jueves, 21 de marzo de 2013
El futuro nos pertenece
¿Un hijo militar y otro cura? No, hombre, eso es cosa del pasado. Yo a uno le he inculcado ideas progresistas, le hablo continuamente de la justicia social, comento con él las noticias culturales que leo en la prensa. Al segundo lo adoctrino en los valores más conservadores y sostengo con él largas charlas sobre la propiedad privada y los pilares de la moralidad sobre los que se fundamenta la familia tradicional. Deseo que uno, por ejemplo el mayor, entre en los populares y que el otro, el pequeño, se afilie a los socialistas. Y que uno, el que sea, estudie para abogado y que su hermano sea contable. No quiero que, en nuestra vejez, ni a mi mujer ni a mí nos haya de faltar de nada.
Más microrrelatos indignados de esta misma convocatoria en La colina naranja.
miércoles, 20 de marzo de 2013
Lucha de titanes
Reunión de amiguetes en Bàsic. Mañana. Un OK Corral literario en el que correrán ríos de tinta y sangre. Avisados estáis.
miércoles, 13 de marzo de 2013
Gol
Tras anotar el tanto que adelantaba al equipo, al poco de iniciarse la segunda parte, corrió en dirección a la banda dibujando en el aire un vientre abultado y chupándose, a continuación, el dedo pulgar como un rorro. Completó el tramo que le faltaba hasta el córner haciendo unos volatines que habrían hecho palidecer de la envidia al campeón olímpico de suelo. Ya en el banderín del saque de esquina, levantó los puños hacia la afición, que coreaba su apodo, para, acto seguido, darse la vuelta y señalar, por encima de los hombros, su nombre y su dorsal con ambos pulgares. Un defensa hizo como que le limpiaba las botas y él, exultante, disparó al cielo balas invisibles con sus índices extendidos y meció entre sus brazos a un bebé también ilusorio. Tras el abrazo de sus compañeros, se dirigió al objetivo de una de las cámaras de la televisión y dibujó un corazón con las manos. Se quitó la camiseta y mostró a los telespectadores su particular mensaje de ánimo dedicado a un extremo gravemente lesionado, un texto breve que había escrito en mayúsculas en su prenda interior con un rotulador rojo. Luego volvió a dirigirse a los hinchas del graderío y besó una alianza imaginaria en su dedo anular y, después, hizo lo propio en la zona interna de la muñeca, que se llevó a la frente. Dio un pase torero con la mano en la cintura, un natural, y ahuecó sus manos detrás de la coronilla como si fuesen las alargadas orejas de un conejo. Más tarde simuló una danza africana agarrado al banderín, se tapó el ojo izquierdo con la palma de la mano y gateó un ratito como un bebé. Antes de levantarse, clavó la rodilla derecha en el suelo e imitó con cierto estilo la posición del arquero que tensa su arma. Para cuando se dio cuenta de que el público había abandonado sus localidades, ya estaban apagando los focos. Lógicamente, sobre el césped ya no había nadie más que él. Supuso que lo habrían sustituido tras la consecución del gol.
miércoles, 6 de marzo de 2013
Bronstein-Tal, 2011
- El tipo le recriminó algo nada más subir, discutieron, se insultaron y el autobusero le propinó un cabezazo. Todo venía de que, por lo visto, había detenido el bus unos metros más allá de la parada. Total, que entonces cogió el móvil y llamó a la policía. El muy cafre le había abierto una brecha en la frente. Y el conductor nos hizo bajar a todos y se fue a la cochera. ¿Qué te parece? Claro que la gente no se cruzó de brazos, en otro tiempo puede, pero después de lo de Egipto, ni hablar. Querían ponerle una denuncia colectiva… –contaba, prolijo y rememorativo, agitando mucho las manos como si de veras estuviese reviviendo el momento.
- ¡Chist! –lo interrumpió el otro llevándose el dedo a los labios, visiblemente cansado de la cháchara del compañero–. No es momento, ¿no crees?
- ¿Tienes un cigarrillo? –inquirió el primero con acento vinoso.
- ¡Oh, por el amor de Dios, cállate de una vez! –hubo de reprenderlo de nuevo.
Tras unos minutos de tenso silencio, el más alto reunió valor suficiente para dar por finalizada la espera y asomarse con cautela a la ventana. Invitó al colega a que hiciese lo propio dándole un leve puntapié. Seguía agazapado con la espalda apoyada en la pared del cobertizo, ensimismado en la contemplación de la desierta esquina iluminada por la farola. Tenía el pulso acelerado.
- ¿Qué hay ahí dentro? –preguntó, de pronto, el del suelo.
- Puedes comprobarlo por ti mismo –le contestó el más alto, que también era el más judío, de los dos.
- ¿Es que no puedes decírmelo? –protestó aquél, contrariado. Ambos hablaban bajito.
- Si te lo cuento, no me crees –razonó el más alto y judío, a quien, como fácilmente puede deducirse, no le gustaba demasiado hablar.
Se puso en cuclillas el otro, con sigilo, imitando la postura en la que permanecía su compañero, se agarró al marco de la ventana y, subiendo poquito a poco, acercó lentamente los ojos al cristal. Una bombilla sucia que colgaba del techo de un cable medio pelado alumbraba la partida que dos ajedrecistas estaban jugando en un tablero dispuesto sobre una mesa vieja y baja, sentados en dos banquetas de las de ordeñar cabras. Sombras aquí y allá confirmaban la presencia de espectadores que seguían, de pie, el juego. El que conducía las blancas adelantó un peón. Era gordo y calvo como una rana y llevaba unas gruesas gafas de montura negra.
- Chico, ¿no es ése Bronstein? –quiso saber el más alto de los dos, señalando con el dedo al que acababa de mover. El ajedrecista vestía un raído traje oscuro con la hombrera izquierda desgarrada y a la vista y llevaba la corbata granate muy mal anudada.
- Pues no sé qué decirte, desde aquí, la verdad. No pondría la mano en el fuego –eludió la respuesta el más cegato de los dos.
- Pues te digo yo que tiene que ser David Bronstein –insistió entonces el más tenaz de los dos.
- No te digo ni que sí ni que no pero, ahora soy yo quien se la juega, para mí que el otro es Mijail Tal –aportó un nuevo elemento a la conversación el más arrojado de los dos.
- Pues yo dudo de que lo sea porque se acaba de dejar un caballo, ¿lo ves? ¿Se colgaría un caballo, así como así, Tal? –lo contradijo el que mejor sabía jugar a ajedrez de los dos, quien, por cierto, debido a la poca luz que había en la calle ya no sabía muy bien si era él mismo el más alto y judío de los dos o lo era el otro, llegando al extremo de confundirse y de pisarse ambos en los turnos de palabra durante la breve charla que estaban sosteniendo.
Tal, o quien tanto se le parecía, levantó la vista del tablero a la espera de que su rival capturase el caballo recién colocado en una casilla negra. Esa sensación, al menos, daba. La potente bombilla permitió a los observadores que seguían la partida desde la calle ver cómo fijaba uno de sus ojos en el adversario mientras el otro miraba hacia Zamora. El parecido con el legendario campeón mundial se les antojó asombroso. Una mosca inoportuna se posó en la alborotada pelambrera blanca que le cubría el colodrillo, paseó curiosa por el cráneo también pelado del segundo ajedrecista y voló hasta una de las mangas del andrajoso traje, como de ropavejero si no peor, del jugador de negras. Bronstein, o el sosia de Bronstein, enrocó como si no se hubiese dado cuenta del fatal error del oponente. Mijail Tal respondió inmediatamente y, en lugar de retirar el caballo amenazado, ocupó la columna semiabierta con una de las torres. Bronstein apenas tardó unos segundos más en realizar su siguiente movimiento: tampoco capturó ese caballo, que parecía blindado o inmortal por algún capricho del Destino, y fue más allá, dejó su dama a tiro de la torre recién desplazada por Tal. La rapidez de las respuestas contrastaba con la perezosa ejecución de las mismas, lentas, graves, hipnóticas. Quizás para demostrar su lógico descontento con el juego exhibido por los dos campeones, quienes, a estas alturas, habían dejado claro que sus jugadas se regían más por impulsos mecánicos, autómatas, que por una profunda reflexión de las posibilidades ofrecidas por la posición, algunas de las sombras empezaron a moverse torpemente arriba y abajo, desorientadas, como si hubiesen perdido el interés en la contienda.
El atolondrado desplazamiento de los presentes fue interpretado por el más impaciente de los dos que esperaban afuera, fuese quien fuese, como la señal esperada para entrar en acción. Con paso decidido rodeó el edificio, seguido de su compañero, se plantó delante de la puertucha de tablas y la derribó de una fuerte patada. El estrépito de ésta al caer sorprendió a Bronstein en pleno movimiento. Se quedó unos segundos con el brazo en alto, suspendido paralelo al tablero, sosteniendo en la mano derecha la dama blanca. Los espectadores se giraron en dirección a las dos siluetas que la luz de la farola perfilaba en el umbral. Uno, clavadito a Tigran Petrosian, abrió mucho la boca, sorprendido, y, apuntándolos desmayadamente con el índice, dijo algo así como “eh”, vocal que prolongó durante un buen rato. Los otros avanzaron hacia los dos intrusos arrastrando los zapatos por el suelo de tierra y paja. A Bronstein, de repente, se le desprendió el brazo, que cayó en el tablero, lo que provocó el derrumbe de unas cuantas piezas y la ruina de la posición. A Tal le chorreó una espesa baba verde oliva barbilla abajo cuando quiso afearle el gesto a su contrincante. Una papilla, por lo demás, bastante pestilente.
- ¡Recuerda, a la cabeza! –gritó el más alto de la pareja recién llegada antes de abrir fuego con su fusil de asalto contra los dos ajedrecistas.
- ¡Malditos zombies hijos de puta! –lo secundó el otro quien, a continuación, profirió un alarido escalofriante salido de lo más profundo de sus entrañas. Visualice aquí el lector los casquillos volando a cámara lenta, como en una de esas escenas de marines descontrolados con un pañuelo anudado a la frente, aullando mientras disparan al enemigo en la selva, y se hará una idea del desarrollo posterior del tiroteo contra el tambaleante grupo de muertos vivientes, quienes pasaron, de una vez por todas, a la definitiva Eternidad por vía de apremio.
David Bronstein intentaba con su único brazo incorporarse, ayudándose del taburete en el que había estado sentado hasta la violenta irrupción de los dos asaltantes. Gruñía. Un bulto también se movía mínimamente entre los otros cuerpos caídos. El más alto se adentró en el cobertizo para rematarlos.
- ¡Chist! –lo interrumpió el otro llevándose el dedo a los labios, visiblemente cansado de la cháchara del compañero–. No es momento, ¿no crees?
- ¿Tienes un cigarrillo? –inquirió el primero con acento vinoso.
- ¡Oh, por el amor de Dios, cállate de una vez! –hubo de reprenderlo de nuevo.
Tras unos minutos de tenso silencio, el más alto reunió valor suficiente para dar por finalizada la espera y asomarse con cautela a la ventana. Invitó al colega a que hiciese lo propio dándole un leve puntapié. Seguía agazapado con la espalda apoyada en la pared del cobertizo, ensimismado en la contemplación de la desierta esquina iluminada por la farola. Tenía el pulso acelerado.
- ¿Qué hay ahí dentro? –preguntó, de pronto, el del suelo.
- Puedes comprobarlo por ti mismo –le contestó el más alto, que también era el más judío, de los dos.
- ¿Es que no puedes decírmelo? –protestó aquél, contrariado. Ambos hablaban bajito.
- Si te lo cuento, no me crees –razonó el más alto y judío, a quien, como fácilmente puede deducirse, no le gustaba demasiado hablar.
Se puso en cuclillas el otro, con sigilo, imitando la postura en la que permanecía su compañero, se agarró al marco de la ventana y, subiendo poquito a poco, acercó lentamente los ojos al cristal. Una bombilla sucia que colgaba del techo de un cable medio pelado alumbraba la partida que dos ajedrecistas estaban jugando en un tablero dispuesto sobre una mesa vieja y baja, sentados en dos banquetas de las de ordeñar cabras. Sombras aquí y allá confirmaban la presencia de espectadores que seguían, de pie, el juego. El que conducía las blancas adelantó un peón. Era gordo y calvo como una rana y llevaba unas gruesas gafas de montura negra.
- Chico, ¿no es ése Bronstein? –quiso saber el más alto de los dos, señalando con el dedo al que acababa de mover. El ajedrecista vestía un raído traje oscuro con la hombrera izquierda desgarrada y a la vista y llevaba la corbata granate muy mal anudada.
- Pues no sé qué decirte, desde aquí, la verdad. No pondría la mano en el fuego –eludió la respuesta el más cegato de los dos.
- Pues te digo yo que tiene que ser David Bronstein –insistió entonces el más tenaz de los dos.
- No te digo ni que sí ni que no pero, ahora soy yo quien se la juega, para mí que el otro es Mijail Tal –aportó un nuevo elemento a la conversación el más arrojado de los dos.
- Pues yo dudo de que lo sea porque se acaba de dejar un caballo, ¿lo ves? ¿Se colgaría un caballo, así como así, Tal? –lo contradijo el que mejor sabía jugar a ajedrez de los dos, quien, por cierto, debido a la poca luz que había en la calle ya no sabía muy bien si era él mismo el más alto y judío de los dos o lo era el otro, llegando al extremo de confundirse y de pisarse ambos en los turnos de palabra durante la breve charla que estaban sosteniendo.
Tal, o quien tanto se le parecía, levantó la vista del tablero a la espera de que su rival capturase el caballo recién colocado en una casilla negra. Esa sensación, al menos, daba. La potente bombilla permitió a los observadores que seguían la partida desde la calle ver cómo fijaba uno de sus ojos en el adversario mientras el otro miraba hacia Zamora. El parecido con el legendario campeón mundial se les antojó asombroso. Una mosca inoportuna se posó en la alborotada pelambrera blanca que le cubría el colodrillo, paseó curiosa por el cráneo también pelado del segundo ajedrecista y voló hasta una de las mangas del andrajoso traje, como de ropavejero si no peor, del jugador de negras. Bronstein, o el sosia de Bronstein, enrocó como si no se hubiese dado cuenta del fatal error del oponente. Mijail Tal respondió inmediatamente y, en lugar de retirar el caballo amenazado, ocupó la columna semiabierta con una de las torres. Bronstein apenas tardó unos segundos más en realizar su siguiente movimiento: tampoco capturó ese caballo, que parecía blindado o inmortal por algún capricho del Destino, y fue más allá, dejó su dama a tiro de la torre recién desplazada por Tal. La rapidez de las respuestas contrastaba con la perezosa ejecución de las mismas, lentas, graves, hipnóticas. Quizás para demostrar su lógico descontento con el juego exhibido por los dos campeones, quienes, a estas alturas, habían dejado claro que sus jugadas se regían más por impulsos mecánicos, autómatas, que por una profunda reflexión de las posibilidades ofrecidas por la posición, algunas de las sombras empezaron a moverse torpemente arriba y abajo, desorientadas, como si hubiesen perdido el interés en la contienda.
El atolondrado desplazamiento de los presentes fue interpretado por el más impaciente de los dos que esperaban afuera, fuese quien fuese, como la señal esperada para entrar en acción. Con paso decidido rodeó el edificio, seguido de su compañero, se plantó delante de la puertucha de tablas y la derribó de una fuerte patada. El estrépito de ésta al caer sorprendió a Bronstein en pleno movimiento. Se quedó unos segundos con el brazo en alto, suspendido paralelo al tablero, sosteniendo en la mano derecha la dama blanca. Los espectadores se giraron en dirección a las dos siluetas que la luz de la farola perfilaba en el umbral. Uno, clavadito a Tigran Petrosian, abrió mucho la boca, sorprendido, y, apuntándolos desmayadamente con el índice, dijo algo así como “eh”, vocal que prolongó durante un buen rato. Los otros avanzaron hacia los dos intrusos arrastrando los zapatos por el suelo de tierra y paja. A Bronstein, de repente, se le desprendió el brazo, que cayó en el tablero, lo que provocó el derrumbe de unas cuantas piezas y la ruina de la posición. A Tal le chorreó una espesa baba verde oliva barbilla abajo cuando quiso afearle el gesto a su contrincante. Una papilla, por lo demás, bastante pestilente.
- ¡Recuerda, a la cabeza! –gritó el más alto de la pareja recién llegada antes de abrir fuego con su fusil de asalto contra los dos ajedrecistas.
- ¡Malditos zombies hijos de puta! –lo secundó el otro quien, a continuación, profirió un alarido escalofriante salido de lo más profundo de sus entrañas. Visualice aquí el lector los casquillos volando a cámara lenta, como en una de esas escenas de marines descontrolados con un pañuelo anudado a la frente, aullando mientras disparan al enemigo en la selva, y se hará una idea del desarrollo posterior del tiroteo contra el tambaleante grupo de muertos vivientes, quienes pasaron, de una vez por todas, a la definitiva Eternidad por vía de apremio.
David Bronstein intentaba con su único brazo incorporarse, ayudándose del taburete en el que había estado sentado hasta la violenta irrupción de los dos asaltantes. Gruñía. Un bulto también se movía mínimamente entre los otros cuerpos caídos. El más alto se adentró en el cobertizo para rematarlos.
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