suponga un deshonor para nuestro linaje”.
“No me queda mucho más que añadir. He escrito esta carta en plena posesión de mis facultades mentales y éstas son las verdaderas motivaciones por las que he decidido poner fin a mi vida. Quiero impedir de esta manera que se abra una investigación sobre las causas de mi muerte que pueda suponer molestias a Elena y Cayetana, a mis socios y amistades o al servicio, a cuyos miembros tengo en muy alta estima, así como dañar el honor de cualquier miembro de mi familia”.
Finca de Casanueva de Aranda, a 24 de agosto de 2001
Firmado: Jacobo Cayetano de Arellano-Cabeza de Vaca Fitzsimons Palacio y Silva, conde del Rocinar, señor de Casanueva de Aranda, Verneda y Fontanillas
El viejecito interrumpió su cena. Su mirada, iluminada durante toda la velada por las ocurrencias de su esposa, quedó fija en el icono de San Esteban y parecía perdida, a la vez. Cayó una lágrima. Su hijo le acababa de traducir una carta en inglés que había llegado aquella misma mañana. El mismo sobre utilizado por el conde para enviarle las jugadas, pero en esta ocasión la remitente era su viuda, que le comunicaba el fatal desenlace. Los dos le miraron apenados. Su menudo cuerpo se estremeció. Apartó el tazón de leche y la hogaza de pan secto, se santiguó y juntó sus manos. Atanas Szabo rezaba por el alma de su amigo Jacobo.
- Disculpe, inspector, creo que ya pueden proceder a retirar el cadáver.
El juez, sentado frente a la sobria mesa de caoba del despacho, volvió de su ensimismamiento. Sobre ella, junto a un tablero de ajedrez en el que había quedado incompleta una partida, un sobre de color crema dirigido al señor juez, con el escudo nobiliario del conde del Rocinar en su ángulo superior derecho, dos caballos, uno blanco y uno negro, sobre fondo escaqueado y una leyenda, Un jaque siempre queda bien. Se lo facilitó un agente, aunque al parecer ya lo había abierto la hija del conde. El carácter especial del finado y el sobre abierto previamente por la niña le empujaron a iniciar la lectura allí mismo, saltándose las diligencias habituales. Además, el inspector era de confianza, el juez le conocía desde hacía años. A lo largo de su dilatada carrera sus manos habían abierto infinidad de cartas de suicidas, pero nunca hasta entonces había tenido el dudoso placer de leer la despedida de un noble, aunque éste perteneciese a una familia venida a menos. En los últimos tiempos, el conde se había convertido en un habitual de los medios de comunicación. Su hijo mayor había fallecido en un trágico accidente y se había visto envuelto en un escándalo financiero de grandes dimensiones. El juez recordaba al conde como un hombre joven y fuerte, de unos treinta y cinco años de edad, apuesto diría, pero lo que más le había llamado la atención era su mirada, triste, huidiza. Dejaba viuda y una hija.
El cuerpo del conde se mecía levemente junto a la ventana. Había improvisado la soga con el cinturón del elegante batín de seda que todavía vestía. Su pijama color burdeos también parecía de excelente calidad. El aire fresco no había eliminado totalmente el olor dulzón de los orines. Un agente procedió a descolgarlo con sumo cuidado y con la ayuda de un enfermero lo introdujo en una bolsa negra de plástico. La grotesca mueca del conde del Rocinar se ocultó tras la cremallera.
Con aparente tranquilidad, el juez extrajo del sobre unas cuartillas escritas con trazo firme y anguloso, ligeramente inclinado a la derecha.
“Señor juez,
nunca fue práctica habitual de los de Arellano-Cabeza de Vaca eludir las muchas responsabilidades que la historia de España puso sobre nuestros hombros desde los tiempos en que don Rodrigo de Arellano recibió el condado del Rocinar de manos de Felipe II. Jamás rehuimos nuestras obligaciones y en todo momento afrontamos los deberes que conlleva la defensa de tan nobles apellidos, incluso en las épocas más difíciles. Precisamente en un intento por salvar el honor del linaje, llevado con tanto orgullo durante siglos por mis antepasados, voy a relatar las circunstancias que me han empujado a realizar una acción que puede parecer tan innoble. Yo, Jacobo Cayetano de Arellano-Cabeza de Vaca Fitzsimons Palacio y Silva, conde del Rocinar, señor de Casanueva de Aranda, Verneda y Fontanillas, me he visto obligado a manchar el honor de mi familia a los ojos de la sociedad con la indigna determinación del suicidio al no poder combatir en igualdad de condiciones con el rival más temible y poderoso, el maligno que se deleita con la humillación de las más piadosas estirpes, el príncipe de las tinieblas, Belcebú”.
“Heredé de mi padre su espíritu deportista y la afición por la competición. Siendo niño me introdujo en la práctica de la vela, la equitación y el golf. También me inició en el ajedrez, argumentando que era el deporte más noble que podía practicarse. Disputé numerosas pruebas de vela hasta alcanzar la edad juvenil, clasificándome siempre en los puestos de honor. Sin embargo, siempre destaqué en la equitación, gané distintos concursos hípicos y me llegué a hacer un nombre en el circuito internacional. Estuve muy cerca de representar a España en los Juegos Olímpicos de 1992 en la modalidad de salto, pero una lesión me lo impidió. Aquella situación idílica se prolongó hasta dos años después. El infortunio se cernió sobre los de Arellano-Cabeza de Vaca. Una de las sociedades mercantiles que mi padre presidía se declaró en quiebra con todo lo que ello conllevaba, en forma de juicios e indemnizaciones. Alarmados por su grave situación económica, sus acreedores aprovecharon este momento para exigirle el pago de sus deudas. Mi padre pudo hacer frente a todas las demandas y a esos pagos, pero el patrimonio familiar se vio seriamente dañado. Vendió las residencias de Galicia, Cantabria y Valencia, y con ellas sus caballerizas y las tres embarcaciones de recreo. Agotado, enfermo y, sobre todo, decepcionado, murió poco después, dejándome el palacio de Verneda, esta finca y sus dos caballos más queridos, Efetrés y Alcibíades. He sido incapaz de transmitir su herencia a mi hija Cayetana”.
Una solícita criada con los ojos enrojecidos por el llanto sirvió a los agentes unos refrescos, ofrecimiento que rechazó el juez sin alzar la vista, ya que continuaba absorto en la lectura de las sorprendentes cuartillas redactadas por el difunto. ¿El príncipe de las tinieblas? El inspector cogió su vaso y se dirigió hasta la biblioteca, que se alzaba magnífica tras el magistrado. Un lobo disecado le miraba feroz junto al escritorio. Paseó distraídamente la mirada por los volúmenes que la componían, la mayor parte lujosamente encuadernados. La colección se le antojó atípica, no era la esperada para un grande de España, a pesar de observar que la mayoría eran obras sobre historia y política del país. Le sorprendió que una parte nada desdeñable de la biblioteca estuviese dedicada al espiritismo, al satanismo y a las ciencias ocultas, temas que personalmente le inquietaban, y que hubiese un pequeño apartado dedicado al ajedrez. Bien pensado, esto último no era de extrañar, no sólo por el tablero sobre la mesa, sino por el blasón familiar que coronaba la fachada de la finca, que también hacía referencia al juego. Asimismo, había obras de ficción, una heterogénea selección de la mejor literatura contemporánea. El inspector dedujo que el conde debió de gozar de un excelente sentido del humor puesto que allí estaban, entre otras, las obras completas de Eduardo Mendoza, de Mikhail Bulgakov, Las aventuras del valeroso soldado Schwejk y selecciones de cuentos en diferentes idiomas de su autor, Jaroslav Hasek, los relatos de Woody Allen y Groucho, diferentes libros de Italo Calvino, La sombra del águila de Arturo Pérez Reverte y una antología del genial crítico taurino Joaquín Vidal.
“Nuestra precaria situación económica hizo que me alejase paulatinamente de la vela y la equitación y me concentrase en el ajedrez, juego en el que alcancé un nivel respetable. Mi historia comienza hace unos dos años, cuando empezó una nueva edición del campeonato internacional de ajedrez postal. Formaba parte de un grupo de ocho jugadores, por lo que debía disputar siete partidas simultáneamente. Me gustaba esta modalidad del juego porque podía analizar las posiciones en profundidad, estudiarlas, tomarme un tiempo razonable antes de enviar la respuesta a mi rival por correo. En poco más de un año se decidieron las cinco primeras partidas, cuatro victorias y una derrota. A nivel personal, fue un año terrible. La muerte de mi ama, el accidente mortal de mi hijo, la presión de la fiscalía que comenzaba entonces a investigar mi patrimonio. Supongo que tendrá conocimiento de todo ello si sigue mínimamente la prensa. Elena, mi esposa, mi querida esposa, mi hija y el ajedrez fueron los únicos consuelos en aquellos momentos tan difíciles”.
“Tres meses más tarde conseguí doblegar la numantina defensa del irlandés McGowan. Un gran ajedrecista. Sólo quedaba una partida, la del húngaro Szabo, que se prolongaba de modo inusual. Habíamos jugado la apertura ágilmente, siguiendo los cauces recomendados por la teoría. Sin embargo, el medio juego había sido trabado, lento, una sucesión de maniobras a largo plazo en busca de un final ventajoso. El estudio de la posición me incomodaba, presentía algo negativo que me era difícil de explicar. Quería acabar aquella maratoniana partida cuanto antes, como fuese. Hubiera ofrecido tablas a mi rival de no ser por un error trivial que cometí y que me dejó en posición desesperada, con tres peones de menos. En aquel momento, achaqué el error a la desazón que me producía este último juego, que se prolongaba exasperantemente. También podía haber influido la sentencia, dada a conocer en esas fechas, la venta precipitada del palacio...”
Frente a la mesa del despacho había un mueble bajo con un pequeño televisor. El inspector no entendía demasiado de antigüedades, pero le pareció una pieza de calidad, con delicados motivos florales cuidadosamente labrados en la puerta. La abrió y observó que el interior había sido adaptado para alojar un vídeo y una veintena de películas. Allí estaban La semilla del diablo, El exorcista, La profecía, La maldición de Damien, La novena puerta... Aquel sitio comenzaba a darle escalofríos. Se imaginó el espectral efecto de las sombras en el despacho cuando se ocultase el sol y se corriese aquella gruesa cortina de terciopelo color ceniza cada noche. Se dirigió a la ventana, que continuaba abierta. Quería ver el sol de la mañana, los pinos que flanqueaban el camino que llevaba a la propiedad. Un perro comenzó a aullar.
“No sabría explicar la razón objetiva por la que, días después, me senté en el despacho a repasar el desarrollo de mi partida con Szabo. Las desgracias se sucedían desde que comenzó aquel maldito campeonato, y era la única partida todavía en juego. Estaba convencido de que existía alguna relación entre el torneo, Szabo y las miserias de los últimos años. ¿Quién podría ser ese Atanas Szabo? Busqué la ficha con la información de los jugadores del grupo que me había hecho llegar la federación internacional. Arellano, Herrera, Hoffmann, Holly, McGowan, Nunes, Solomon... y Szabo. Szabo, Atanas. De Budapest, Hungría. Era la primera competición que disputaba. Aquel impreso no contenía más datos y, sin embargo, allí estaba lo que buscaba. Distraídamente, me puse a jugar con aquellas palabras. Atanas, Szabo, Budapest, Hungría... Atanas el Magyar, Budapest, Hungary, Atanas Szabo, Szabo, A., Atanas S... ¿por qué no S., Atanas? No me llevó demasiado tiempo convencerme de que había dado con la combinación correcta y la respuesta a todas mis preguntas. Me estaba enfrentando a Satanás en una funesta partida cuyas jugadas se iban plasmando de modo cruel a mi alrededor. No sólo me había dado la clave, ¡se estaba burlando de mí! La eliminación de cada una de mis piezas se materializaba en una pérdida en mi entorno más querido. Mi hijo Jacobo, mis dos preciosos alazanes, el palacio de Verneda, Braulio y el resto del servicio...”
“Recordé las primeras jugadas de aquella demoníaca Caro-Kann. Nada más comenzar la partida, intercambiamos un peón central la misma semana que fallecía repentinamente Manuela, la que fuera mi ama y que seguía viviendo con nosotros en Verneda. Después vino el fatal accidente de Jacobo, cuando su montura calculó mal un obstáculo y le envió al suelo. El dolor por la muerte de mi primogénito me empujó a sacrificar al querido animal y, unos días después, cambiaba el alfil de casillas blancas y el caballo del flanco de rey en la lucha por el control del centro de mi partida con el diablo. Al cabo de más de medio año golpeó fatalmente mi delicado estado financiero la famosa sentencia que usted recordará por los periódicos, la cual me obligó a malvender el palacio de Verneda para satisfacer mi deuda con el fisco y a despedir a las cuatro personas que lo mantenían durante el verano, período que pasábamos en la finca de Casanueva de Aranda. Entre ellos se encontraba Braulio, el chófer, que dejó de trabajar para la familia después de treinta y siete años de servicio. Haciendo memoria me pareció escuchar la risa de Satanás recordándome la coincidencia de la venta con el cambio de torres y los despidos con un torpe intercambio de peones, que me condujo a una fatal secuencia de jaques de su dama y a la pérdida de tres infantes más. Analicé mis últimas jugadas y ratifiqué con horror su jaque de caballo, que me forzaba a su captura a cambio de mi pieza dos días después de que el carbunco matase al noble Efetrés”.
“¿Qué podía hacer ante una situación tan desesperada? Consulté mi biblioteca y no hallé remedio para mi angustiosa realidad. No se documentaba ningún caso que tuviese alguna similitud, ni siquiera remota, con mi problema. Llegué a consultar a un experto en ciencias ocultas y satanismo y también a un vidente, pero pronto me di cuenta de que eran unos embaucadores. Me encontraba jugando al ajedrez postal contra el mismísimo Lucifer, el ángel caído, y defendía un final de dama, torre y alfil con tres peones de menos y la única solución tenía que estar sobre el tablero. Analicé detenidamente la posición. Si jugaba de modo pasivo, a la defensiva, las negras cambiarían las piezas con comodidad e impondrían los tres peones de más en el final de la partida. No podía permitir ese lento y agónico desenlace, más capturas, más muertes a mi alrededor. La única solución de acabar la partida cuanto antes era aprovechar la actividad de mi dama y mi alfil. De no ser por la buena situación de estas piezas, la partida estaba objetivamente perdida”.
“Ideé una secuencia de jaques que me permitieron mejorar todavía más la posición de mi alfil y activar la torre, además de evitar que durante esos días desapareciesen más piezas del tablero. Sin embargo, aquella era una maniobra de distracción, un ataque sólo aparente. Después de una defensa correcta mi último jaque era simplemente el reflejo de mi desesperación. El ataque había concluido. Ahora era el turno del contraataque negro. En ese momento, ocurrió lo inesperado, me vi sorprendido por la última jugada de Satanás, un débil movimiento de rey que me permitía alcanzar las tablas mediante el sacrificio de mi dama, consiguiendo un jaque continuo basado en la combinación de la acción de la torre y el alfil. La posición estará todavía en el tablero de mi despacho”.
El juez interrumpió la lectura y miró la posición. Apenas sabía mover las piezas y no entendía las jugadas que explicaba el conde, pero allí estaban la dama, el alfil, la torre. El bando negro tenía tres peones de ventaja. Un agente entró en el despacho e informó al inspector de que la condesa estaba con su hija, mucho más tranquila. Había confirmado que su marido hacía meses que se mostraba algo más nervioso de lo normal e intranquilo, y achacaba el suicidio al cúmulo de desgracias que había padecido el conde durante los dos últimos años. La niña continuaba llorando. El inspector dio gracias al cielo por tener una buena excusa para abandonar aquel despacho y acompañó al agente para interrogar a la viuda. El juez prosiguió la lectura del relato.
“Si se hubiese tratado de una partida normal, no hubiese dudado, habría entregado mi dama para conseguir las tablas. Pero en aquel macabro pasatiempo, la entrega suponía poner fin a la vida de Elena. La madre de mis hijos. La dama era mi mujer, mi apoyo. Mi amor. No podía tolerar que ella diese su vida, mi existencia habría dejado de tener sentido. Sin embargo, el ajedrez me ofrecía una solución alternativa. Mi padre solía decir que una de las virtudes del juego era que uno podía abandonar la partida al saberse perdido, una retirada a tiempo era incluso honorable. El abandono, mi vida a cambio de la suya. Poniendo fin a mi vida, inclino mi rey ante Satán, esperando que con la victoria se dé por satisfecho y no se lleve de este mundo lo que yo más quiero. Me rindo, dejo la partida como han hecho tantas veces los grandes campeones de este juego durante siglos, sin que ello suponga un deshonor para nuestro linaje”.
“No me queda mucho más que añadir. He escrito esta carta en plena posesión de mis facultades mentales y éstas son las verdaderas motivaciones por las que he decidido poner fin a mi vida. Quiero impedir de esta manera que se abra una investigación sobre las causas de mi muerte que pueda suponer molestias a Elena y Cayetana, a mis socios y amistades o al servicio, a cuyos miembros tengo en muy alta estima, así como dañar el honor de cualquier miembro de mi familia”.
Finca de Casanueva de Aranda, a 24 de agosto de 2001
Firmado: Jacobo Cayetano de Arellano-Cabeza de Vaca Fitzsimons Palacio y Silva, conde del Rocinar, señor de Casanueva de Aranda, Verneda y Fontanillas
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El viejecito interrumpió su cena. Su mirada, iluminada durante toda la velada por las ocurrencias de su esposa, quedó fija en el icono de San Esteban y parecía perdida, a la vez. Cayó una lágrima. Su hijo le acababa de traducir una carta en inglés que había llegado aquella misma mañana. El mismo sobre utilizado por el conde para enviarle las jugadas, pero en esta ocasión la remitente era su viuda, que le comunicaba el fatal desenlace. Los dos le miraron apenados. Su menudo cuerpo se estremeció. Apartó el tazón de leche y la hogaza de pan secto, se santiguó y juntó sus manos. Atanas Szabo rezaba por el alma de su amigo Jacobo.
miércoles, 3 de octubre de 2012
El abrazo
El acomodador iluminó una butaca libre. Recorrí la fila hasta mi localidad mientras, en la pantalla, el domador ya declaraba su amor a la trapecista. Mi vecina de asiento, entonces, me susurró al oído que la abrazara, así, sin más, y se acurrucó a mi lado, descansando la cabeza en mi hombro.
Dudé apenas unos segundos para, finalmente, acceder al deseo de la desconocida. Le pasé el brazo por detrás y cogí su hombro. Suspiró. Su cabello, ella misma, olían a jazmín. La historia del circo dejó de interesarme. Pasados unos minutos, me incorporé levemente y acerqué mis labios a su boca en penumbra. Me rechazó con delicadeza. Me suplicó que no lo estropeara y rogó que me limitara a abrazarla. Que sólo eso necesitaba.
Acabó la película y se desembarazó discretamente de mi abrazo. Al encenderse las luces observé cómo ayudaba a ponerse el abrigo al hombre de su derecha. Lo arropaba con ternura no disimulada. Y lo hacía así porque su acompañante era manco de ambos brazos. Ella se volvió y se despidió acariciándome la mejilla. Su marido también quiso agradecerme lo que había hecho por ellos y me dedicó una sonrisa de emocionada gratitud que jamás olvidaré.
(Este relato consiguió el segundo premio en el III Certamen de Microrrelatos de Cine Arvikis Dragonfly 2012)
Dudé apenas unos segundos para, finalmente, acceder al deseo de la desconocida. Le pasé el brazo por detrás y cogí su hombro. Suspiró. Su cabello, ella misma, olían a jazmín. La historia del circo dejó de interesarme. Pasados unos minutos, me incorporé levemente y acerqué mis labios a su boca en penumbra. Me rechazó con delicadeza. Me suplicó que no lo estropeara y rogó que me limitara a abrazarla. Que sólo eso necesitaba.
Acabó la película y se desembarazó discretamente de mi abrazo. Al encenderse las luces observé cómo ayudaba a ponerse el abrigo al hombre de su derecha. Lo arropaba con ternura no disimulada. Y lo hacía así porque su acompañante era manco de ambos brazos. Ella se volvió y se despidió acariciándome la mejilla. Su marido también quiso agradecerme lo que había hecho por ellos y me dedicó una sonrisa de emocionada gratitud que jamás olvidaré.
(Este relato consiguió el segundo premio en el III Certamen de Microrrelatos de Cine Arvikis Dragonfly 2012)
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