Hunde el estandarte de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón en la arena mientras los demás soldados siguen saltando de las barcas. Las miradas de los españoles alternan los cuerpos desnudos de los indígenas que se intuyen entre las palmeras, más allá de la playa, y las tres carabelas que les quedan a la espalda, como tratando de obtener en ellas una respuesta a los interrogantes que la presencia de los nativos les plantea.
Los indios, por su parte, permanecen en silencio, curiosos, pasmados por los destellos que despiden los hombres metálicos que han llegado por mar. Dudan entre darles la bienvenida y agasajarlos y correr a la aldea en busca de armas para hacerles frente. Decoran sus torsos dibujos trazados con barro ya seco. Un tucán aletea en algún lugar no muy alejado.
La tensión es evidente. Nadie sabe bien cómo reaccionar. Sólo el fraile, que hinca las rodillas y eleva a Dios una plegaria, apenas musitada, con los dedos de ambas manos entrelazados. La espuma de las olas que vienen a morir a la orilla le moja las sandalias. La playa desierta de arena blanca separa ambos mundos, hasta ese instante alejados por infinitas jornadas de navegación, por incontables siglos de mutuo desconocimiento.
Unos y otros advierten, de pronto y simultáneamente, el paso cansino de un galápago que atraviesa, paralelo al mar, la lengua de arena de este a oeste. El repentino descubrimiento alivia los recelos a ambos lados de la playa. Ríen los hombres barbudos de plata y también los lampiños ocultos entre el follaje. Y no pueden evitar abuchear la carrera de ese joven Aquiles quien, ventajista, acaba de aparecer en escena y de superar a la tortuga con sus ágiles zancadas.
(Microrrelato publicado en el número 399, correspondiente al mes de febrero de 2017, de la Revista Quimera)
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