(Primera parte del relato ganador del III Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
Dejé el fútbol hace un año. Jugaba de portero. Y fui titular hasta que tuve la lesión de rodilla. Lo que más me fastidia es haberme roto durante un entrenamiento. Cada vez que recuerdo el terrible chasquido se me ponen los pelos de punta. El caso es que para cuando me recuperé, de aquella manera, el compañero se había afianzado en la portería y yo pasé a ser su suplente. De aquella manera, digo, porque ya no tenía la agilidad de antes y me costaba un mundo levantarme cada vez que había de tirarme al suelo para atajar un balón. Eso mismo fue lo que me dijo el entrenador al anunciarme que no contaba conmigo para la siguiente temporada: "no te levantas ni con una grúa". Ni con una grúa. Tal cual. Presumimos de agradecerles a los demás que sean sinceros con nosotros pero no. Para nada. La sinceridad no es ninguna virtud, la sinceridad es un defecto o, mejor, la sinceridad es una mierda pinchada en un palo con una mosca verde encima. Está sobrevalorada no sabes cuánto, la sinceridad. Sobrevaloradísima, aunque el míster no anduviera en absoluto desencaminado: sigo sin equipo a pesar de que no pierdo la esperanza de ocupar el lugar de algún portero harto de chupar banquillo en Catalana. En estas categorías las altas y las bajas de fichas se dan a ritmo de imprenta.
Cuando llegué al club ya estudiaba Derecho. Los compañeros, claro, me miraban como si fuese un bicho raro. Normal. En un mundo de seguratas, churreros y conductores de toros en las naves de la Zona Franca ya me dirás tú qué pinta un estudiante de Derecho. El día del ascenso a Tercera, tras el partido, nos reunimos los jugadores, los directivos y el cuerpo técnico a tomar algo en el Toralín 2, el bar asturiano que queda justo enfrente del campo y que se supone franquicia o ampliación de negocio de un Toralín 1 de cuya existencia nadie tiene conocimiento. Allí creyó reconocerme uno de la secretaría de Derecho, aficionado nuestro según me confesó entonces, y me preguntó si yo estudiaba en la facultad. "Sí", le contesté, y rápidamente me giré, con desafío divertido, hacia Sebas, el central, que es más bruto y está más loco que yo qué sé, y le dije "¿te das cuenta, tarado?, ¡y no me creías!, ¿ves como es cierto que estudio Derecho?". En septiembre me encontré de nuevo con el de secretaría en los pasillos del Ilerdense y ¿sabes qué me vino a decir? Que le había sorprendido que alardeara ante Sebas de tener estudios y no de tal modelo de Ray Ban o de botas o de novia con tatuajes o de iPhone nueve o diez. Nunca me lo había planteado así y, bien pensado, no le faltaba razón. "En un vestuario tendrías que verte", le respondí, "para entender este tipo de cosas". Y se echó a reír.
Desde segundo llevo arrastrando Derecho militar del siglo XIX. No hay forma de sacársela de encima. Ni siquiera cambiando de cátedra porque la asignatura sólo la da el Quisquilla. Supongo que lo conocerás. El del café en vaso de cartón. Ése. Siempre va con él, arriba y abajo con su paso roncero por la facultad, incluso en clase. Engarfia los dedos en el vaso como lo hacen las garras del alcotán sobre la presa. Y no es que no la apruebe por desinterés o falta de esfuerzo porque en esa época ya me llevaba el Reglamento del Real Colegio de Artillería a los entrenamientos y lo repasaba en el 42, camino del estadio. Artículo 42: "Los días que los caballeros Cadetes salgan a paseo los acompañará el Oficial de guardia, que deberá ir detrás, y delante el Brigadier más antiguo; cuidando uno y otro que vayan con el debido aseo, y observen el correspondiente decoro". De hecho, nunca he dejado de estudiarlo. Pero, por lo que sea, tengo la asignatura atravesada y siempre fallo cuando llega la hora de la verdad en la Checa. Y te diría que hasta me gusta el temario. Será por lo del equipo, ya sabes, el fútbol tiene algo de gregarismo castrense, el grupo ante todo, y el vocabulario tiene similitudes que a nadie se le escapan: que si el ataque por los flancos, que si el repliegue defensivo, que si el a por ellos, oé. Qué te voy a contar que no sepas ya. El fútbol es así.
Pienso que la granja reconvertida en panadería o la panadería reconvertida en granja donde acostumbraba a merendar se mantenía gracias a la clientela de la mañana porque por la tarde, desde luego, bien pocos éramos. Yo mismo dejé de ir hace unos meses y eso que la frecuentaba desde lo del atraco, cuando encerraron a la dependienta de entonces en la cámara frigorífica durante más de hora y media. Quitando a la chica con uniforme verde y hechuras de tronista de Mujeres y hombres y viceversa que conduce el camión de la basura del barrio y que, de tanto en tanto, aparecía y se tomaba un bikini y una cocacola light; al urbano de cara desconcertante y rizos rufos que me birlaba El Mundo Deportivo cuando por ahí se dejaba caer; y a la bibliotecaria pelirroja que se pedía un cacaolat mientras consumía su media hora de descanso consultando el móvil, sólo estábamos el señor Juan Riells y yo. El señor Juan Riells; su acompañante y, a la vez, cuidadora, siempre conosúrica o filipina; y yo mismo, obvio, con mi Reglamento debajo del sobaco por si el urbano de las narices me había arrebatado la prensa que leía entre clase y clase. De él, del señor Juan Riells, me apetecía hablarte. Me he acordado de pronto de él. Qué curiosa y selectiva es la memoria, ¿verdad?
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