Gritar descarnadamente ante el epitafio de la madre, arrebatada de forma prematura e injusta, lo que daría porque regresara. Expresar, meses después, idéntico deseo para el año recién estrenado, vacío el estúpido plato de uvas sobre las rodillas. Cerrar los ojos y guardar para sí ese mismo anhelo imposible al soplar las velas del decimosexto cumpleaños: volverla a ver sólo una vez más; poderla estrechar en un formidable abrazo que sintetizara cuánto la echa de menos, cuánto se arrepiente de sus desaires de incipiente hombrecito y del tiempo irremediablemente perdido. Cuánto lamenta no haberle dicho antes lo que la quiso. Lo que la quiere.
Arrepentirse, nada más abrir la puerta y percibir ese olor nauseabundo que impregna la casa. Arrepentirse, con la misma intensidad con que lo deseó, al entrar en la habitación y distinguir ese ruidito, como de papeles arrugados, de la maraña de gusanos hambrientos que se retuercen y porfían y entran y salen y se hunden en la forma probablemente humana que ahora vuelve a ocupar el sillón favorito, aquél donde solía encontrarla, al volver de clase, leyendo y oyendo música. Arrepentirse y parar, sin poder apartar la mirada, el tocadiscos que él nunca puso en marcha.
Mala ella, malo Norman.
ResponderEliminarPero, Raúl, ¿cómo me dices eso? ¡Si se trata de una bonita historia de amor materno-filial! ;)
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