Con muchísimo retraso pero ahí lo tenéis, ¡por fin!, Almohada insomne en ¡polaco! Quién iba a decir que este cuentito, seleccionado por Rosana Alonso y Manu Espada para el DeAntología de Talentura Libros, acabaría llamando la atención de los editores de la revista polaca de psicología Charaktery. El texto apareció en el número de agosto, traducido por Agata Draus-Kłobucka. Contento es poco, amigos.
jueves, 23 de octubre de 2014
martes, 21 de octubre de 2014
Grimas con chinchetas
Rubén Rojas Yedra dedica la penúltima entrada de su blog {Arte con chinchetas} a Grimas y leyendas. Ha tenido la paciencia de leerse todos los textos que han ido apareciendo aquí durante estos años y ha seleccionado los cuatro que más le han gustado: Yogur premiado, Nobleza obliga, Generación perdida y Papanoeles sonrientes.
Tanto si coinciden con vuestros relatos favoritos como si no, os invito a echarle un vistazo al muy recomendable [Arte con chinchetas}, donde podréis leer muy buenos microrrelatos del propio Rubén y de otros autores de su agrado.
Gracias, maestro.
Tanto si coinciden con vuestros relatos favoritos como si no, os invito a echarle un vistazo al muy recomendable [Arte con chinchetas}, donde podréis leer muy buenos microrrelatos del propio Rubén y de otros autores de su agrado.
Gracias, maestro.
viernes, 17 de octubre de 2014
Yo, bibliotecario (4/4)
(Cuarta parte del relato ganador del I Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
Ya que hemos traído a colación el tema de los ladronzuelos, me vienen a la mente un par o tres de situaciones vividas, muy jugosas. Hay tantas. Recuerdo cuando la alarma le sonó a un pollo que salía con una bolsa de deporte de color rojo Ferrari llena. Estos chorizos suelen ser chicos, no sé si porque son más pobres o más delincuentes de nacimiento o, simplemente, porque son más tontos y los pillamos, mientras que ellas se las ingenian para expurgar nuestra colección en función de sus necesidades y sin pedirnos permiso y nunca llegamos a enterarnos. Abrió la bolsa y empezó a sacar cosas de ella: que si la carpeta, que si camisetas y un pantalón de chándal, que si revistas de motor y algún libro suyo. Al fondo de todo distinguí un código civil. “Y ese código, ¿lo estabas robando?”, inquirí, medio en broma, medio en serio, porque nunca sabes cómo preguntarle a alguien una cosa así ni de qué manera va a reaccionar ante tus sospechas. “Eso parece”, respondió con una dignísima deportividad, impropia de este tipo de sujetos. Es más, cuando le rogué que me diese su carnet para ponerle la consiguiente sanción me lo dio con la mejor disposición. Qué cosas. Otro que devolvió el libro tras ser sorprendido en flagrante delito tuvo la desfachatada ocurrencia de preguntarnos “¡anda!, ¿es que no eran gratis?”, antes de irse tan pancho. ¿El tercer episodio? Ah, sí, hubo a uno a quien cazamos como a éste otro que acabo de contar. Salía tranquilamente por la puerta cuando el timbre de la alarma delató su acción. En vista de que lo habíamos pillado con el cuerpo del delito y de que no podría llevarse el libro a casa como tenía planeado, nos lo pidió “un ratito, por lo menos, para hacer unas fotocopias de los capítulos tres y cuatro”. Vivir para ver. Lo mandamos a paseo.
Hay tardes en las cuales, antes de salir a merendar a la granja con mi novela incrustada bajo el sobaco, me paso por la tienda de Orange. Entro, seducido por su sugerente rótulo naranja, y pido un zumo. Me miran raro.
Un día en que me aburría, sería incapaz de precisar ahora mismo cuál de ellos fue, porque como ésos hay muchos, y variados, navegué distraídamente por la red hasta dar por casualidad con un artículo, muy ñoño, escrito por una bibliotecaria chilena, en el cual mencionaba todas las cosas que había ido encontrando abandonadas dentro de los libros a lo largo de su dilatada carrera profesional. Hablaba de flores secas, tarjetas de transporte público antiguas, postales, fotos, envoltorios de caramelos, un poema manuscrito y anónimo… Y de dinero, un billete que los bibliotecarios habían dedicado a la compra de unos bombones, de los más baratos, para los usuarios y de un modesto regalito para un niño que se había quedado sin Reyes porque sus padres estaban en el paro. Le enseñé aquel texto, tan rezumante de altruismo, bondad y almíbar a partes iguales, al compañero que recogía en una caja de cartón todas las reliquias que nosotros habíamos ido encontrando a lo largo de los años, muy parecidas a las descritas por la chilena de buen corazón. Nuestra colección no se diferenciaba demasiado de la suya. También había, además de lo descrito por nuestra colega al otro lado del charco, una quiniela con calca de una temporada en la que Rayo y Hércules militaban en la Primera División, unos recibos del Colegio de Abogados, publicidad de un restaurante chino o la factura de una depilación brasileña que le habían practicado a una tal Natacha en junio de dos mil cuatro. Pero yo no se lo había hecho leer para que comparase ambas colecciones sino para ver cómo se carcajeaba al llegar a lo de los bombones. Hubo una mañana en que él también se había encontrado un billete de cincuenta euros entre las páginas de un ejemplar devuelto. La gente usa como punto de libro cualquier cosa y, además, suele ser despistada. A lo que iba, él invirtió el hallazgo en irse de putas. Todavía se ríe, llora de la risa, vamos, cuando le hablo del niño chileno y de su regalo de Reyes. Bueno, en honor a la verdad, yo también lo hago. Es que lo encuentro muy gracioso. De veras.
En otra ocasión, más adelante y siempre que os parezca bien, os cuento alguna cosita de toros. De toros y de flamenco. Que es de lo que, en realidad, sé algo.
Ya que hemos traído a colación el tema de los ladronzuelos, me vienen a la mente un par o tres de situaciones vividas, muy jugosas. Hay tantas. Recuerdo cuando la alarma le sonó a un pollo que salía con una bolsa de deporte de color rojo Ferrari llena. Estos chorizos suelen ser chicos, no sé si porque son más pobres o más delincuentes de nacimiento o, simplemente, porque son más tontos y los pillamos, mientras que ellas se las ingenian para expurgar nuestra colección en función de sus necesidades y sin pedirnos permiso y nunca llegamos a enterarnos. Abrió la bolsa y empezó a sacar cosas de ella: que si la carpeta, que si camisetas y un pantalón de chándal, que si revistas de motor y algún libro suyo. Al fondo de todo distinguí un código civil. “Y ese código, ¿lo estabas robando?”, inquirí, medio en broma, medio en serio, porque nunca sabes cómo preguntarle a alguien una cosa así ni de qué manera va a reaccionar ante tus sospechas. “Eso parece”, respondió con una dignísima deportividad, impropia de este tipo de sujetos. Es más, cuando le rogué que me diese su carnet para ponerle la consiguiente sanción me lo dio con la mejor disposición. Qué cosas. Otro que devolvió el libro tras ser sorprendido en flagrante delito tuvo la desfachatada ocurrencia de preguntarnos “¡anda!, ¿es que no eran gratis?”, antes de irse tan pancho. ¿El tercer episodio? Ah, sí, hubo a uno a quien cazamos como a éste otro que acabo de contar. Salía tranquilamente por la puerta cuando el timbre de la alarma delató su acción. En vista de que lo habíamos pillado con el cuerpo del delito y de que no podría llevarse el libro a casa como tenía planeado, nos lo pidió “un ratito, por lo menos, para hacer unas fotocopias de los capítulos tres y cuatro”. Vivir para ver. Lo mandamos a paseo.
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Hay tardes en las cuales, antes de salir a merendar a la granja con mi novela incrustada bajo el sobaco, me paso por la tienda de Orange. Entro, seducido por su sugerente rótulo naranja, y pido un zumo. Me miran raro.
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Un día en que me aburría, sería incapaz de precisar ahora mismo cuál de ellos fue, porque como ésos hay muchos, y variados, navegué distraídamente por la red hasta dar por casualidad con un artículo, muy ñoño, escrito por una bibliotecaria chilena, en el cual mencionaba todas las cosas que había ido encontrando abandonadas dentro de los libros a lo largo de su dilatada carrera profesional. Hablaba de flores secas, tarjetas de transporte público antiguas, postales, fotos, envoltorios de caramelos, un poema manuscrito y anónimo… Y de dinero, un billete que los bibliotecarios habían dedicado a la compra de unos bombones, de los más baratos, para los usuarios y de un modesto regalito para un niño que se había quedado sin Reyes porque sus padres estaban en el paro. Le enseñé aquel texto, tan rezumante de altruismo, bondad y almíbar a partes iguales, al compañero que recogía en una caja de cartón todas las reliquias que nosotros habíamos ido encontrando a lo largo de los años, muy parecidas a las descritas por la chilena de buen corazón. Nuestra colección no se diferenciaba demasiado de la suya. También había, además de lo descrito por nuestra colega al otro lado del charco, una quiniela con calca de una temporada en la que Rayo y Hércules militaban en la Primera División, unos recibos del Colegio de Abogados, publicidad de un restaurante chino o la factura de una depilación brasileña que le habían practicado a una tal Natacha en junio de dos mil cuatro. Pero yo no se lo había hecho leer para que comparase ambas colecciones sino para ver cómo se carcajeaba al llegar a lo de los bombones. Hubo una mañana en que él también se había encontrado un billete de cincuenta euros entre las páginas de un ejemplar devuelto. La gente usa como punto de libro cualquier cosa y, además, suele ser despistada. A lo que iba, él invirtió el hallazgo en irse de putas. Todavía se ríe, llora de la risa, vamos, cuando le hablo del niño chileno y de su regalo de Reyes. Bueno, en honor a la verdad, yo también lo hago. Es que lo encuentro muy gracioso. De veras.
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En otra ocasión, más adelante y siempre que os parezca bien, os cuento alguna cosita de toros. De toros y de flamenco. Que es de lo que, en realidad, sé algo.
Yo, bibliotecario (3/4)
(Tercera parte del relato ganador del I Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
Algunas veces, atendiendo a los usuarios, se sostienen conversaciones que desmoralizan a cualquiera, incluido el bibliotecario modelo, el profesional de la información ejemplar, el vocacional, aquél que se entrega en cuerpo y alma a su cometido. En el transcurso de las mismas uno no puede dejar de recordar todos los preceptos aprendidos durante los años de carrera; todos aquellos textos llenos de palabras técnicas y frases muy bien intencionadas, tan elaboradas y tan vacuas; todas esas horas dedicadas a la planificación de las entrevistas con los estudiantes para captar sus necesidades reales de información, etecé, etecé. Veamos un ejemplo particularmente descorazonador protagonizado por un alumno de derecho y por este humilde narrador:
- Dame el libro de criminal –dice.
- ¿El de enjuiciamiento criminal? –digo.
- Puede –dice.
- ¿O quieres el de penal? –digo.
- Sí, no sé, el que se dé en penal –dice.
- ¿Uno en concreto? –digo.
- Da lo mismo, es para la clase de penal –dice.
- ¿Éste mismo? –digo.
- Cualquiera –dice.
Esta cápsula bibliotecaria se la dedico a la erudición del extinto Maurice B. Line y a la memoria de otros sabios cuyos apellidos ilustres no recuerdo y al talento de este muchacho, aventajado discípulo de Tip y de Coll y de Faemino y de Cansado, a quienes conseguimos emular esa mañana de octubre.
Claro que a otro a quien tampoco puedo soportar es a Bryan Ferry. Por lánguido.
A pesar de que en el mostrador, de vez en cuando, te encuentras con quien aprovecha la presencia de alguien que lo atienda amablemente para contarle su vida, la existencia de un bibliotecario es, en ese sentido, mucho más plácida de lo que pudiera serlo la de, pongamos por caso, un camarero, un taxista o un cura. Siendo así las cosas, nos es muy difícil llegar a conocer cómo son, en realidad, nuestros usuarios. En alguna ocasión se les escapa un detalle, claro está, no tendría sentido negar algo así, pero nunca nada serio o trascendente. Por ello, uno de los pocos indicios con los cuales contamos a la hora de saber de qué pie cojea el uno, o la personalidad de la otra, es, sin lugar a dudas, la dirección de correo electrónico que utilizan. No me refiero, por supuesto, a aquéllos que usan una dirección formada con la inicial del nombre y el o los apellidos. No, ésas no dicen nada. Incluso pueden ser las que les han asignado en el trabajo, como nos ocurre a nosotros. Basura. Pero cuando les abrimos la ficha de préstamo y, después de pedirles el número del deneí, la dirección postal y el teléfono, los interrogamos preguntándoles por su correo electrónico, a veces nos llevamos gratísimas sorpresas. Desde la mosquita muerta que te contesta muy bajito que su dirección es pasionysentimiento@noséqué.com hasta la tipa con pinta de okupa, quien prácticamente te escupe su conpistolasyaloloco@nosécuántos.com. Y, durante años, por el punto de información han pasado el astuto silverfox; el intrépido indianajones, más bien con pinta de atolondrado empollón; la reivindicativa antitaurinagirl; las divertidas pichurreta2000, pepejeans_girl, kina_trompa y palomitasdemaiz; el hooligan espanyolalauefa; la desconcertante diosnopermitasquelacaguemos; la encantadora titi_is_back; la belleza griega korekale; las pizpiretas barrufeta1988 y hadachiquitina; y el petulante elrond (“y eso, ¿cómo se escribe?”, tuve que preguntarle. “Como el de El señor de los anillos”, me dijo muy serio. “Perdona pero es que no lo sigo mucho, así que me lo tendrás que deletrear”, repuse, cosa que hizo con evidente desgana). Personalmente, yo tuve el honor de registrar a sexybabs@elservidorquesea.com, una grácil muchachita de aspecto frágil y dulce conversación quien me confesó, ruborizada y sin que yo manifestase ninguna extrañeza ni aparente interés por su cuenta de correo (habiendo visto tantas cosas raras como las había visto ya), que se la había creado “cuando tenía catorce años”. No sé por qué pero me da en la nariz que esa chica acabará siendo profesora de la casa. Ya veremos. Al tiempo.
Meses atrás reconocí al director de una de las bibliotecas universitarias más importantes del país en el Alvia nocturno de Barcelona a Santiago de Compostela. Se pasó las catorce horas largas de trayecto, el tío, sin moverse del asiento. Por no pagarse una litera. Cuentan de él que recoge las propinas que quedan huérfanas en los platillos de los bares aunque no sé yo si eso será verdad.
Algunas veces, atendiendo a los usuarios, se sostienen conversaciones que desmoralizan a cualquiera, incluido el bibliotecario modelo, el profesional de la información ejemplar, el vocacional, aquél que se entrega en cuerpo y alma a su cometido. En el transcurso de las mismas uno no puede dejar de recordar todos los preceptos aprendidos durante los años de carrera; todos aquellos textos llenos de palabras técnicas y frases muy bien intencionadas, tan elaboradas y tan vacuas; todas esas horas dedicadas a la planificación de las entrevistas con los estudiantes para captar sus necesidades reales de información, etecé, etecé. Veamos un ejemplo particularmente descorazonador protagonizado por un alumno de derecho y por este humilde narrador:
- Dame el libro de criminal –dice.
- ¿El de enjuiciamiento criminal? –digo.
- Puede –dice.
- ¿O quieres el de penal? –digo.
- Sí, no sé, el que se dé en penal –dice.
- ¿Uno en concreto? –digo.
- Da lo mismo, es para la clase de penal –dice.
- ¿Éste mismo? –digo.
- Cualquiera –dice.
Esta cápsula bibliotecaria se la dedico a la erudición del extinto Maurice B. Line y a la memoria de otros sabios cuyos apellidos ilustres no recuerdo y al talento de este muchacho, aventajado discípulo de Tip y de Coll y de Faemino y de Cansado, a quienes conseguimos emular esa mañana de octubre.
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Claro que a otro a quien tampoco puedo soportar es a Bryan Ferry. Por lánguido.
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A pesar de que en el mostrador, de vez en cuando, te encuentras con quien aprovecha la presencia de alguien que lo atienda amablemente para contarle su vida, la existencia de un bibliotecario es, en ese sentido, mucho más plácida de lo que pudiera serlo la de, pongamos por caso, un camarero, un taxista o un cura. Siendo así las cosas, nos es muy difícil llegar a conocer cómo son, en realidad, nuestros usuarios. En alguna ocasión se les escapa un detalle, claro está, no tendría sentido negar algo así, pero nunca nada serio o trascendente. Por ello, uno de los pocos indicios con los cuales contamos a la hora de saber de qué pie cojea el uno, o la personalidad de la otra, es, sin lugar a dudas, la dirección de correo electrónico que utilizan. No me refiero, por supuesto, a aquéllos que usan una dirección formada con la inicial del nombre y el o los apellidos. No, ésas no dicen nada. Incluso pueden ser las que les han asignado en el trabajo, como nos ocurre a nosotros. Basura. Pero cuando les abrimos la ficha de préstamo y, después de pedirles el número del deneí, la dirección postal y el teléfono, los interrogamos preguntándoles por su correo electrónico, a veces nos llevamos gratísimas sorpresas. Desde la mosquita muerta que te contesta muy bajito que su dirección es pasionysentimiento@noséqué.com hasta la tipa con pinta de okupa, quien prácticamente te escupe su conpistolasyaloloco@nosécuántos.com. Y, durante años, por el punto de información han pasado el astuto silverfox; el intrépido indianajones, más bien con pinta de atolondrado empollón; la reivindicativa antitaurinagirl; las divertidas pichurreta2000, pepejeans_girl, kina_trompa y palomitasdemaiz; el hooligan espanyolalauefa; la desconcertante diosnopermitasquelacaguemos; la encantadora titi_is_back; la belleza griega korekale; las pizpiretas barrufeta1988 y hadachiquitina; y el petulante elrond (“y eso, ¿cómo se escribe?”, tuve que preguntarle. “Como el de El señor de los anillos”, me dijo muy serio. “Perdona pero es que no lo sigo mucho, así que me lo tendrás que deletrear”, repuse, cosa que hizo con evidente desgana). Personalmente, yo tuve el honor de registrar a sexybabs@elservidorquesea.com, una grácil muchachita de aspecto frágil y dulce conversación quien me confesó, ruborizada y sin que yo manifestase ninguna extrañeza ni aparente interés por su cuenta de correo (habiendo visto tantas cosas raras como las había visto ya), que se la había creado “cuando tenía catorce años”. No sé por qué pero me da en la nariz que esa chica acabará siendo profesora de la casa. Ya veremos. Al tiempo.
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Meses atrás reconocí al director de una de las bibliotecas universitarias más importantes del país en el Alvia nocturno de Barcelona a Santiago de Compostela. Se pasó las catorce horas largas de trayecto, el tío, sin moverse del asiento. Por no pagarse una litera. Cuentan de él que recoge las propinas que quedan huérfanas en los platillos de los bares aunque no sé yo si eso será verdad.
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miércoles, 15 de octubre de 2014
Yo, bibliotecario (2/4)
(Segunda parte del relato ganador del I Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
Si tuviera el antebrazo más ancho, me tatuaría en él el rostro de un bibliotecario famoso. Un top. Alguien tipo Dewey o Rubió i Balaguer o, mejor, qué caramba, tipo Ranganathan. Pero tengo bracitos de alfeñique y no me quedaría bien.
Un erasmus alemán u holandés (¿existe alguna diferencia entre ellos?), cuya piel perpetuamente bronceada causaba admiración y envidia entre las bibliotecarias de mi turno, había adquirido el hábito de toser y estornudar con abundante estrépito y aparato sonoro, cuando no eructar o emitir risitas, al ponerse a consultar, durante horas y horas y más horas, Internet. Encajarse los auriculares en los pabellones auditivos y perder la consciencia de hallarse en un lugar público y, para su desgracia, silencioso, era todo uno. Un día en el cual sus risas, provocadas en esa ocasión por un episodio especialmente divertido de The Simpsons, requirieron mi presencia, la tercera en lo que llevaba de semana, se excusó con un pulgar hacia arriba a la vez que pronunciaba un enigmático “ok, ok, gracias, gracias”. Su tarzanesco discurso dejó bien a las claras que no se había enterado de nada de lo que le había estado diciendo. Y eso que mi mensaje no había sido tan complicado. “No estás solo, ¿me entiendes?, no estás solo. O dejo de oírte o te echo”. Nada más girarme, sin apenas tiempo de dar el primer paso, mis oídos volvieron a escuchar su tímido y medio sofocado “jijiji”. Volví hacia él hecho una hidra y lo invité a marcharse. “Ok, ok, gracias, todos hablan, no yo sólo”, vino a responder, "gracias, ok, gracias”, dijo y, con tanto “gracias”, me recordó a un juez de silla educadísimo del Conde de Godó. Se disculpó juntando las palmas de las manos a modo de oración budista y regresé al mostrador con evidente disgusto.
Entonces escuché a alguien que pronunciaba mi nombre. Me di la vuelta y me encontré, de pie junto a los ordenadores, a un alumno gigantón a quien había ayudado en el despacho en un par de ocasiones con un problema que tenía para acceder a su espacio personal y con su identificación en el campus virtual. “¿Quieres que lo echemos?”, me preguntó señalando alternativamente al erasmus color barro, que era como el Golem pero estrecho de hombros, y a un colega suyo de gimnasio, el cual permanecía silencioso a su lado. “No, no, no pasa nada”, respondí, azorado. “En serio, que no nos cuesta nada, si quieres lo echamos a la calle”, insistió, frotándose las manos. “De verdad, tranquilo, no pasa nada”, contesté con una sonrisa nerviosa que supe esbozar para que la cosa no fuese a más. Me sentí como el blanco de la película, ése que ha salvado de las garras de un bicho peligroso a la hijita de un jefe local o de un nativo forzudo y ve cómo éste pasa a convertirse en una especie de esclavo servil al sentirse en deuda eterna con él. Una sensación, dicho sea de paso, de lo más agradable. ¿Por qué no reconocerlo?
Cuando entro en una biblioteca pública, una extraña fuerza de origen desconocido me empuja a pasearme por la sección de poesía. Encuentro, a veces, en las baldas de la sección rotulada como “Poesía castellana”, obras de García Lorca, Alberti o Miguel Hernández, autores granaínos, gaditanos, alicantinos, o lo que se tercie, convertidos en mesetarios por el capricho de algún iluminado. Casi siempre que eso ocurre, sufro palpitaciones y se me acelera el pulso y corro a meterme en el bar más cercano a tomarme un anís del Mono para calmar los nervios. Si la cosa se prolonga, tengo por costumbre terminar mi ingesta medicinal dando una conferencia a la parroquia presente sobre lo gordo que me cae George Clooney. Detesto su miradita, su sonrisita de cordial picardía o pícara cordialidad. Me resulta estomagante de la cabeza a los pies. Todo entero. Lo odio profundamente, a George Clooney. Y a sus primogénitos.
Si tuviera el antebrazo más ancho, me tatuaría en él el rostro de un bibliotecario famoso. Un top. Alguien tipo Dewey o Rubió i Balaguer o, mejor, qué caramba, tipo Ranganathan. Pero tengo bracitos de alfeñique y no me quedaría bien.
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Un erasmus alemán u holandés (¿existe alguna diferencia entre ellos?), cuya piel perpetuamente bronceada causaba admiración y envidia entre las bibliotecarias de mi turno, había adquirido el hábito de toser y estornudar con abundante estrépito y aparato sonoro, cuando no eructar o emitir risitas, al ponerse a consultar, durante horas y horas y más horas, Internet. Encajarse los auriculares en los pabellones auditivos y perder la consciencia de hallarse en un lugar público y, para su desgracia, silencioso, era todo uno. Un día en el cual sus risas, provocadas en esa ocasión por un episodio especialmente divertido de The Simpsons, requirieron mi presencia, la tercera en lo que llevaba de semana, se excusó con un pulgar hacia arriba a la vez que pronunciaba un enigmático “ok, ok, gracias, gracias”. Su tarzanesco discurso dejó bien a las claras que no se había enterado de nada de lo que le había estado diciendo. Y eso que mi mensaje no había sido tan complicado. “No estás solo, ¿me entiendes?, no estás solo. O dejo de oírte o te echo”. Nada más girarme, sin apenas tiempo de dar el primer paso, mis oídos volvieron a escuchar su tímido y medio sofocado “jijiji”. Volví hacia él hecho una hidra y lo invité a marcharse. “Ok, ok, gracias, todos hablan, no yo sólo”, vino a responder, "gracias, ok, gracias”, dijo y, con tanto “gracias”, me recordó a un juez de silla educadísimo del Conde de Godó. Se disculpó juntando las palmas de las manos a modo de oración budista y regresé al mostrador con evidente disgusto.
Entonces escuché a alguien que pronunciaba mi nombre. Me di la vuelta y me encontré, de pie junto a los ordenadores, a un alumno gigantón a quien había ayudado en el despacho en un par de ocasiones con un problema que tenía para acceder a su espacio personal y con su identificación en el campus virtual. “¿Quieres que lo echemos?”, me preguntó señalando alternativamente al erasmus color barro, que era como el Golem pero estrecho de hombros, y a un colega suyo de gimnasio, el cual permanecía silencioso a su lado. “No, no, no pasa nada”, respondí, azorado. “En serio, que no nos cuesta nada, si quieres lo echamos a la calle”, insistió, frotándose las manos. “De verdad, tranquilo, no pasa nada”, contesté con una sonrisa nerviosa que supe esbozar para que la cosa no fuese a más. Me sentí como el blanco de la película, ése que ha salvado de las garras de un bicho peligroso a la hijita de un jefe local o de un nativo forzudo y ve cómo éste pasa a convertirse en una especie de esclavo servil al sentirse en deuda eterna con él. Una sensación, dicho sea de paso, de lo más agradable. ¿Por qué no reconocerlo?
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Cuando entro en una biblioteca pública, una extraña fuerza de origen desconocido me empuja a pasearme por la sección de poesía. Encuentro, a veces, en las baldas de la sección rotulada como “Poesía castellana”, obras de García Lorca, Alberti o Miguel Hernández, autores granaínos, gaditanos, alicantinos, o lo que se tercie, convertidos en mesetarios por el capricho de algún iluminado. Casi siempre que eso ocurre, sufro palpitaciones y se me acelera el pulso y corro a meterme en el bar más cercano a tomarme un anís del Mono para calmar los nervios. Si la cosa se prolonga, tengo por costumbre terminar mi ingesta medicinal dando una conferencia a la parroquia presente sobre lo gordo que me cae George Clooney. Detesto su miradita, su sonrisita de cordial picardía o pícara cordialidad. Me resulta estomagante de la cabeza a los pies. Todo entero. Lo odio profundamente, a George Clooney. Y a sus primogénitos.
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Yo, bibliotecario (1/4)
(Primera parte del relato ganador del I Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
¿Sabíais que el luquete es la rodajita de limón que se añade a las bebidas? ¿Y que el rugido emitido por un estómago saciado se llama borborigmo? El confuerzo no es otra cosa que un banquete fúnebre. Dedico mi tiempo libre de bibliotecario universitario a indagar en los diccionarios. A bucear en ellos. Descubrir nuevos términos provoca en mí un placer mayúsculo, supongo que incomprensible para la mayoría.
Paradójicamente, ay, trabajo para muchachos que no saben pronunciar correctamente palabras como gobernabilidad o hemeroteca y para mozas que creen que Íbidem es el nombre de un autor clásico latino, estudiantes incapaces de silabear el apellido Albaladejo.
“Buenas tardes. Busco un libro grande de constitucional”, pidió en cierta ocasión un alumno. No supo facilitarnos el nombre del autor ni el del editor e incluso falló cuando probamos con el recurso que nos vemos obligados a emplear, ocasionalmente, con los más zoquetes: también desconocía el color de la cubierta de la obra. Sólo tenía constancia de que era un libro grande, dato éste del tamaño, por otro lado, bastante subjetivo, y que repetía sin parar. Así que lo enviamos a la tercera planta, donde se encuentran los libros de derecho constitucional, no sin antes permitirnos la humorada de informarle de que era el piso de los libros grandes. Algo en el interior del chico, sin embargo, le decía que podríamos tenerlo en la primera planta, reservada a los manuales. “Me suena que está en la primera, miraré allí antes”, comentó resuelto antes de subir y volver, al poco, con un voluminoso libro de constitucional en la mano y una sonrisa triunfal iluminándole el rostro. “No es tan grande como esperaba”, se lamentó, algo decepcionado. “¿Lo ves? Por eso lo tenemos en la primera”, improvisó alguien como una buena respuesta para salir del trance.
Pero, en el fondo, eso de solicitar obras por su tamaño o peso no deja de ser una excentricidad. Lo de pedir los libros por su color, eso sí, se ha convertido en un hábito realmente irritante. Parece norma. Se extiende entre lo más obtuso de nuestro alumnado universitario como un vertido en el océano, lento pero inclemente. Un día le contesté a uno de estos muchachos, incapaces de citar el apellido del autor o alguna palabra del título del libro que pretende, que no podía ayudarlo porque yo era daltónico. Y me quedé tan ancho.
¿Sabíais que el luquete es la rodajita de limón que se añade a las bebidas? ¿Y que el rugido emitido por un estómago saciado se llama borborigmo? El confuerzo no es otra cosa que un banquete fúnebre. Dedico mi tiempo libre de bibliotecario universitario a indagar en los diccionarios. A bucear en ellos. Descubrir nuevos términos provoca en mí un placer mayúsculo, supongo que incomprensible para la mayoría.
Paradójicamente, ay, trabajo para muchachos que no saben pronunciar correctamente palabras como gobernabilidad o hemeroteca y para mozas que creen que Íbidem es el nombre de un autor clásico latino, estudiantes incapaces de silabear el apellido Albaladejo.
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“Buenas tardes. Busco un libro grande de constitucional”, pidió en cierta ocasión un alumno. No supo facilitarnos el nombre del autor ni el del editor e incluso falló cuando probamos con el recurso que nos vemos obligados a emplear, ocasionalmente, con los más zoquetes: también desconocía el color de la cubierta de la obra. Sólo tenía constancia de que era un libro grande, dato éste del tamaño, por otro lado, bastante subjetivo, y que repetía sin parar. Así que lo enviamos a la tercera planta, donde se encuentran los libros de derecho constitucional, no sin antes permitirnos la humorada de informarle de que era el piso de los libros grandes. Algo en el interior del chico, sin embargo, le decía que podríamos tenerlo en la primera planta, reservada a los manuales. “Me suena que está en la primera, miraré allí antes”, comentó resuelto antes de subir y volver, al poco, con un voluminoso libro de constitucional en la mano y una sonrisa triunfal iluminándole el rostro. “No es tan grande como esperaba”, se lamentó, algo decepcionado. “¿Lo ves? Por eso lo tenemos en la primera”, improvisó alguien como una buena respuesta para salir del trance.
Pero, en el fondo, eso de solicitar obras por su tamaño o peso no deja de ser una excentricidad. Lo de pedir los libros por su color, eso sí, se ha convertido en un hábito realmente irritante. Parece norma. Se extiende entre lo más obtuso de nuestro alumnado universitario como un vertido en el océano, lento pero inclemente. Un día le contesté a uno de estos muchachos, incapaces de citar el apellido del autor o alguna palabra del título del libro que pretende, que no podía ayudarlo porque yo era daltónico. Y me quedé tan ancho.
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“Dios os maldiga a ti y a todos tus primogénitos”, les deseamos, así, en plural y por lo bajini, mi compañero de mostrador y yo a los usuarios más tarugos. Y nos echamos unas risas de lo más tontas a su costa. Después, y ya para mis adentros, también maldigo al que inventó lo de los gestores de la información y lo de los gestores documentales y demás mandangas para designar a los bibliotecarios de toda la vida. Y a quien patentó el terminacho CRAI para las bibliotecas universitarias. A ellos y, claro está, a sus respectivos primogénitos. Pero que no salga de aquí.
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Determinados energúmenos descargan sus frustraciones o dan rienda suelta a sus inquietudes artísticas en las portadas de los libros de las bibliotecas. Cuando hablo de portadas lo hago refiriéndome a la acepción bibliográfica del término, aquella página en la cual leemos el título de la obra, el nombre del autor y el pie de imprenta de la edición. Hay quienes ejercen como tales, decía, en una mala tarde, como la que todos convenimos en recordar de tanto en tanto que tuvo Manolete, y quienes, por el contrario, proceden con método y constancia. Un acomplejado, que seguro acabó en algún momento de su vida tumbado en un diván hablándole a un profesional, pasaba sus horas de biblioteca dibujando enormes falos en las portadas de los libros de derecho penal, acompañados de una breve leyenda que ponía en duda la virilidad de un reputado profesor de ese mismo departamento. Un falo toscamente representado y dos testículos con tres púas a modo de pelos saliendo de cada uno de ellos, con cuatro garabatos, no vaya nadie a pensar que estoy refiriéndome a un dibujo digno de ser subastado por Sotheby’s. Luego teníamos que disimular semejantes pollones con tippex y esbozar una mueca de autocompasión cada vez que un usuario nos venía con un ejemplar en la mano denunciando el acto de barbarie recién descubierto. Reconozcamos, sin embargo, que alguno de esos desaprensivos tenía, al menos, algo de gracia cuando empuñaba el bolígrafo profanador. Recuerdo a aquél que dedicó un libro de derecho civil “A Paco Martínez Soria, que tanto me ha hecho reír”; a aquél otro que suplantó la personalidad del catedrático autor de la obra para escribir en su portada y con letra de niño “A mis antiguos alumnos”; o a ése que se permitió poner “Con cariño, Alexis de Tocqueville” en un ejemplar de El antiguo régimen y la revolución del célebre pensador todoterreno del siglo XIX.
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