A Juan Faneca
Quizás fuera el brazalete negro que lucía el conductor lo que la animó a compartir su desdicha. Quizás. O el prolongado silencio de su marido, a quien apretaba la mano con fuerza. O puede que provocaran su desahogo los retratos de las dos criaturas -la pequeña de apenas semanas- que adornaban el salpicadero del taxi. El caso es que le contó a aquel desconocido su pena. Que hacía poco que acababa de perder a su bebé. Y que en el hospital le habían dicho que nunca más volvería a ser madre. El conductor intercalaba emes valorativas cada vez que un semáforo interrumpía la carrera y los sollozos de la mujer. Cosa extraña: los camareros escuchan y los taxistas acostumbran a hablar sin desmayo. Eso es algo bien sabido. Pero no aquel inusual taxista, capaz de permanecer en silencio durante todo el trayecto. Callado hasta finalizar el servicio.
Yo soy viudo, saben, dijo, de pronto, con pesadumbre y sin venir, al menos en apariencia, demasiado a cuento. Y entonces les hizo la propuesta, sin apartar los ojos del salpicadero.
Quédese con el cambio, sonrió la pasajera, por fin, tras concretar los detalles de la cita que habrían de tener al día siguiente.
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