domingo, 12 de agosto de 2012
En septiembre... más grimas y más leyendas
Dentro de unas semanas, más historias. Aprovecho este parón para agradeceros a todos las más de diez mil visitas en estos primeros meses de Grimas y leyendas. Gracias, gracias, amigos. Volveremos a reencontrarnos en septiembre...
Foto: Ortzi_84
jueves, 2 de agosto de 2012
El Cementerio de Rosales
Cuando bajó del autobús del Cementerio de Rosales ya era otoño. En la media hora que había durado el revirado trayecto del bus que recorría el interior de la necrópolis, desde su entrada principal hasta la Capilla del Sagrado Corazón, en la parte más alta, la señora María pudo comprobar cómo la relativamente cálida mañana de septiembre se había transformado en un domingo desapacible, incluso podría decirse que algo inquietante por el lugar en donde se hallaba. Durante esa travesía por las entrañas de la ciudad de los muertos, recorrido de panteones de oxidadas verjas entreabiertas con las grúas del puerto como decorado de fondo, de silenciosos senderos y bloques de nichos, de tumbas recientes y gatos perezosos y gaviotas que miraban de modo insolente desde las cruces de piedra, de armazones metálicos de antiguas coronas que convivían con recuerdos en los sepulcros más recientes como fotos de cumpleaños y postales y bufandas del club de fútbol de la ciudad, se había girado un viento de película de horror y el cielo había adquirido una tonalidad plúmbea que invitaba a acabar cuanto antes el acostumbrado tributo a sus muertos y coger el primer autobús que cubriese el camino de vuelta. Solía realizar la visita anual a la tumba de sus padres en septiembre u octubre para evitar el sofocante calor del verano y el gentío que se reunía en el Cementerio de Rosales cada Día de Difuntos. Así podía sentarse en el transporte público y procurarse con relativa facilidad una de las escaleras para alcanzar el nicho, ubicado en el tercer piso de los Columbarios A de la Agrupación 12 de la Plaza de San Agustín, tareas nada fáciles conforme se iba acercando el primero de noviembre.
Se sentó en la parada y buscó en la bolsa el llavín del nicho. No había cambiado nada en la plaza desde la última vez. Se reconocía fácilmente desde el mismo autobús por la aparatosa tumba gitana que la jalonaba: una Virgen de yeso azul celeste de talla humana, rodeada de macizos de rosas artificiales rojas y amarillas, honraba los restos de Antonio y Chiqui desde hacía más de diez años y los Moreno se encargaban de que siempre estuviese perfecta. Algo más arriba, y a la sombra de unos cipreses, otra vieja conocida. La cruz imponente y parcialmente cubierta de musgo del sobrio sepulcro de Raquel Sanjuán, la cupletista y actriz de cine cuya fama trascendió fronteras allá por los años veinte y treinta. La señora María se acercó a curiosear. Alguien había dejado sobre la lápida un ramo de claveles frescos no haría más de una semana. ¿Un admirador nostálgico, un pariente? El tiempo no invitaba a recrearse en tales cavilaciones. Se ajustó un pañuelo al cuello y se levantó el cuello de la chaqueta de punto. Tomó el camino de grava de la derecha y giró por el tercer sendero a la izquierda. Le preguntó a un empleado que cargaba los restos desarmados de un viejo ataúd en su camioneta si le podía acercar una escalera que divisó al final del sendero. Él la miró con desgana y decidió que le costaba más improvisar una excusa coherente que andar unos metros. Volvió en un par de minutos con la pesada escalera metálica. Entretanto, la señora María había sacado de su bolsa el limpiacristales, un par de trapos, un pincel para el polvo, unas flores artificiales de los chinos y un cubito de plástico verde, que llenó de agua en la fuente. Salía helada. Desde allí podía verse tanto el mar, al este, como el palacio de deportes, la torre de telecomunicaciones y el museo nacional de arte, al oeste. Le agradeció el favor al empleado del camposanto quien, al abrir la puerta de su vehículo, le dio a entender, levantando su brazo derecho y sin girarse, que la había escuchado.
Subida a la escalera, abrió la portezuela y pasó un agua por el cristal. Con cuidado porque no ajustaba bien. Escuchó cómo arrancaba y se alejaba la camioneta del operario. Pasó el trapo mojado por la cara interior del vidrio. Le extrañó la ausencia de la señora Teresa. Teresa, su vecina del segundo cuarta contando desde la izquierda del columbario, acudía cada domingo a limpiar el nicho en el que reposaba su marido, oficial jubilado del cuerpo de bomberos. Según le había comentado en cierta ocasión, desde que éste falleciera, sólo había fallado a su cita dominical cuando se rompió la pierna en la primavera del noventa y cuatro. Nunca le había dicho cuándo había tenido lugar su muerte pero por cómo hablaba la anciana tenía que haber sido alrededor de hacía quince años. Consultó su reloj. Las diez y veinte. Posiblemente la señora Teresa habría pensado tomar el autobús de las diez y media y todavía le daría tiempo de saludarla, preguntarle cómo le iba, hablar del verano que estaba a punto de terminar, de sus dolencias, de sus nietos. Roció con el limpiacristales la cara exterior de la puerta de vidrio y pasó el trapo. Repitió el proceso por la cara interna y bajó para cambiar el agua. Pudo distinguir un cortejo fúnebre camino de la Agrupación 5. Cepilló bien la superficie de mármol negro en la cual se leía en letras incisas los apellidos de la familia. Pasó el trapo mojado y luego uno seco y comprobó con inquietud que el mármol bailaba. Avisaría a los responsables de pompas fúnebres para que alguien le echase un vistazo y afianzase la placa con algo de cemento. Remojó los dos jarritos de cristal que custodiaban el nicho, los secó a continuación y cambió las flores de plástico blanco que había dejado el año pasado por otras de color amarillo. Cerró la puerta y bajó de la escalera.
Después de guardarlo todo en la bolsa, echó un vistazo a la obra concluida, ritual que acostumbraba a llevar a cabo antes de irse. Se frotó las manos, las tenía frías. Como ella decía, el nicho había quedado curioso. Era muy consciente de que no estaba haciendo nada por sus padres pero ella se quedaba más tranquila. También tenía la profunda convicción de que sus hijos no harían nada parecido ni por ella ni por los abuelos. El primer año a lo sumo. Luego lo dejarían estar. Pero ese convencimiento no constituía una razón de peso para no seguir haciendo lo que ella consideraba lo más apropiado: rendir un modesto homenaje a los parientes desaparecidos, proclamar a quienes pasasen por el Columbario A de la Agrupación 12 de la Plaza de San Agustín (los empleados del cementerio, las dolientes peregrinaciones de deudos, los gatos) que don Leopoldo Dolz y doña Filomena Carvajal de Dolz continuaban teniendo a alguien que se seguía preocupando de ellos porque no había nada en este mundo (ni en el otro) más triste que una tumba olvidada. Siempre dijo que los muertos merecían respeto, todos sin excepción, incluso aquellos que no habían sabido ganárselo en vida. Al pie de la escalera se olvidó por un instante del fresco que comenzaba a calársele en los huesos y se detuvo un momento en la contemplación de la placa de los Martínez Iniesta (cada año reparaba en ella al coincidir sus apellidos con los de su cuñada), del Riposa in pace de los italianos, del nicho de la familia Morte Degollada (desde siempre le había llamado la atención esa paradójica unión de familias) o del de los Kryzanovski, tan bien cuidado, de esas desoladoras sepulturas anónimas y de las cerradas con cemento y señalizadas con pintura negra por los operarios municipales, depositado el cadáver, Manuel Palomo Valiente, 10-12-1973 o propiedad funeraria de la familia Cortés Alvarado. Nada hay más desolador que un muerto abandonado por los suyos, se decía una y otra vez, que uno de esos avisos de desahucio pegados en los nichos impagados: Sepultura no actualizada según artículo 66 de la Ordenanza de Cementerios, plazo de actualización desde el 1 de septiembre hasta el 30 de noviembre. Nada, nada había más desolador.
La señora Teresa estaba en el otro extremo. Su devoción por el esposo ausente, sus constantes visitas al hombre con quien había compartido más de media vida contrastaba con los cristales rotos y empañados, con los ramos dejados hacía décadas en aquellas sepulturas del desarraigo. La inspección rutinaria de despedida del cementerio la llevó al segundo cuarta de su vecina Teresa, al segundo cuarta contando desde la izquierda. De pronto, sintió como si toda la sangre le subiese a la cabeza y notó cómo la vista se le nublaba tras un estremecimiento de aprensión. Creyó desmayarse y echó mano instintivamente a la escalera a punto de perder el equilibrio. Un nudo en la garganta ahogó su grito de dolor. Allí estaba Teresa, la fiel custodia del segundo cuarta, sonriéndole. La suya era una sonrisa amable, acogedora. Su pelo volvía a ser caoba, como cuando la había conocido, aunque ahora lo llevaba suelto. No recordaba haberla visto nunca tan joven. Pero no cabía duda de que era ella, con uno de sus jerseys de punto de cuello alto, la medalla de la Virgen de los Dolores y sus ojos grises, tan vivaces, mirando un punto indefinido, allá, al frente. Era ella, esmaltada en el frío óvalo, junto al retrato de su marido, con su uniforme, decolorado por el sol y la lluvia. Teresa, Teresa…
Se giró un viento helado. Tenía el tiempo justo para coger el autobús de regreso. Bajó con la cabeza gacha el camino de grava, las manos hundidas en los bolsillos y paso vivo. Teresa, Teresa… hasta el año que viene, Teresa…
Se sentó en la parada y buscó en la bolsa el llavín del nicho. No había cambiado nada en la plaza desde la última vez. Se reconocía fácilmente desde el mismo autobús por la aparatosa tumba gitana que la jalonaba: una Virgen de yeso azul celeste de talla humana, rodeada de macizos de rosas artificiales rojas y amarillas, honraba los restos de Antonio y Chiqui desde hacía más de diez años y los Moreno se encargaban de que siempre estuviese perfecta. Algo más arriba, y a la sombra de unos cipreses, otra vieja conocida. La cruz imponente y parcialmente cubierta de musgo del sobrio sepulcro de Raquel Sanjuán, la cupletista y actriz de cine cuya fama trascendió fronteras allá por los años veinte y treinta. La señora María se acercó a curiosear. Alguien había dejado sobre la lápida un ramo de claveles frescos no haría más de una semana. ¿Un admirador nostálgico, un pariente? El tiempo no invitaba a recrearse en tales cavilaciones. Se ajustó un pañuelo al cuello y se levantó el cuello de la chaqueta de punto. Tomó el camino de grava de la derecha y giró por el tercer sendero a la izquierda. Le preguntó a un empleado que cargaba los restos desarmados de un viejo ataúd en su camioneta si le podía acercar una escalera que divisó al final del sendero. Él la miró con desgana y decidió que le costaba más improvisar una excusa coherente que andar unos metros. Volvió en un par de minutos con la pesada escalera metálica. Entretanto, la señora María había sacado de su bolsa el limpiacristales, un par de trapos, un pincel para el polvo, unas flores artificiales de los chinos y un cubito de plástico verde, que llenó de agua en la fuente. Salía helada. Desde allí podía verse tanto el mar, al este, como el palacio de deportes, la torre de telecomunicaciones y el museo nacional de arte, al oeste. Le agradeció el favor al empleado del camposanto quien, al abrir la puerta de su vehículo, le dio a entender, levantando su brazo derecho y sin girarse, que la había escuchado.
Subida a la escalera, abrió la portezuela y pasó un agua por el cristal. Con cuidado porque no ajustaba bien. Escuchó cómo arrancaba y se alejaba la camioneta del operario. Pasó el trapo mojado por la cara interior del vidrio. Le extrañó la ausencia de la señora Teresa. Teresa, su vecina del segundo cuarta contando desde la izquierda del columbario, acudía cada domingo a limpiar el nicho en el que reposaba su marido, oficial jubilado del cuerpo de bomberos. Según le había comentado en cierta ocasión, desde que éste falleciera, sólo había fallado a su cita dominical cuando se rompió la pierna en la primavera del noventa y cuatro. Nunca le había dicho cuándo había tenido lugar su muerte pero por cómo hablaba la anciana tenía que haber sido alrededor de hacía quince años. Consultó su reloj. Las diez y veinte. Posiblemente la señora Teresa habría pensado tomar el autobús de las diez y media y todavía le daría tiempo de saludarla, preguntarle cómo le iba, hablar del verano que estaba a punto de terminar, de sus dolencias, de sus nietos. Roció con el limpiacristales la cara exterior de la puerta de vidrio y pasó el trapo. Repitió el proceso por la cara interna y bajó para cambiar el agua. Pudo distinguir un cortejo fúnebre camino de la Agrupación 5. Cepilló bien la superficie de mármol negro en la cual se leía en letras incisas los apellidos de la familia. Pasó el trapo mojado y luego uno seco y comprobó con inquietud que el mármol bailaba. Avisaría a los responsables de pompas fúnebres para que alguien le echase un vistazo y afianzase la placa con algo de cemento. Remojó los dos jarritos de cristal que custodiaban el nicho, los secó a continuación y cambió las flores de plástico blanco que había dejado el año pasado por otras de color amarillo. Cerró la puerta y bajó de la escalera.
Después de guardarlo todo en la bolsa, echó un vistazo a la obra concluida, ritual que acostumbraba a llevar a cabo antes de irse. Se frotó las manos, las tenía frías. Como ella decía, el nicho había quedado curioso. Era muy consciente de que no estaba haciendo nada por sus padres pero ella se quedaba más tranquila. También tenía la profunda convicción de que sus hijos no harían nada parecido ni por ella ni por los abuelos. El primer año a lo sumo. Luego lo dejarían estar. Pero ese convencimiento no constituía una razón de peso para no seguir haciendo lo que ella consideraba lo más apropiado: rendir un modesto homenaje a los parientes desaparecidos, proclamar a quienes pasasen por el Columbario A de la Agrupación 12 de la Plaza de San Agustín (los empleados del cementerio, las dolientes peregrinaciones de deudos, los gatos) que don Leopoldo Dolz y doña Filomena Carvajal de Dolz continuaban teniendo a alguien que se seguía preocupando de ellos porque no había nada en este mundo (ni en el otro) más triste que una tumba olvidada. Siempre dijo que los muertos merecían respeto, todos sin excepción, incluso aquellos que no habían sabido ganárselo en vida. Al pie de la escalera se olvidó por un instante del fresco que comenzaba a calársele en los huesos y se detuvo un momento en la contemplación de la placa de los Martínez Iniesta (cada año reparaba en ella al coincidir sus apellidos con los de su cuñada), del Riposa in pace de los italianos, del nicho de la familia Morte Degollada (desde siempre le había llamado la atención esa paradójica unión de familias) o del de los Kryzanovski, tan bien cuidado, de esas desoladoras sepulturas anónimas y de las cerradas con cemento y señalizadas con pintura negra por los operarios municipales, depositado el cadáver, Manuel Palomo Valiente, 10-12-1973 o propiedad funeraria de la familia Cortés Alvarado. Nada hay más desolador que un muerto abandonado por los suyos, se decía una y otra vez, que uno de esos avisos de desahucio pegados en los nichos impagados: Sepultura no actualizada según artículo 66 de la Ordenanza de Cementerios, plazo de actualización desde el 1 de septiembre hasta el 30 de noviembre. Nada, nada había más desolador.
La señora Teresa estaba en el otro extremo. Su devoción por el esposo ausente, sus constantes visitas al hombre con quien había compartido más de media vida contrastaba con los cristales rotos y empañados, con los ramos dejados hacía décadas en aquellas sepulturas del desarraigo. La inspección rutinaria de despedida del cementerio la llevó al segundo cuarta de su vecina Teresa, al segundo cuarta contando desde la izquierda. De pronto, sintió como si toda la sangre le subiese a la cabeza y notó cómo la vista se le nublaba tras un estremecimiento de aprensión. Creyó desmayarse y echó mano instintivamente a la escalera a punto de perder el equilibrio. Un nudo en la garganta ahogó su grito de dolor. Allí estaba Teresa, la fiel custodia del segundo cuarta, sonriéndole. La suya era una sonrisa amable, acogedora. Su pelo volvía a ser caoba, como cuando la había conocido, aunque ahora lo llevaba suelto. No recordaba haberla visto nunca tan joven. Pero no cabía duda de que era ella, con uno de sus jerseys de punto de cuello alto, la medalla de la Virgen de los Dolores y sus ojos grises, tan vivaces, mirando un punto indefinido, allá, al frente. Era ella, esmaltada en el frío óvalo, junto al retrato de su marido, con su uniforme, decolorado por el sol y la lluvia. Teresa, Teresa…
Se giró un viento helado. Tenía el tiempo justo para coger el autobús de regreso. Bajó con la cabeza gacha el camino de grava, las manos hundidas en los bolsillos y paso vivo. Teresa, Teresa… hasta el año que viene, Teresa…
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