El escorpión contempla la curiosa escena desde lo alto de la duna. Si el siroco no hubiera borrado las huellas de los dos hombres que acaban de tropezar en mitad del desierto, serían visibles dos líneas rectas kilométricas que se han encontrado en un punto, indeterminado y casual, del infinito océano de arena.
Da un paso a la derecha uno para continuar su travesía y el otro, en un acto reflejo, se aparta a su izquierda para dejarlo pasar. Gruñe el primero, contrariado. El segundo intenta disculparse pero no consigue articular ningún sonido que salga de sus labios agrietados. Da otro paso a la derecha ése para evitarlo y otro a la izquierda aquél. Vuelven a encontrarse. Se miran, ahora provocadores, con los párpados entornados, intentando desafiarse. Apenas mantienen el equilibrio. Uno trata de decir aparta, ¿es que no te enseñaron urbanidad en la escuela?; quítate tú que yo voy por mi derecha, es lo que quiere responder el de delante. Prueban a evitarse por tercera vez con tan mala fortuna que chocan de nuevo.
Se aguantan la mirada borrosa durante minutos. Bailan las figuras humanas que tienen ante sus ojos. Notan cómo los pies desnudos se les hunden en la arena, cómo ésta se filtra entre los dedos heridos. El viento abrasador les golpea el rostro y agita sus andrajos. Los párpados quemados y el sol inclemente los obligan a bajar la vista. Primero, al que venía del sur y, luego, al que bajaba desde el norte. Descubren las llagas de sus piernas y ven sus pies enrojecidos. Los propios y los ajenos, separados tan sólo por unos pocos centímetros. Y, en medio, dudando entre ambos, el escorpión que no sabe por quién empezar.