viernes, 28 de diciembre de 2012

Milagro en San Rodrigo

Era el tonto del pueblo. Tenía dieciocho años y le seguían llamando el Ramoncito. El Ramoncito era un retaco asilvestrado, de fuerte complexión, boca permanentemente abierta y belfo colgante, que pastoreaba las ovejas desde niño. Ocupó el lugar de su padre, el pastor, que había muerto en la guerra. Bueno, durante la guerra. Se cayó a un pozo y se rompió el cuello. El chico no tenía muchas luces, pero le gustaban los animales y cuidó del rebaño con verdadera dedicación. Bautizó a cada una de las ovejas y jamás extravió una. Invisible entre unos animales más grandes que él, el rebaño sin pastor. Desde que tenía diez años salía cada mañana con las ovejas y no volvía hasta tarde. Para distraerse hacía saltar piedras en el río, tocaba una pequeña flauta que había sido de su padre y, sobre todo, contaba. Le gustaba contar las ovejas, contar los árboles, las nubes, los cantos rodados del río, los agujeros de las balas en el puente de piedra. Así creció el Ramoncito, lerdo, sin apenas ir a la escuela, sin preguntarse nada que no tuviera que ver con sus ovejas.

Una calurosa mañana de mayo, el Ramoncito se detuvo, como de costumbre, en la abandonada ermita de San Rodrigo. El muchacho solía hacer un alto en su ruta hasta el prado para refrescarse en la fuente que manaba de unas rocas junto al camino, mientras los animales pacían entre las sacras ruinas. Sin embargo, aquel día el conjunto estaba iluminado por una luz diferente, más brillante. Miró al cielo, pero el sol no era el causante de aquella extraña luminosidad. Parecía un resplandor procedente de detrás de los abedules, de la fuente. El Ramoncito se dirigió curioso hacia allí y conforme se acercaba oía cada vez con mayor nitidez unas voces cristalinas que entonaban una melodía, la más bella que jamás había escuchado. Junto a la fuente encontró a un hombre delgado de barba cuidadosamente recortada, vestido con un hábito de saco, que le miraba con expresión serena. La luz parecía emanar de su figura. El Ramoncito cayó de hinojos y se santiguó.

- Loado seas, Ramoncito.
- ¡Un santo!
- No, Ramoncito, no soy un santo.
- Sí que lo es.

El Ramoncito no se iba a dejar engañar tan fácilmente. La luz, las voces angelicales y la limpia mirada de aquel hombre vestido de monje se ajustaban a lo que le había contado su padre respecto a las apariciones divinas. Bueno, no exactamente. Su padre le había explicado que la Virgen siempre se aparecía a los pastorcillos de los pueblos, invariablemente junto a la fuente. El Ramoncito no era muy listo, pero era consciente de que a sus dieciocho años ya no podía considerarse un pastorcillo y de que aquel señor barbudo con tonsura no era la Virgen María. Por lo tanto, debía de tratarse de un santo.

- No soy un santo, Ramoncito, soy Ruy López de Segura.
- ¿Quién?
- Ruy López, de Zafra.
- ¿Y la musiquilla?
- Este tipo de coro acompaña a todas las apariciones. Soy una aparición, no un santo.
- ¿Una aparición?
- Ramoncito, observo por el retintín de vuestras preguntas y la altura que alcanza vuestra ceja derecha que mostráis cierta reticencia a creer lo que os digo. Por favor, relajaos y escuchad lo que os tengo que contar. Y guardad esa navaja, por el amor de Dios.

Todavía de rodillas, el pastor cerró la navaja, lanzando una mirada entre suspicaz y decepcionada al iridiscente personaje del hábito.

- ¿Y quién dice que es usted?
- Soy Ruy López, obispo de Segura, el más famoso ajedrecista del siglo XVI. 
- ¿Jerecista?

Ruy López miró al cielo. Tenía una dura tarea por delante. Se preguntó si el maldito Paolo Boi tendría las mismas dificultades para las conversiones en el sur de Italia, donde solía obrar.

- Ajedrecista. El ajedrez es un juego que enfrenta a dos rivales que conducen sus ejércitos de madera utilizando su intelecto. Inteligencia, quiero decir. ¿Me entendéis? Os he escogido a vos, Ramoncito, sois el elegido de Ruy López de Segura. Es mi voluntad que dediquéis vuestra vida al ajedrez y os convirtáis en un gran ajedrecista.
- Verá, don Ruiz López, me siento muy halagado pero, verá usted, es que… bueno, en definitiva, creo que no soy el más indicado.
- No seáis modesto, Ramoncito.
- No se trata de modestia, señor, se trata de que soy tonto.
- Oh, no creáis que para destacar en el noble juego hay que ser una lumbrera. Hay que dedicarle mucho tiempo, eso sí, y vos tenéis grandes ratos de ocio con vuestras ovejas.
- Hummm. Y, ¿por qué yo, maestro?
- He observado en vos unas condiciones excepcionales. Sois un gran aficionado a las matemáticas, os he visto cómo numeráis todo lo que os rodea, y sois un hombre piadoso. Piadoso, solitario y raro, que es lo principal. Bueno, también ha influido bastante en la decisión que sois el único que pasáis por esta ermita, como bien sabéis, dedicada a mi tocayo San Rodrigo. Y de maestro nada, mi régimen de apariciones es muy restringido, así que no podéis contar conmigo para que conduzca vuestro aprendizaje. Ésta es mi voluntad y en vuestra mano está…
- Entonces, ¿cómo aprendo a jugar? ¿Quién me va a enseñar?
- No volváis a interrumpir mi prédica, me molesta sobremanera. Dirigíos allá donde se reúnen los hombres sabios del pueblo y preguntad quién de ellos os puede enseñar tan linajudo juego.
- ¿En la iglesia, en el ayuntamiento, en el cuartel de la Guardia Civil?
- En la taberna, Ramoncito, en la taberna.

Y la figura de Ruy López se desvaneció, llevándose consigo el refulgente halo y la arrebatadora melodía que le acompañaban. Con gran desasosiego, el Ramoncito decidió dar por finalizada la jornada y deshacer el camino andado. Devolvió las ovejas al redil y bajó corriendo por el sendero camino del pueblo. En menos de veinte minutos cruzaba la plaza y entraba en la taberna. En la barra Sabino, que era un excelente poeta, Tomás y el Berraquero discutían sobre la suplencia de Machín en el último partido del Atlético Aviación.

- ¿Me podéis enseñar a jugar al ajedrez?
- Caramba, Ramoncito, hacía mucho que no te veíamos por aquí. ¿A qué vienen esas prisas? Tómate un chinchón, hombre.
- No puedo. Tengo que aprender a jugar al ajedrez.
- Bueno, hombre, bueno. Menudas inquietudes con las que se presenta éste. Pregúntale al señor Onofre, seguro que él te puede ayudar.

Entre risas, los tertulianos señalaron con el dedo la mesa del rincón, de la que el señor Onofre se estaba levantando en ese preciso instante, dando por finalizada la partida de dominó que había jugado con el boticario, el barbero y el Romerito, uno que quería ser torero. El señor Onofre era un anciano grueso y de gran envergadura, que vestía con pulcritud. Había sido el maestro del pueblo hasta hacía unos años. Ahora estaba escribiendo una historia de la comarca, que había alcanzado una gran prosperidad en tiempo de los romanos. Era el cronista del pueblo, la eminencia local a la que todos acudían cuando tenían un asunto espinoso entre manos. Y la solución al tremendo problema del Ramoncito.

- Señor Onofre, ¿me podría enseñar a jugar al ajedrez?
- ¿Cómo dices, hijo?
- Quiero aprender a jugar al ajedrez.
- Me sorprende lo que me pides, Ramoncito. En lo poco que viniste a la escuela no demostraste demasiada capacidad de concentración, tan necesaria para ese juego.
- ¿Perdón, qué me decía?
- Nada, nada. Acompáñame a casa, por favor.

La casa del viejo maestro estaba al otro lado de la plaza. Entraron en lo que debía de ser la estancia principal y el señor Onofre invitó al joven a tomar asiento. El anciano desapareció tras una cortina y volvió con un tablero de ajedrez, un juego de piezas y dos libritos polvorientos.

- Yo no puedo darte clases. Tengo que acabar la magna obra que me tiene tan ocupado desde que dejé la escuela. Tampoco tú puedes perder tu tiempo bajando al pueblo porque descuidarías las ovejas. Creo que lo mejor será que bases tu aprendizaje en estos dos libros, los puedes estudiar mientras los animales pacen. Si no entiendes algo, no dudes en venir a preguntármelo. Me encontrarás sumido en las arduas tareas de investigación, documentación y redacción de mi monumental historia. En el bar, por supuesto. Hala, ve con Dios.

Después de recibir un par de amistosos golpecitos en la espalda, el Ramoncito se encontró en la plaza, con el ajedrez y los dos libros. Se sentía un ser privilegiado, ya que había sido escogido por un santo (no le había podido engañar) para acometer una empresa única. Volvió a su casa, dispuesto a comenzar los estudios al día siguiente. 

El pastor se centró por completo en el ajedrez. Cada día metía en su zurrón el juego y los dos libros del señor Onofre y se dedicaba a estudiar los movimientos de las piezas, la notación de las partidas, a repasar conceptos básicos a la sombra de un árbol mientras los animales pastaban. Por la noche, después de la cena, continuaba la jornada reconstruyendo algunas partidas reproducidas en los libros del viejo maestro, temeroso de defraudar a San Ruiz López. Pero al Ramoncito le costaba asimilar los nuevos conocimientos, por lo que con frecuencia bajaba a la taberna del pueblo a consultarle al señor Onofre sus dudas. El cronista debía recordarle cómo movía el caballo cada semana. Nunca tuvo alumno más torpe y sólo conseguía soportar aquellas sesiones, con más bravura que estoicismo, a base de darle tientos a la botella de chinchón que diligentemente colocaba el tabernero en su mesa cada vez que el Ramoncito hacía acto de presencia en el local.

Un día, el Ramoncito entró en el bar apretando los libros contra su pecho y se dirigió con paso decidido a la mesa del señor Onofre:

- Señor Onofre, ¿puedo enseñarle la partida que jugué ayer con Basilio?
- Por supuesto, hijo.

El señor Onofre cerró el diario con expresión de resignación cristiana. Llamó al mozo que se ocupaba de la barra, cuyo parecido físico con Paulino Uzcudun era realmente notable y al que podía considerársele tan buen poeta como Sabino, y le pidió que les trajese el juego de ajedrez que desde hacía años se moría de risa en el almacén. Se trataba de un juego muy antiguo de madera que los parroquianos habían utilizado mucho antes de la guerra. El pastor colocó las piezas con dificultad ante la silenciosa mirada del viejo historiador.

- Hijo, has colocado el rey en el sitio de la dama. Y recuerda que el cuadro blanco siempre va a la derecha.

El Ramoncito repitió la operación, alcanzando esta vez un resultado óptimo. El anciano le invitó a que comenzase la reconstrucción de su partida con Basilio, el hijo del boticario. El Ramoncito inició una serie de movimientos rápidos y maquinales entre los que con dificultad el señor Onofre podía intercalar algún comentario, a los que el pastor respondía con evasivas:

- Vaya, hijo, jugaste un gambito de rey. ¿Lo has estudiado?
- Sí, señor.
- Qué partida más rara.
- Sí, bueno…, sí, señor Onofre.
- Un juego muy agresivo.
- Sí.

El alfil negro apuntaba a la torre blanca y el pastor, en lugar de defenderla de la amenaza, centralizó su caballo de dama. Basilio prefirió tomar con su dama un peón a capturar la pieza mayor con su alfil, de manera que quedaban las dos torres blancas amenazadas. El Ramoncito colocó su alfil de casillas negras en una posición inmejorable, pero la jugada suponía la pérdida de las dos torres. En ese preciso instante, el señor Onofre sintió esa extraña sensación de presenciar algo ya vivido. Conocía aquella posición. Qué ingenuo había sido. Aquel retaco estaba reproduciendo la famosa partida entre Anderssen y Kieseritsky, la Inmortal, jugada en Londres en el año 1851 como si fuese una creación propia. Cuando quiso reaccionar, el Ramoncito había concluido dándole un bonito jaque mate a Basilio. Todavía dudando entre pedir un aguardiente y darle un capón al pastor para suavizar su enfado, el señor Onofre le espetó un gélido:

- Estupenda, has jugado una partida estupenda.
- Muchas gracias, señor. Adiós.

Y se fue por donde había venido.

Pasaron las semanas, pasaron los meses. Las visitas del Ramoncito a su maestro eran cada vez más frecuentes, repitiendo siempre las mismas cuestiones y enseñándole partidas de campeones como Anderssen, Morphy, Lasker o Capablanca, que pretendidamente jugaba contra Basilio, Efrén, el Polaco o el Romerito. No contento con las improvisadas clases que le daba el señor Onofre en el bar, cuando se le planteaba una duda estudiando una partida por la noche, no dudaba en visitar al viejo maestro al alba, antes de llevar el rebaño al prado. La paciencia del señor Onofre llegó al límite el día en que el Ramoncito le intentó mostrar la Siempreviva, que había enfrentado a Anderssen y Dufresne en 1852, como una brillante victoria obtenida a pesar de la tenaz defensa de Basilio.

- ¡Me cago en mi pena negra, Ramoncito! ¡Harto, me tienes más que harto! ¡Harto de que me presentes partidas memorables como si fuesen tuyas! Tú, que eres incapaz de colocar bien las piezas al inicio de la partida. Hasta hoy he aguantado, pero como te vuelva a ver por aquí con los libros bajo el brazo, ¡no respondo de mí!

A pesar de que era corto de entendederas, el Ramoncito comprendió perfectamente que las clases del señor Onofre se habían acabado. Sin embargo, no le dolió el tono empleado por el viejo maestro. Lo que le dolió fue el impacto de un alfil en el occipital cuando abandonaba el local, certeramente lanzado por el señor Onofre. Herido en su orgullo y en el occipucio, el pastor entendió que para alcanzar la misión que le había confiado San Ruiz López no iba a contar con más ayuda que su propio esfuerzo y tesón. Lo conseguiría sin el socorro de nadie.

En el pueblo no supieron de él durante semanas. Se entregó de lleno al ajedrez, si bien sus progresos seguían en consonancia con su idiocia.

Sentado de espaldas a la ventana, el señor Onofre redactaba con desgana, a la luz de un candil, el capítulo dedicado a los bandoleros de la región. El tema despertaba en él un gran interés, pero los lugareños que se habían echado al monte a buscarse la vida no habían sido precisamente Luis Candelas. Pocos, torpes y chapuceros. Sobre la mesa había un montón de papeles garrapateados, un grueso tomo enciclopédico abierto por la letra M y un vaso de leche en el que el maestro mojaba distraídamente una galleta María. Le sorprendió ver su sombra proyectada sobre su escritorio. Había oscurecido y debían de haber encendido el farol de la plaza. No era consciente de que hubiese pasado tanto tiempo absorto en la redacción de su historia. Pero, ¿qué significaba aquella música? Se giró al oír una voz que le hablaba.

- Loado seas, Onofre.
- ¡Un santo!
- No, Onofre, no soy un santo.
- Sí que lo es.

Ruy López suspiró. El hombre más sabio reaccionaba de la misma manera que el tonto del pueblo. Después de sosegar al señor Onofre con amables palabras, procedió a explicarle la diferencia entre una aparición y un santo.

- No quisiera herirle lo más mínimo, desconocida aparición, pero entienda mi decepción. En un pueblo tan religioso como es éste, en el que paseamos a San Rodrigo cada dos por tres para que llueva y tengamos buenas cosechas, lo que uno espera que se le aparezca es un santo, ya que se le ha pasado la edad de que se le presente la Virgen. Ya sabrá que sólo se les aparece a los niños. Niños pobres.
- Sí, algo he oído decir, sí.
- Bueno, también tiramos cabras del campanario. Para que llueva, digo.
- Disculpad que os interrumpa pero temo que me vayáis a ofrecer un discurso de cariz antropológico que no me interesa en absoluto y no dispongo de demasiado tiempo. Mi nombre es Ruy López, obispo de Segura, el más famoso ajedrecista español de todos los tiempos.
- Oh, encantado de conocerle. Ruy López aquí, ¡no me lo puedo creer! Es un verdadero placer recibirle en mi humilde casa. Siéntese, por favor. Soy un gran aficionado al ajedrez. No me lo imaginaba así, tan pobremente vestido, siendo como fue una celebridad en la Corte.
- Me halagáis. Es cierto que en mi condición de protegido de Felipe II fui un personaje famoso que gozaba de todos los privilegios en palacio. Por supuesto, no vestía este incómodo hábito. Ni os imagináis lo desagradable que es la rozadura de la tela del saco en según qué zonas. Encargaba mi vestimenta al sastre veneciano de palacio, que la cosía con los más ricos tejidos que se podían encontrar en Europa. Tendríais que haberme visto con un sombrero turquesa que me regaló el conde de Palanques por haberle absuelto de unos pecadillos que no vienen al caso. Pero debéis entender que sería poco serio que un aparecido fuese por ahí vestido con ropajes satinados, como una diva del bel canto.
- Claro, claro. Pero, ¿qué se le ofrece? ¿Quiere jugar una partidita?
- No, Onofre, no estoy aquí por placer, sino que tengo una misión que llevar a cabo. Para ello, necesito de vuestra ayuda.
- Haré cualquier cosa que usted me pida.
- Escuchad. Hace unos meses me aparecí a un joven pastor, conocido entre vuesas mercedes como el Ramoncito, y le encomendé que dedicase su vida al ajedrez. Os tomó como maestro y la empresa no fue del todo mal hasta que vos decidisteis darla por terminada. El zagal no avanza desde entonces. Tenéis que continuar dándole vuestro consejo para que mejore su juego.

Las mejillas del señor Onofre adquirieron súbitamente una tonalidad rosada que pronto se extendió por todo su rostro. El rosa pasó a rojo intenso a la vez que su indignación le hacía abrir exageradamente los ojos inyectados en sangre y le hinchaba las venas del cuello.

- ¡Ni hablar, amigo mío, ni hablar!
- No podéis negaros, Onofre, para lograr mi empresa es necesario que vos le dediquéis vuestro tiempo.
- Exacto, usted lo ha dicho. Su empresa. Yo no tengo nada que ver con ella. Usted es el aparecido, no yo. Que le enseñe otro.
- Sólo vos conocéis los secretos del juego en este pueblo de mala muerte.
- ¡Que le enseñe otro, he dicho!
- Tenéis que ser vos.
- Escúcheme bien, señor obispo, porque no se lo pienso repetir. No estoy dispuesto a perder ni un minuto más con un tonto de baba que después de meses de intenso estudio no es capaz de retener cómo se colocan las piezas ni el movimiento del caballo. ¿Me ha entendido? No pienso perder ni un segundo viendo cómo se apropia de partidas famosas y pretende hacerme creer que se las ha ganado al pitecántropo de Basilio. No voy a prestarle ni un libro más y si vuelve a hablarme de otra cosa que no sean ovejas o quesos seguramente haré una barbaridad que me llevará al cuartelillo. ¿Queda claro?

La ira desatada del señor Onofre apocó a Ruy López, que con un chasquido de dedos hizo que la música celestial que con él se manifestaba cesase. Adoptó una actitud implorante, de rodillas en el suelo y dirigiendo sus manos entrelazadas al anciano.   

- No podéis hacerme esto. Hacedlo por mí, os lo ruego. ¡Soy Ruy López!
- No. ¡Suélteme, carape! Aparézcasele otra vez y dígale que deje el ajedrez.
- Está bien, reconozco haber fracasado, pero no puedo hacer tal cosa, sería humillante. Además, no va a dejar el ajedrez así como así, se lo ha encomendado un ser procedente del más allá. Yo.
- ¡Pues que se le aparezca otro y le encargue cualquier cosa en su lugar! ¡No le quiero volver a ver! ¡Que se le aparezca Pepe-Illo y le ordene que sea torero, caramba!

Ruy López alzó sus ojos llorosos y miró al ofendido maestro. Era una mirada de gratitud y complicidad. No era una solución muy digna, pero decían que un clavo sacaba otro clavo.

- ¿Por qué me mira así, si se puede saber? Me da miedo.
- Apenas conozco a Pepe-Illo, no es de mi época. Soy incapaz de pedirle una cosa así.

El señor Onofre comprendió que había dado con la solución. Animado por la idea de eliminar al pastor ajedrecista de su vida, los nombres acudían a su cerebro atropelladamente.

- ¿Miguel Servet, Garcilaso, Fray Luis de León?
- Desconozco muchas de las virtudes que adornan al Ramoncito, pero no lo creo apto para la medicina o las letras, amigo Onofre.
- Entiendo, necesitaríamos una actividad menos… ¿por qué no se lo comenta a Francisco Pizarro?
- ¿Vos creéis que este país necesita en este momento un conquistador?
- Levántese, sea un poco más digno, hombre. Una actividad que alguien como el Ramoncito pueda realizar sin dificultad. Que quien la lleve a cabo no tenga que hacerse demasiadas preguntas. Una labor, un oficio que cualquiera pueda ejercer y que la estulticia no sea un impedimento para destacar en esa tarea… ¡Claro!
- ¿Qué habéis pensado? ¿Con quién debo hablar para que se aparezca al Ramoncito?
- Con nadie, amigo Ruy, con nadie. Usted mismo, en su calidad de obispo de Segura, se aparecerá mañana al Ramoncito, en la antigua ermita de San Rodrigo.

La última aparición se obró tal como la había planificado la preclara mente del señor Onofre. En la fuente, tras los abedules, como en aquella lejana mañana de mayo, el pastor recibió dos mensajes claros. El Ramoncito no volvió a tocar un tablero de ajedrez. San Ruiz López había sido explícito en ese sentido. El Ramoncito, el padre Ramón, tomó los votos pocos años después, al concluir sus estudios en Badajoz. Precisamente él ofició la misa en el entierro del señor Onofre la víspera de San Juan.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Su mujer

Comprobó que los seis números coincidían con los del boleto. El premio le permitiría dejar el turno de noche en la funeraria y, por fin, abrir su propio negocio, la inmobiliaria, y comprarse el chalecito, un descapotable color cereza y el fueraborda soñado desde siempre. Durante años su mujer había tratado de convencerlo, infructuosamente, de que cambiara de oficio. No entendía lo del maquillaje forense, le repugnaba el olor a cirio y a crisantemo impregnado en la ropa, ese tufo que reclamaba un doble lavado antes de ser eliminado por completo. Su mujer no comprendía cómo había podido acostumbrarse al dolor de las familias desgarradas por la pérdida de un ser querido ni cómo había vencido la repulsión inicial en presencia de los primeros cadáveres. ¿Su mujer? Ah, sí, su mujer. Antes de hablarle al abogado de todos aquellos proyectos tendría que sostener con él una charla sobre… su mujer.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

Negociación

La voz cruel que llegaba desde el otro extremo del hilo telefónico nos había recomendado mantener alejada a la policía del asunto, así que solicitamos la asistencia de un letrado amigo de la familia. Cuando sonaba el teléfono, mi abogado hacía una señal y se precipitaba sobre el auricular. Jugueteaba nervioso con su corbata de diseño mientras anotaba las exigencias del chantajista. “Pide cincuenta mil”, informó. Tratamos de reunir una suma que nos superaba por completo. “Ahora dice que sesenta”, expuso cariacontecido, sin atreverse a levantar la vista, al colgar el martes siguiente. Cuando casi lo teníamos, exigió setenta mil. La mañana del domingo cogí yo su llamada. Le recriminé la lenta sangría a la que nos estaba sometiendo y me respondió, muy digno, que sus pretensiones jamás habían superado los quince mil.

El tribunal admitió la personación del chantajista contra mi abogado. Espero con ansia que llegue ese día.

jueves, 6 de diciembre de 2012

Sobre el origen del fútbol

“Señores, traten de olvidar las teorías clásicas que sobre el origen del fútbol hayan podido leer o escuchar con anterioridad. Todo eso está superado ya. El profundo rigor y la exhaustividad que han definido éste y otros estudios que anteriormente he realizado sobre un tema tan espinoso sitúan el nacimiento del balompié no en Inglaterra, como hasta ahora nos han hecho creer charlatanes de feria e historiadorzuelos, sino en la Francia del siglo XVIII”.

¡Dios mío! Debería habérmelo pensado mejor, no tendría que haber aceptado ofrecer la conferencia en la Escuela Superior de Entrenadores. Y lo que era peor, lo que más me preocupaba, ¿sería cierto todo –o, por lo menos, en parte– lo que les iba a explicar? Difícilmente. Desde siempre se había aceptado el año 1863, fecha de la fundación de la federación inglesa de fútbol, como el del nacimiento de este deporte. Convencerles de lo contrario sería extremadamente complicado. Comprendí, tarde, qué debía de estar haciendo aquella botella de ginebra vacía sobre mi escritorio la mañana siguiente a la apresurada redacción de éste mi presunto trabajo de investigación. Y las otras dos en el cubo de la basura. Porque yo no reciclaba ni el plástico ni el vidrio ni el papel, ni pensaba hacerlo jamás, así que todo lo arrojaba alegremente al cubo de la basura de debajo del fregadero. Pero mis hábitos en relación con el reciclaje y la sostenibilidad del planeta no tienen, obviamente, ningún interés ahora mismo. Como decía, albergaba serias dudas sobre lo que estaba a punto de exponer ante aquel auditorio, integrado por entrenadores, preparadores físicos y algún que otro utillero. Disimulé como pude mis repentinos e inoportunos remordimientos fingiendo un acceso de tos y un leve carraspeo, no menos repentinos e inoportunos, y humedeciendo, a continuación, mis labios en un vaso largo que un servicial bedel acababa de llenar de ginebra con reverente finura. Y reconozco que no había sido el primero, ya llevaba unos cuantos desde que inicié la jornada remojando en Larios un bocadillo de queso enmohecido que había encontrado en la nevera por casualidad. Las pausas líquidas constituían la primera de las dos condiciones que había puesto a los organizadores del acto. La segunda consistía en que no hubiese en la sala ni un periodista deportivo. Me dan grima. Natural, a mucha gente le pasa eso mismo. De hecho, a los organizadores les debió de parecer una exigencia muy razonable ya que no pareció extrañarles en absoluto. Proseguí la charla.

“1789 supuso un punto y aparte en la Historia de la Humanidad. Como bien sabrán (o, en todo caso, deberían saber), en ese año estalló la Revolución Francesa, un turbulento ajuste de cuentas durante el cual el populacho y la burguesía de nuestro país vecino descubrieron simultáneamente –y para su contento que las cabezas de los nobles podían servir, además de para peinarlas y llevar pelucas, para ser cortadas”.

Continué mi discurso con admirable sangre fría, a mí al menos así me lo pareció, pues estaba convencido de que todos aquellos cabezas de chorlito, que lo único que habían hecho en su vida hasta el momento había sido perseguir un pedazo de cuero hinchado con un silbato en la boca mientras sus ayudantes en chándal iban moviendo conos en los alrededores de una portería, no sólo no tenían ni la más remota idea de lo que había significado la Revolución Francesa sino que desconocían cuándo había tenido lugar y también la existencia de la mismísima Francia. Me llevé un largo trago al coleto.

“En aquel tiempo la promiscuidad en el seno de la aristocracia era incluso más habitual de lo que acostumbramos a suponer entre los miembros de las grandes casas europeas en la actualidad. Por lo visto, la sangre azul dota de un vigor excepcional a quienes la sienten fluir por sus venas. La nobleza consideraba el sexo sin patrones un deporte más, una actividad lúdica tan celebrada y aceptada socialmente como pudieran serlo la cetrería o la caza del jabalí normando. Sirvan como ejemplo de ese desenfreno sexual las correrías nocturnas del marqués de Rimbombé, noble tan depravado que había abandonado hacía dos décadas cualquier intento de empeorar, o las de su hijo, Louis. Desde temprana edad, Louis se había dedicado a gozar de los placeres que le brindaba la vida o, mejor dicho, de los favores que le ofrecían las sirvientas del palacete de su padre. El azar quiso que el muchacho se fijara en Bernadette (si bien también pudo influir en ello el voluptuoso físico de la chica –y aquí me permití añadir una detallada nota descriptiva de dudoso gusto por cuenta propia, que omitiré por considerarla irrelevante para la narración–), una joven doncella de largas piernas y corta mente, a la que estuvo visitando durante varias noches en su lecho, amparándose en las sombras nocturnas y, además de en su propia bellaquería, por descontado, en el silencio de mayordomos y de palafreneros, a quienes el marquesito solía dar parte de sus incursiones nocturnas en la zona menos noble de palacio. Llegado este punto, me permitiré hacer un breve paréntesis en mi exposición, ya que contar más podría representar un agravio irremediable para la familia de Bernadette, cuyo paradero he podido rastrear hasta hoy. Tras una laboriosa investigación, pude localizar y entrevistar a sus descendientes en un remoto valle de Alsacia, a kilómetros de distancia de todas partes”.

Apagados murmullos de desaprobación interrumpieron mi exposición. Alcé la vista, contrariado. Detesto que me hagan perder el hilo durante mis celebrados soliloquios. Para mi sorpresa, ante mí se agitaban en sus sillas, incómodos y, por lo que deduje, disconformes, una veintena de lagartos con gafas graduadas de montura metálica algo pasada de moda que calzaban peúcos de diversos colores. La visión me divirtió, para qué negarlo, y mucho pues, incluso cuando logro alcanzar mis mejores delírium trémens (por lo que tienen de descabellados y coloristas), la imagen nunca suele llegar a ser tan esperpéntica. A menudo debo conformarme con ratas de ojos rojos que trepan hasta mis apuntes y que roen mis anotaciones, reptiles escamosos que suben por las paredes de mi apartamento o escarabajos que corretean alegremente por la encimera de casa. Decidí no hacerles ningún caso y continuar con la conferencia y, de levantar de nuevo la vista, sopesar seriamente si debía o no dejar, de una vez por todas, la bebida. Me arrepentí sinceramente de haber trasegado por la mañana un frasco de colonia Varon Dandy, que tan mal me sentaba, justo antes de tomar el autobús que me conduciría a la Escuela Superior de Entrenadores.

“Cuando la pasión que el marquesito sentía por la joven sirvienta se apagó o, cuando menos, se enfrió, la tensión entre ambos llegó a un extremo insostenible. A Louis le hacía tilín un muchacho que trabajaba en las caballerizas, un mozalbete cuyo nombre la Historia relegó al olvido en beneficio de la fama de sus dotes amatorias y de sus envidiables medidas, que sí ha perdurado hasta nuestros días. El mozo aceptaba, y además de buen grado, participar en los lúbricos pasatiempos que el joven aristócrata ideaba y proponía, juegos que Bernadette aborrecía en la misma medida que hubiesen satisfecho a cualquier flagelante de la Edad Media. Louis de Rimbombé se permitió, por tanto, la licencia de dejar de lado a la muchacha quien, a fuerza de tenerlo tanto tiempo delante (y también, por qué no decirlo, encima), se había enamorado de él. La bella e inocente Bernadette se sentía no sólo desplazada sino también ignorada por el futuro marqués, especialmente cuando se enteró de que el criado de la cuadra, a quien comenzaba a odiar con desesperada y lógica sinceridad, había sido ascendido a mayordomo de palacio.

La oportunidad de la enamoradiza Bernadette llegó con la Revolución. El nombre de su amado Louis figuraba escrito con letras de molde en la lista de nobles que iban a ser ajusticiados aquella tarde. Se puso sus mejores galas y, aprovechando el alborozo generalizado y la consecuente confusión que acompañaban cada caída de la gigantesca hoja metálica, subió hasta la tarima y se hizo con el cesto donde descansaba la cabeza de Louis. Acto seguido se dio a la fuga con el macabro trofeo, qué mejor prenda de amor, debajo del brazo. Tomó parte de la persecución un nutrido grupo de revolucionarios, la mayor parte tullidos o borrachos o ambas cosas a la vez, quienes estuvieron a punto de darle alcance cerca de una casa de postas, donde unos mendigos la obligaron a ocultarse detrás de las ruedas de un carro destartalado. El riesgo asumido por la muchacha valió la pena y ésta consiguió finalmente llegar a su casa. Dejó la cabeza sobre la mesa donde cada noche cenaba con su madre. Todavía resollando por la carrera, se sentó para contemplarla. Allí estaba Louis, tan apuesto, tan hermoso... sólo le faltaba hablar. La chica pasó horas y horas, días y días, ante el tumefacto marquesito y la martirial resignación de su madre, que le lanzaba, sin éxito, continuas indirectas para ver si Bernadette se deshacía de él”.

¡Cielos, estaba cada vez más mareado! Definitivamente, tomé en consideración no levantar más los ojos de los folios abarquillados donde se resumía mi trabajo y acabar cuanto antes con aquella farsa de conferencia, pues las palabras cada vez salían con mayor dificultad de mis labios. Si hubiese tenido la lengua menos pastosa... Agradecí, por lo menos, que ninguno de los presentes hubiese interrumpido mi perorata con dudas sobre lo expuesto. En mi lamentable estado, hubiese sido el golpe de gracia. Algo similar a lo que tanto temía me había ocurrido en una conferencia que pronuncié sobre el ajedrez como juego de azar en la sede de la federación catalana. Allí, un jugador inquieto o con afán de protagonismo me había hecho más preguntas que cualquiera de los serafines examinantes el día del Juicio Final, como escribió Saki en uno de sus exquisitos relatos. Para terminar con fluidez mi charla sobre la historia del fútbol, creí conveniente rogarle al bedel que me trajese una segunda botella de ginebra.

“Pasadas un par de semanas, la madre tomó una drástica resolución. La obra de Alexis de Tocqueville que consigna el episodio no aclara si fue el insufrible hedor que emanaba del desdichado Louis, los gusanos que se acercaban cada vez más descarada y peligrosamente a la despensa y que avanzaban alineados formando una disciplinada ringlera, o las moscas que rivalizaban con éstos, lo que en última instancia decidió a la mujer. Con la cobarde audacia del marido que va a por tabaco y no vuelve hasta que las deudas o una prolongada abstinencia sexual lo obligan a ello, tiró aquella cosa apestosa y cortada a cercén por la ventana.

Pocos eran los juguetes con los que podían entretenerse los niños pobres de uno de los barrios más miserables del París de finales del siglo XVIII. Por ello, parece hasta cierto punto lógico el revuelo que se formó entre los chiquillos de la Rue des Fleurs cuando el pequeño Alain apareció una tarde chutando una cosa pestilente y aparentemente esférica. Los niños corrieron de un extremo al otro de la calle persiguiendo y propinándole puntapiés a la testa de Louis, Grande de Francia, hijo del marqués de Rimbombé y futuro heredero del marquesado, pero pronto se dieron cuenta de que el juego no era enteramente satisfactorio puesto que poco a poco la cabeza, a la que dieron en llamar “le ballon”, se les iba desarmando a la misma velocidad a la que rodaba por el barro de la callejuela. Con tal de tener a su hijo distraído y fuera de casa, la madre de Alain confeccionó una bolsa de tela, en la que depositó lo que quedaba de Louis. Según apunta Sánchez Marcos, la bolsa de tela es el evidente precedente de la protección de cuero de los balones actuales. Cada noche uno de los chicos era el responsable de llevarse la hedionda bolsa a su casa, con el encargo de volver con ella al día siguiente a la Rue des Fleurs, donde todos ellos se reunían para jugar a… fútbol.

Como alguno de los muchachos acostumbraba a olvidarse al marquesito en su casa de tanto en tanto, no era extraño que se despidieran de un día para otro con un “n’oubliez pas le ballon (o tête) chez toi”, frase que hizo fortuna y que acabaría dando lugar a expresiones tan populares en diferentes idiomas como nuestro “un día te olvidarás, o te dejarás, la cabeza en casa”, que para el ilustre etimólogo Joan Corominas arranca...”

No recuerdo nada más de aquella conferencia ya que, según me han dicho, retuve al bedel cuando éste se disponía a colocar sobre la mesa una tercera botella (ésta era de tequila y quizás no fuese la tercera sino la cuarta) e intenté bailar con él un tango. Por lo que me contaron, el pobre hombre trató de zafarse de mí pero yo estuve más hábil y conseguí agarrarlo del talle y dimos unas cuantas vueltas con cierto estilo. Los asistentes aplaudieron entusiasmados el jocundo espectáculo, más interesados en nuestras evoluciones sobre el estrado que en las descabelladas conclusiones de mi trabajo, y nos dedicaron una sonora ovación. Ahora estoy en una clínica de rehabilitación y viene hacia mí un murciélago de enormes pabellones auditivos que lleva una cofia blanca con una cruz roja sobre la cabeza... lo sigue una estela de pequineses… y me trae una bandeja llena de… ¿ositos de goma?