miércoles, 26 de septiembre de 2012

La americana o relato de mil rayas y un solo punto

Cuando el otro le preguntó en la cola del dispensario por la americana, que dónde la había comprado o si había sido un regalo y si hacía mucho que la tenía, él se sorprendió de que le hubiese llamado tanto la atención y de que no lo hubiese visto antes con ella ya que, si bien solía vestir con chaqueta para ir a la facultad, donde el otro no tenía por qué haberlo visto jamás (ni ganas), ambos podían haber coincidido en el metro cuando iba camino de la universidad o ya en el barrio, de vuelta del trabajo o en algún comercio, y le contestó, en voz baja para que no lo escuchase el viejo del bigotillo tardofranquista trazado con tiralíneas que los precedía en la fila, señalándose el codo izquierdo de la prenda, mostrándole el triste brillo pardo del paño muy rozado de la chaqueta, que por lo visto pasaba más desapercibido de lo que creía, que debía de tener más de seis años, posiblemente ocho o nueve, diez acaso no, y lo recordaba porque por aquel entonces todavía daba clases como profesor asociado en la escuela universitaria de biblioteconomía (y documentación, siempre olvidaba mencionar la coletilla que le daba cierto empaque a aquellos estudios de segunda fila, en su opinión, modesta pero autorizada) y aún vestía de progre oficial, con tejanos más o menos raídos y más o menos limpios, camisetas y calzado deportivo de mercadillo, sin marca, sobre todo sin marca, como las zapatillas del cabeza rapada de la fila, a quien se veía satisfecho con su brazo derecho escayolado, suspendido en el aire como si se lo hubiesen inmovilizado sin tiempo de completar un orgulloso saludo a la romana, y además aquellos deslavazados suéteres, igualmente progres, a poder ser negros o con rayas horizontales, y una cazadora, tejana también, con alguna insignia prendida de uno de los bolsillos superiores, una claqueta que le había regalado en tiempos mejores una compañera de la facultad de historia, tiempos que él creía de amistad cuando en realidad eran de tolerancia académica, un zorrito muy cursi, una máscara teatral adquirida en el mercado de Sant Antoni muchos, muchísimos, años atrás, cuando Serbia se escribía con uve, en una parada regentada por un señor alto y muy delgado, de maneras suaves, amables, un galán otoñal con un pañuelo de seda verde anudado al cuello y que desprendía un exagerado olor a humo, que no a tabaco, sino a humo, unos pinceles, un Pegaso rampante que era otra cursilada, un símbolo antifascista de su variada colección de símbolos antifascistas, que ya no tenía edad de lucir, por cierto, porque para eso también la hay, qué duda cabe, y fue entonces cuando un día, al llegar al barrio tras dos horas martiriales y de fuentes de información en ciencias sociales (derecho, política, economía o sociología) y tres cuartos escasos de cortado corto de café y cruasán largo de aceite con la chica de fotocopias, subiendo ese jueves por la escalera mecánica del metro, en realidad estaba casi seguro de que fue la tarde de un jueves de invierno porque recordaba perfectamente la apagada luz de las seis, o puede que fuese la de las siete, que todavía le permitía leer el final de la página o el final del capítulo del tomazo de Gerardo Capacaída (la extensión de las novelas de Capacaída siempre era notable, no se trataba de libros que se leyesen en el cuarto de baño en un par de cagadas), un autor de origen chileno (y, por tanto, chileno) cuyas páginas dulcificaban durante esos años su diaria y melancólica errancia suburbana, un escritor excelente que no hacía demasiado había acaparado las páginas de sucesos de los periódicos más sensacionalistas, y no las de los suplementos culturales como debiera hacer alguien de su talento, tras golpear la cabeza de su otrora amigo Rodrigo Querubini, novelista también, contra la tapa de un inodoro durante la entrega de un conocido premio de literatura en Lyon, episodio violento provocado por una categórica afirmación del segundo sobre el uso de la sinalefa de un tal Max Hermosillo, poeta, tercero en discordia y protagonista involuntario en esa historia de Capacaída, excelso, como podíamos haber dicho, o excelente, como dijimos, siempre ameno y documentado, capaz de enlazar diferentes historias en un mismo párrafo a base de infinidad de comas y de algún que otro paréntesis por si había que echar mano de alguna aclaración adicional (una forma curiosa de escribir ya observada en otros autores que lo habían impactado en menor medida y que a alguno de sus colegas de departamento, masa iliterata, a los dos que leían para ser más exactos, les parecía puro fraude porque aquello de reducir el riquísimo universo de la puntuación gramatical a su mínima expresión en forma de coma y de paréntesis no podía obedecer sino a la poca vergüenza de un escritor con la cara muy dura, de una caradura de dimensiones olímpicas, según el que ejercía de palmero del cátedro) y donde cualquier hecho anecdótico, una respuesta, un recuerdo o un objeto cualesquiera sobre un estante cualquiera servía para dar paso a una narración paralela, derivada, complementaria o no, necesaria o no, estupenda en todo caso, y enriquecedora, cuando notó que alguien, por detrás, tocaba su macuto militar, muy progre, como todo su uniforme, se apoyaba o tiraba de él ligeramente y, al volverse, se encontró con la mirada inquisitiva (o petitoria o, para no complicarnos, indiscernible) de un niño pequeño, así de pequeño, explicó a su compañero en la espera, a la vez que subía la mano izquierda paralela al suelo con la palma hacia abajo hasta la altura de la cadera porque se sentía incapaz de precisar la edad del crío, ya que era muy malo para esas cosas y, para incidir más en su desapego hacia lo infantil, aseguró que llevaba puestas muchas velas a San Herodes y que no les tenía estima ninguna, a los mocosos, salvo a los callados, que eran los menos, esos niños planta con pantalones cortos que toleraban llevar camisas abrochadas hasta el último botón y ser peinados con colonia y raya, si todavía seguían existiendo, y ese niño detrás de él, que tardaba en definirse y cuya actitud podía ser tanto la de planta como la de los otros, lo continuaba mirando de hito en hito, la manita aún agarrada al macuto en bandolera, un chucho muy azucarado en la otra, cuando la madre, una madre de facciones borrosas perdidas en el tiempo, porque la importante en el relato no era ella sino el hijo, comenzó a reprenderle con fingido rigor no exento de cierta autoridad, dirigiéndole un par de miradas de disculpa cómplice que él, cerrado ya el libro bajo el brazo derecho, aceptó con una media sonrisa seráfica que en cierta medida lo reconciliaba, ni que fuese durante esa fracción de segundo (¿es posible fraccionar un segundo?), con el género infantil (o como se llamase) personificado en aquella personita de ojos inquisitivopetitorioindiscernibles muy abiertos, y fue para él sorprendente sentirse, de repente, en aquel breve, mínimo, lapso de tiempo, congraciado no sólo con el chiquitajo y todos los de su especie y tamaño sino, por extensión, con un género humano que consideraba desde siempre lo suficientemente hostil y sintió la necesidad de tranquilizar a esa madre (que tampoco es que pareciese demasiado intranquila) con un dulce (sí, dulce, siendo como eran habitualmente las suyas maneras propias de un sepulturero, cuando no las de una rata de albañal) no se preocupe, con un no ha tenido importancia que la madre, que en realidad era joven además de borrosa, interrumpió para informar al pequeño, producto sin duda de un iniciático amor de devaneo atendiendo a la edad de la chica, de que no había estado nada bien lo que acababa de hacer y que nunca debería haber tocado la mochila del señor, él, lección que el niño recibió con verdadera atención pero cuya expresión de extrañeza reflejó en su rostro no haber comprendido enteramente la enseñanza puesto que, tras el gesto inicial de sorpresa, declaró muy serio, demasiado, que los señores no llevaban mochila, palabras pronunciadas con inocencia que se le clavaron primero en el alma como alfileres al rojo vivo y, luego, en el cerebro, palabras que lo irritaron tanto como lo avergonzaron y que devolvieron al niño al peldaño más bajo de su particular escala de valoración, de donde no tuvo que haber salido jamás, y se convirtió en lo que había sido hasta hacía un instante, su instante de debilidad, en un microscópico y entusiasta mojador de camas, un pertinaz comedor de mocos, un inconsciente metedor de dedos en enchufes (llegado este punto su interlocutor no pudo reprimir una carcajada que trató de ahogar torpemente con el dorso de la mano tras escuchar un admonitorio sonido de sifón que exigía silencio en el centro de salud, emitido por una enfermera de gesto fiero que pasaba por allí), y ese humillante los señores no llevan mochila (ni macuto ni morral, pensó), esas mismas palabras, fueron también las que lo hicieron tomar conciencia de quién era y de cómo lo veían los demás, de lo que se esperaba de él y de lo que a cambio ofrecía, conciencia de que tras él no sólo quedaba aquella escalera mecánica sino una etapa de su vida que debía haber superado hacía tiempo, superado y reorientado, conciencia de que al día siguiente tendría que ser un señor, que ya era hora, aunque quizás le costara algo más de tiempo, para ese niño y para cualquier hijo de vecino, para todo el mundo, para toda la Creación, y para ello comenzaría por tirar las insignias a la basura, cambiar sus deportivas por los más clásicos mocasines, el macuto por la cartera de piel, puesto que el maletín le parecía excesivo, y sustituiría su cazadora y sus viejos tejanos por un traje de mezclilla, unos pantalones de sarga para el verano y una buena americana de paño marrón, su primera compra, que recordaba ahora con precisión dolorosa a la espera de su turno, y retiraría la mayor parte de camisetas y jerseys y vestiría en su lugar camisas lisas, discretas, y elegantes chalecos, tan de moda entonces, y aunque no todo radicaba en el vestuario, cierto, decidió empezar por la ropa, y así daba por concluida la historia de su americana cuando observó su número en el panel luminoso, el ochenta y siete, rojo, y se dirigió, tras despedirse del otro, hacia el mostrador desde el cual, durante la espera, les habían llegado los apagados rumores de discusiones en sordina sobre pruebas, sobre horas, y, mientras cubría los pocos pasos que lo separaban de los administrativos atrincherados detrás, trataba de reproducir mentalmente el próximo encuentro con el doctor Villegas en su consulta, siempre los mismos chistes para que el paciente se sintiese cómodo (un esfuerzo baldío, nunca lo conseguía), hombre de Dios, ¿qué le tengo dicho?, ¿por qué esperó tanto a venir?, pronunciado con un guiño tras simular no recordar su nombre de pila y antes de comenzar la batería habitual de preguntas sobre las más humildes funciones de la vida animal, ya ve, doctor, esperaba a ponerme enfermo, respuesta que interrumpiría el facultativo con la acostumbrada risotada, una risotada de cascajo, o de lisiado, que le recordaba, quizás por el escenario, al ruido producido por un frasco de píldoras al ser agitado.

viernes, 14 de septiembre de 2012

Presentación de Cruentos ejemplares... en L'Illa Diagonal

Tras unas semanas de descanso, aquí me tenéis, de nuevo al pie del cañón, y con una muy buena noticia que daros: el próximo viernes, 21 de septiembre, presentaré en la FNAC de L'IIla Diagonal de Barcelona mis Cruentos ejemplares y otras microficciones. Me acompañará en esta empresa Jesus Esnaola, a quien todos conocéis bien. Seguro que pasaremos un buen rato escuchando al autor de Los años de lluvia y hará más llevadera mi posterior intervención...

En la primera parte del acto, que comenzará a las 19.30 horas, Manel Flores y Manuel Lasso presentarán su libro de relatos fantásticos Corazón de dragón.

Ojalá podáis compartir con nosotros la tarde del viernes. Allí os espero, amigos...