jueves, 28 de junio de 2012

1929

Samuel F. Woodbridge IV se recostó y encendió un puro. El cuero de la butaca crujió levemente. Durante toda la semana había estado analizando el estado económico de su empresa y sus compañías filiales. Aquella mañana se había reunido con su abogado para despachar una serie de cuestiones relacionadas con el crack financiero. La venta no era una solución factible, ya que había millones de acciones a la baja de diferentes sectores industriales a la espera de comprador. Los bancos también vendían y la escasez de líquido definía la economía nacional a finales de 1929. Cuando el abogado abandonó el despacho, Samuel F. Woodbridge IV, uno de los principales magnates de la siderurgia estadounidense, echó un último vistazo a los informes que tenía sobre su mesa. La crisis bursátil, la caída de los títulos, la presión de los accionistas y los bancos, el estado de sus cuentas, el presupuesto de la empresa que había creado su abuelo, todo confirmaba un panorama desolador para el negocio del metal. La industria norteamericana pagaba así un alto precio por la producción incontrolada de los años anteriores. Samuel F. Woodbridge II había sabido sortear la crisis de 1873 poco después de la fundación de la empresa, cuando estableció su sede en Nueva York. Ahora, el patriarca observaba ceñudo a su nieto desde el retrato que presidía el despacho. La situación era crítica. Incluso Ford y Rockefeller se verían en dificultades.

Julio Macetas levantó el cuello de su chaqueta y se caló la gorra antes de salir del comercio. Apretó con fuerza el paquete envuelto en papel de periódico y abrió la puerta. La campanilla del establecimiento le despidió al salir a la calle. Hacía mucho frío. Se avecinaba un invierno difícil para un muchacho negro que había llegado al país hacía poco más de ocho meses. Pronto llegaría el gélido invierno neoyorquino. Un minuto después de haber comprado el ajedrez que le había prometido a Viktor ya se arrepentía de no haber invertido sus primeros ahorros en la compra de un abrigo. Su sueldo en la construcción daba para poco más que la comida y el alquiler de una maloliente habitación en un destartalado edificio de la peor zona de la ciudad. Sin embargo, prefería aquella precariedad a continuar malviviendo de la caña de azúcar en Cuba, un país agitado por la represión de Machado, el presidente que iba a forzar su reelección poco después.

Sacó el reloj de oro del bolsillo de su chaleco y vio que todavía no era mediodía. Avisó a su secretaria de que no quería que nadie le molestase en la siguiente media hora. Apartó los dossieres económicos y abrió el periódico por la página de los pasatiempos encima de la carpeta de cuero verde que tenía sobre la mesa. Necesitaba tomarse un respiro y la resolución del problema de ajedrez del diario se le antojó el remedio ideal. Desde que se hizo cargo de la empresa, hacía once años, tenía la costumbre de estudiar las posiciones que publicaba el periódico fumando un habano en su despacho. El problema correspondía a la partida entre Capablanca y Spielmann, jugada precisamente en el torneo de Nueva York dos años antes. Recordaba haber visto la partida anteriormente, pero no la secuencia exacta del desenlace. Ganaban las blancas. Intentó concentrarse en el problema, analizando las diferentes posibilidades de los dos bandos, pero no conseguía abstraerse de la desesperada situación del negocio familiar. Así, una parte de sus pensamientos giraba alrededor de la serenidad y la perfección modélica de las jugadas del ajedrecista cubano, mientras la otra buscaba una solución al nulo valor de las acciones de Woodbridge Steel. Una entrega de alfil, los peones, la dama indefensa, se confundían en su mente con los títulos, las obligaciones, las deudas. El peón de torre capturaba el peón negro, si la dama tomaba el alfil, el alfil de casillas blancas comía el peón central amenazando la torre, la torre negra se desplazaba a la columna de caballo y el blanco tomaba el peón de torre, logrando un peón pasado en sexta que decidía la partida. Había pasado un cuarto de hora.

Avanzó con paso ágil, quería coger el tranvía de regreso lo antes posible. Oía el ruido de las piezas al golpearse entre sí en el interior de la caja. Sus ahorros sólo habían alcanzado para comprar aquellas sencillas piezas de madera y tuvo que dejar el tablero en la tienda, a la espera de mejor ocasión. Tenía prisa por ver la cara que iba a poner su amigo Viktor cuando sustituyesen las rudimentarias piezas hechas con el barro del callejón trasero por las recién adquiridas. Su vecino e improvisado profesor de inglés, Viktor Dulfan, la primera persona que le acogió con los brazos abiertos en un país completamente desconocido para él, era un sastre ucraniano que había abandonado su tierra junto a su mujer hacía años, huyendo de los bolcheviques. Desde que Julio Macetas se instaló en el edificio tomaron la costumbre de compartir sus pitillos jugando al ajedrez todas las tardes hasta la hora de la cena. Lo hacían en su cuarto porque el del sastre carecía de ventana y de este modo ahorraban electricidad. A veces tenían que apartar la ropa tendida de la señora Claudia para aprovechar los últimos rayos de sol. Pasaban muy buenos ratos y disputaban largas partidas con aquellas miserables piezas. Por eso le prometió que con sus primeros ahorros compraría un ajedrez nuevo, de madera, como los que se utilizaban en los campeonatos oficiales, como aquellos con los que competía el ídolo nacional cubano, el campeón mundial José Raúl Capablanca. Viktor, entre burlas, no le quiso creer. Además, Julio Macetas tenía algo que celebrar.

Como tenía por costumbre, anotó la secuencia de jugadas en una cuartilla, satisfecho. Antes lo hacía en el margen no impreso del periódico, pero cada vez se utilizaba papel de peor calidad y el escrito resultaba ilegible. Guardó su elegante estilográfica en el cajón superior del escritorio. Samuel F. Woodbridge IV se levantó y descolgó la americana del perchero. Lanzó el puro al fuego de la chimenea y volvió sobre sus pasos. Se acercó al ventanal que se abría tras la mesa, sentía la necesidad de mirar la gran avenida, sede de tantas empresas que se habían visto fatalmente afectadas por la crisis económica. Parecía el orgulloso monarca blanco de Capablanca pasando revista. La calle estaba inusualmente tranquila, apenas se veían coches. Los escasos transeúntes embozaban sus rostros levantando el cuello de sus abrigos y caminaban con rapidez. No recordaba un mes de noviembre tan frío como aquél.  

El señor Parker le había prometido un buen trabajo en la ferretería. No iba a estar muy bien pagado, pero siempre sería mejor que la construcción. En cuanto llegase Viktor de la tienda, le haría partícipe de la buena noticia y le mostraría el ajedrez de madera. Se sentía muy feliz. Caminaba por la avenida con paso decidido, sonriéndole al mundo, saltando contento de losa en losa, sintiéndose un jovial rey negro que se desplaza por un tablero gigante. Saludó alegremente con la mano al chico que vendía periódicos en la acera de enfrente, que le correspondió sorprendido. Dentro de poco podría comenzar a ahorrar dinero de verdad. Quería reunir los dólares suficientes para pagarle el pasaje a Sara, su negrita, la mujer a la que tanto añoraba. A pesar de la compleja crisis que parecía sacudir el país, empezaría una nueva vida para ellos. Julio Macetas no concebía que aquella situación fuese a durar demasiado, los Estados Unidos eran una potencia mundial que pronto saldría a flote. Sara podría trabajar también cosiendo, o en una floristería, y en menos de un año irían a vivir a un sitio mejor. Si todo iba bien, claro. Era consciente de que lo único que había conseguido hasta entonces era una promesa de trabajo y un paquete que apretaba con cariño contra su pecho.

Samuel F. Woodbridge IV y Julio Macetas, dos personas completamente diferentes que se movían en ambientes distintos, dos extraños en la misma ciudad, dos vidas que no tenían nada en común, salvo su afición por el ajedrez. Podrían no haber coincidido nunca y si lo hicieron fue por una caprichosa burla del destino. El azar hizo que se encontraran aquella fría mañana de noviembre de 1929. Cuando oyó el agudo grito, Julio Macetas levantó la vista, pero era demasiado tarde para esquivar el cuerpo de aquel hombre que se precipitaba desde la ventana de su despacho en el octavo piso de Woodbridge Steel. El choque fue brutal. El chiquillo de los periódicos cruzó corriendo la calle y vio los dos cuerpos inmóviles, en medio de un charco de sangre que crecía lentamente. Los ojos sin vida de Julio Macetas quedaron fijos en el alfil blanco que había rodado hasta chocar con la cabeza destrozada de Samuel F. Woodbridge IV. Los dos reyes yacían inánimes sobre los escaques del tablero, habían acabado perdiendo la partida vital, el ajedrez macabro de la vida, el único juego cuyas azarosas reglas, incomprensibles e inabarcables, permiten que ambos contendientes sean derrotados simultáneamente.

Comenzaron a caer los primeros copos de nieve.

2 comentarios:

  1. ¡Pedazo de relato, David! Estaba intuyendo el final, pero eso lo hace aún mejor porque has conseguido que se me encogiera el corazón y sintiera toda esa macabra burla del destino.
    Un placer pasar por aquí.

    Besitos

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Vaya por Dios, intentaremos que te sea más difícil anticipar el próximo final. De todos modos, ¡casi casi te has ganado la insignia de oro y brillantes de mi lectora número uno!

      Un abrazo,

      D.

      Eliminar