Samuel F. Woodbridge IV se
recostó y encendió un puro. El cuero de la butaca crujió levemente. Durante
toda la semana había estado analizando el estado económico de su empresa y sus
compañías filiales. Aquella mañana se había reunido con su abogado para
despachar una serie de cuestiones relacionadas con el crack financiero. La venta no era una solución factible, ya que
había millones de acciones a la baja de diferentes sectores industriales a la
espera de comprador. Los bancos también vendían y la escasez de líquido definía
la economía nacional a finales de 1929. Cuando el abogado abandonó el despacho,
Samuel F. Woodbridge IV, uno de los principales magnates de la siderurgia
estadounidense, echó un último vistazo a los informes que tenía sobre su mesa.
La crisis bursátil, la caída de los títulos, la presión de los accionistas y
los bancos, el estado de sus cuentas, el presupuesto de la empresa que había
creado su abuelo, todo confirmaba un panorama desolador para el negocio del
metal. La industria norteamericana pagaba así un alto precio por la producción
incontrolada de los años anteriores. Samuel F. Woodbridge II había sabido
sortear la crisis de 1873 poco después de la fundación de la empresa, cuando
estableció su sede en Nueva York. Ahora, el patriarca observaba ceñudo a su
nieto desde el retrato que presidía el despacho. La situación era crítica.
Incluso Ford y Rockefeller se verían en dificultades.
Julio Macetas levantó el
cuello de su chaqueta y se caló la gorra antes de salir del comercio. Apretó
con fuerza el paquete envuelto en papel de periódico y abrió la puerta. La
campanilla del establecimiento le despidió al salir a la calle. Hacía mucho
frío. Se avecinaba un invierno difícil para un muchacho negro que había llegado
al país hacía poco más de ocho meses. Pronto llegaría el gélido invierno
neoyorquino. Un minuto después de haber comprado el ajedrez que le había
prometido a Viktor ya se arrepentía de no haber invertido sus primeros ahorros
en la compra de un abrigo. Su sueldo en la construcción daba para poco más que
la comida y el alquiler de una maloliente habitación en un destartalado
edificio de la peor zona de la ciudad. Sin embargo, prefería aquella
precariedad a continuar malviviendo de la caña de azúcar en Cuba, un país
agitado por la represión de Machado, el presidente que iba a forzar su
reelección poco después.
Sacó el reloj de oro del
bolsillo de su chaleco y vio que todavía no era mediodía. Avisó a su secretaria
de que no quería que nadie le molestase en la siguiente media hora. Apartó los
dossieres económicos y abrió el periódico por la página de los pasatiempos encima
de la carpeta de cuero verde que tenía sobre la mesa. Necesitaba tomarse un
respiro y la resolución del problema de ajedrez del diario se le antojó el
remedio ideal. Desde que se hizo cargo de la empresa, hacía once años, tenía la
costumbre de estudiar las posiciones que publicaba el periódico fumando un
habano en su despacho. El problema correspondía a la partida entre Capablanca y
Spielmann, jugada precisamente en el torneo de Nueva York dos años antes.
Recordaba haber visto la partida anteriormente, pero no la secuencia exacta del
desenlace. Ganaban las blancas. Intentó concentrarse en el problema, analizando
las diferentes posibilidades de los dos bandos, pero no conseguía abstraerse de
la desesperada situación del negocio familiar. Así, una parte de sus
pensamientos giraba alrededor de la serenidad y la perfección modélica de las
jugadas del ajedrecista cubano, mientras la otra buscaba una solución al nulo
valor de las acciones de Woodbridge Steel.
Una entrega de alfil, los peones, la dama indefensa, se confundían en su mente
con los títulos, las obligaciones, las deudas. El peón de torre capturaba el
peón negro, si la dama tomaba el alfil, el alfil de casillas blancas comía el
peón central amenazando la torre, la torre negra se desplazaba a la columna de
caballo y el blanco tomaba el peón de torre, logrando un peón pasado en sexta
que decidía la partida. Había pasado un cuarto de hora.
Avanzó con paso ágil, quería
coger el tranvía de regreso lo antes posible. Oía el ruido de las piezas al
golpearse entre sí en el interior de la caja. Sus ahorros sólo habían alcanzado
para comprar aquellas sencillas piezas de madera y tuvo que dejar el tablero en
la tienda, a la espera de mejor ocasión. Tenía prisa por ver la cara que iba a
poner su amigo Viktor cuando sustituyesen las rudimentarias piezas hechas con
el barro del callejón trasero por las recién adquiridas. Su vecino e
improvisado profesor de inglés, Viktor Dulfan, la primera persona que le acogió
con los brazos abiertos en un país completamente desconocido para él, era un
sastre ucraniano que había abandonado su tierra junto a su mujer hacía años,
huyendo de los bolcheviques. Desde que Julio Macetas se instaló en el edificio
tomaron la costumbre de compartir sus pitillos jugando al ajedrez todas las tardes
hasta la hora de la cena. Lo hacían en su cuarto porque el del sastre carecía
de ventana y de este modo ahorraban electricidad. A veces tenían que apartar la
ropa tendida de la señora Claudia para aprovechar los últimos rayos de sol.
Pasaban muy buenos ratos y disputaban largas partidas con aquellas miserables
piezas. Por eso le prometió que con sus primeros ahorros compraría un ajedrez
nuevo, de madera, como los que se utilizaban en los campeonatos oficiales, como
aquellos con los que competía el ídolo nacional cubano, el campeón mundial José
Raúl Capablanca. Viktor, entre burlas, no le quiso creer. Además, Julio Macetas
tenía algo que celebrar.
Como tenía por costumbre,
anotó la secuencia de jugadas en una cuartilla, satisfecho. Antes lo hacía en el
margen no impreso del periódico, pero cada vez se utilizaba papel de peor
calidad y el escrito resultaba ilegible. Guardó su elegante estilográfica en el
cajón superior del escritorio. Samuel F. Woodbridge IV se levantó y descolgó la
americana del perchero. Lanzó el puro al fuego de la chimenea y volvió sobre
sus pasos. Se acercó al ventanal que se abría tras la mesa, sentía la necesidad
de mirar la gran avenida, sede de tantas empresas que se habían visto
fatalmente afectadas por la crisis económica. Parecía el orgulloso monarca
blanco de Capablanca pasando revista. La calle estaba inusualmente tranquila,
apenas se veían coches. Los escasos transeúntes embozaban sus rostros
levantando el cuello de sus abrigos y caminaban con rapidez. No recordaba un
mes de noviembre tan frío como aquél.
El señor Parker le había
prometido un buen trabajo en la ferretería. No iba a estar muy bien pagado,
pero siempre sería mejor que la construcción. En cuanto llegase Viktor de la
tienda, le haría partícipe de la buena noticia y le mostraría el ajedrez de
madera. Se sentía muy feliz. Caminaba por la avenida con paso decidido,
sonriéndole al mundo, saltando contento de losa en losa, sintiéndose un jovial
rey negro que se desplaza por un tablero gigante. Saludó alegremente con la
mano al chico que vendía periódicos en la acera de enfrente, que le
correspondió sorprendido. Dentro de poco podría comenzar a ahorrar dinero de
verdad. Quería reunir los dólares suficientes para pagarle el pasaje a Sara, su
negrita, la mujer a la que tanto añoraba. A pesar de la compleja crisis que
parecía sacudir el país, empezaría una nueva vida para ellos. Julio Macetas no
concebía que aquella situación fuese a durar demasiado, los Estados Unidos eran
una potencia mundial que pronto saldría a flote. Sara podría trabajar también
cosiendo, o en una floristería, y en menos de un año irían a vivir a un sitio
mejor. Si todo iba bien, claro. Era consciente de que lo único que había
conseguido hasta entonces era una promesa de trabajo y un paquete que apretaba
con cariño contra su pecho.
Samuel F. Woodbridge IV y
Julio Macetas, dos personas completamente diferentes que se movían en ambientes
distintos, dos extraños en la misma ciudad, dos vidas que no tenían nada en
común, salvo su afición por el ajedrez. Podrían no haber coincidido nunca y si
lo hicieron fue por una caprichosa burla del destino. El azar hizo que se
encontraran aquella fría mañana de noviembre de 1929. Cuando oyó el agudo
grito, Julio Macetas levantó la vista, pero era demasiado tarde para esquivar
el cuerpo de aquel hombre que se precipitaba desde la ventana de su despacho en
el octavo piso de Woodbridge Steel.
El choque fue brutal. El chiquillo de los periódicos cruzó corriendo la calle y
vio los dos cuerpos inmóviles, en medio de un charco de sangre que crecía
lentamente. Los ojos sin vida de Julio Macetas quedaron fijos en el alfil
blanco que había rodado hasta chocar con la cabeza destrozada de Samuel F.
Woodbridge IV. Los dos reyes yacían inánimes sobre los escaques del tablero, habían
acabado perdiendo la partida vital, el ajedrez macabro de la vida, el único
juego cuyas azarosas reglas, incomprensibles e inabarcables, permiten que ambos
contendientes sean derrotados simultáneamente.
Comenzaron a caer los primeros copos de nieve.
jueves, 28 de junio de 2012
jueves, 21 de junio de 2012
Una pausa entre clases
La Mayans parecía no haberle dado demasiada importancia al incidente. Había sorprendido al Calderón fisgando debajo de su mesa y él se había excusado mostrando el bolígrafo que acababa de recoger del suelo. Ella le había mirado muy seria. Era así, no sonreía nunca, y por eso no creímos que se hubiese enfadado. La Mayans no era guapa pero era la única profesora que teníamos y su avanzado estado de gestación había despertado nuestra curiosidad de niños de colegio bien. La clase de francés había continuado normalmente y, cuando concluyó, la Mayans nos recordó antes de irse las tareas que nos había puesto para el día siguiente.
Pero vaya si le había dado importancia. Apenas cinco minutos después de que abandonase el aula, entró en ella hecho una hidra el padre Retamero. No era uno de aquellos curas con sotana, tan tristes, que solíamos ver a menudo por la parroquia sino uno más moderno, de los que comenzaban a verse en esa época. Un cura de los de barba y raya a un lado, de los de gafas ahumadas y pantalones vaqueros y jersey grueso de cuello cerrado. Alguien mucho más cercano, tanto que le habíamos conocido de seminarista, cuando todos le llamaban (y le llamábamos) el Richi. Además de continuar dándonos las clases de religión, una vez convertido en el padre Retamero había pasado a ser también el tutor de nuestro grupo. Cerró la puerta de un portazo que hizo retumbar el vidrio del ventanal que daba al pasillo. Llamó al Calderón y le hizo subir a la tarima, donde le esperaba con los brazos en jarras. ¿Qué ha pasado?, le preguntó. El Calderón hizo como que no entendía, como que no sabía a qué se refería. Sonreía con nerviosismo. El padre Retamero le dio un fuerte bofetón en la mejilla, con la mano muy abierta. Di un respingo, nunca antes un profesor había pegado a nadie de mi curso. ¿Qué ha pasado?, repitió rojo de indignación. Se me ha caído el bolígrafo, musitó mi compañero de pupitre. El padre le volvió a dar otro bofetón que le giró la cara. ¿Qué ha pasado?, insistió con la voz quebrada por la ira. Se me ha caído el bolígrafo. La tercera fue una bofetada de ida y vuelta. Al principio del interrogatorio había oído a mi espalda las risillas crueles de algunos de mis amigos, las típicas de los niños que celebran la humillación de sus compañeros. En ese momento, sin embargo, reinaba un silencio tenso, temeroso y cobarde, un silencio sólo interrumpido por el característico sonido del lápiz que rueda sobre una mesa del fondo del aula y algunas toses de garganta seca. El padre Retamero había perdido los papeles y se estaba ensañando con el Calderón. ¿Qué ha pasado?, y vimos cómo se le hinchaban las venas del cuello al formular la pregunta por cuarta vez. Nuestro amigo cerraba los ojos y trataba de protegerse cubriendo el carrillo más castigado con el antebrazo pero el padre Retamero se lo retiraba cada vez de un manotazo. Se me ha caído el bolígrafo, había insistido el Calderón en tantas ocasiones como veces le había sido hecha la misma pregunta. Desde la primera fila yo podía escuchar el sonido de las llaves que chocaban entre sí en el bolsillo del padre Retamero cada vez que éste le sacudía a mi amigo. El Calderón trataba de esquivar los ojos coléricos del cura dirigiendo su mirada a la pizarra, donde todavía podía leerse el presente de subjuntivo del verbo être y el il faut que que tanto se nos resistía a medio borrar. De tanto en tanto lanzaba miradas asustadas al crucifijo que presidía el aula, como implorando clemencia. Gruesos lagrimones caían por sus mejillas. Tenía la derecha cada vez más colorada. El castigo se prolongó aunque no sabría decir durante cuánto tiempo. Demasiado. De repente, oímos cómo se abría la puerta. Entró el padre director y cuchicheó unas palabras al oído del padre Retamero. Ya hablaremos de lo que ha pasado hoy, le dijo nuestro tutor al Calderón antes de que los dos sacerdotes salieran de la clase con semblante serio. El Calderón se fue corriendo al lavabo. Lloraba a moco tendido. No le había visto llorar nunca hasta entonces ni tampoco le vi hacerlo después de ese día.
No me atreví a preguntarle si era verdad que le había caído el bolígrafo, como sostenía, o si, por el contrario, lo había tirado al suelo intencionadamente para explorar por debajo de la falda premamá de la Mayans. Nadie lo hizo. Ni siquiera el Solana, cuya impertinencia e inoportunidad eran bien conocidas por todos. También ignoro si el padre Retamero y el Calderón volvieron a hablar del asunto o si las palabras amenazantes que utilizó el cura al despedirse fueron sólo dirigidas a su aterrorizado auditorio para darle mayor trascendencia al momento que acabábamos de vivir. Pero sí sé que aquel castigo desproporcionado, que pretendía ser ejemplar, fue el motivo de que muchos de nosotros dejásemos de creer en los vicarios del Señor y en determinadas liturgias. Aunque de ello no nos diésemos cuenta hasta muchos años más tarde.
Pero vaya si le había dado importancia. Apenas cinco minutos después de que abandonase el aula, entró en ella hecho una hidra el padre Retamero. No era uno de aquellos curas con sotana, tan tristes, que solíamos ver a menudo por la parroquia sino uno más moderno, de los que comenzaban a verse en esa época. Un cura de los de barba y raya a un lado, de los de gafas ahumadas y pantalones vaqueros y jersey grueso de cuello cerrado. Alguien mucho más cercano, tanto que le habíamos conocido de seminarista, cuando todos le llamaban (y le llamábamos) el Richi. Además de continuar dándonos las clases de religión, una vez convertido en el padre Retamero había pasado a ser también el tutor de nuestro grupo. Cerró la puerta de un portazo que hizo retumbar el vidrio del ventanal que daba al pasillo. Llamó al Calderón y le hizo subir a la tarima, donde le esperaba con los brazos en jarras. ¿Qué ha pasado?, le preguntó. El Calderón hizo como que no entendía, como que no sabía a qué se refería. Sonreía con nerviosismo. El padre Retamero le dio un fuerte bofetón en la mejilla, con la mano muy abierta. Di un respingo, nunca antes un profesor había pegado a nadie de mi curso. ¿Qué ha pasado?, repitió rojo de indignación. Se me ha caído el bolígrafo, musitó mi compañero de pupitre. El padre le volvió a dar otro bofetón que le giró la cara. ¿Qué ha pasado?, insistió con la voz quebrada por la ira. Se me ha caído el bolígrafo. La tercera fue una bofetada de ida y vuelta. Al principio del interrogatorio había oído a mi espalda las risillas crueles de algunos de mis amigos, las típicas de los niños que celebran la humillación de sus compañeros. En ese momento, sin embargo, reinaba un silencio tenso, temeroso y cobarde, un silencio sólo interrumpido por el característico sonido del lápiz que rueda sobre una mesa del fondo del aula y algunas toses de garganta seca. El padre Retamero había perdido los papeles y se estaba ensañando con el Calderón. ¿Qué ha pasado?, y vimos cómo se le hinchaban las venas del cuello al formular la pregunta por cuarta vez. Nuestro amigo cerraba los ojos y trataba de protegerse cubriendo el carrillo más castigado con el antebrazo pero el padre Retamero se lo retiraba cada vez de un manotazo. Se me ha caído el bolígrafo, había insistido el Calderón en tantas ocasiones como veces le había sido hecha la misma pregunta. Desde la primera fila yo podía escuchar el sonido de las llaves que chocaban entre sí en el bolsillo del padre Retamero cada vez que éste le sacudía a mi amigo. El Calderón trataba de esquivar los ojos coléricos del cura dirigiendo su mirada a la pizarra, donde todavía podía leerse el presente de subjuntivo del verbo être y el il faut que que tanto se nos resistía a medio borrar. De tanto en tanto lanzaba miradas asustadas al crucifijo que presidía el aula, como implorando clemencia. Gruesos lagrimones caían por sus mejillas. Tenía la derecha cada vez más colorada. El castigo se prolongó aunque no sabría decir durante cuánto tiempo. Demasiado. De repente, oímos cómo se abría la puerta. Entró el padre director y cuchicheó unas palabras al oído del padre Retamero. Ya hablaremos de lo que ha pasado hoy, le dijo nuestro tutor al Calderón antes de que los dos sacerdotes salieran de la clase con semblante serio. El Calderón se fue corriendo al lavabo. Lloraba a moco tendido. No le había visto llorar nunca hasta entonces ni tampoco le vi hacerlo después de ese día.
No me atreví a preguntarle si era verdad que le había caído el bolígrafo, como sostenía, o si, por el contrario, lo había tirado al suelo intencionadamente para explorar por debajo de la falda premamá de la Mayans. Nadie lo hizo. Ni siquiera el Solana, cuya impertinencia e inoportunidad eran bien conocidas por todos. También ignoro si el padre Retamero y el Calderón volvieron a hablar del asunto o si las palabras amenazantes que utilizó el cura al despedirse fueron sólo dirigidas a su aterrorizado auditorio para darle mayor trascendencia al momento que acabábamos de vivir. Pero sí sé que aquel castigo desproporcionado, que pretendía ser ejemplar, fue el motivo de que muchos de nosotros dejásemos de creer en los vicarios del Señor y en determinadas liturgias. Aunque de ello no nos diésemos cuenta hasta muchos años más tarde.
jueves, 14 de junio de 2012
Entrevistado por Rosana Alonso en Explorando Lilliput
Poco puedo añadir a un título tan descriptivo. Hoy Rosana Alonso ha estrenado la sección Del blog al papel en su Explorando Lilliput y no se le ha ocurrido mejor modo de hacerlo que entrevistándome.
Para mí es un honor inmenso, qué duda cabe.
Os invito a leer la entrevista y a echarle un vistazo al blog de Rosana.
Os invito a leer la entrevista y a echarle un vistazo al blog de Rosana.
jueves, 7 de junio de 2012
Naturaleza muerta
Paseo entre los caballetes y los lienzos inacabados del estudio de mi amigo. Al poco de entrar en el bufete ya me había confesado su vocación pictórica. Alguna vez lo había sorprendido rescatando un legajo del archivo y garabateando desnudos en el dorso de aquellos papeles. Recuerdo que tomó la decisión tras el hallazgo del cuerpo de Laura, una chica que hacía la pasantía en nuestro despacho, después de semanas de búsqueda en el vertedero. El crimen conmocionó a toda la ciudad. Se convocaron diferentes manifestaciones, una huelga y los carnavales fueron suspendidos. Ese mismo día se despidió y comenzó a pintar.
Curioseo mientras prepara café. En un cajón descubro bocetos, principalmente marinas, escenas de cacería y un bodegón con un pichón y tres faisanes. Dentro de una carpetilla encuentro el bosquejo de lo que parece una joven muerta, entre basuras, fechado en enero del año del asesinato de Laura.
Curioseo mientras prepara café. En un cajón descubro bocetos, principalmente marinas, escenas de cacería y un bodegón con un pichón y tres faisanes. Dentro de una carpetilla encuentro el bosquejo de lo que parece una joven muerta, entre basuras, fechado en enero del año del asesinato de Laura.
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