(Tercera y última parte del relato ganador del III Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
Cuando yo llegaba antes que ellos, o una vez se habían marchado ya, imitaba el afectado saludo del señor Juan Riells y bromeaba con Fabiola tendiéndole la mano ceremonialmente después del protocolario "bona tarda, señorina fantástica". Me iba a mi mesa donde, por la fuerza de la costumbre, me servía el cortado sin necesidad de pedírselo. Y leía la prensa antes de regresar a la facultad para seguir con las clases o preparar los exámenes de enero, según. Luego aparecían por la puerta el señor Juan Riells y la chica que empujaba la silla. La dureza de oído del viejo me exasperaba cuando no podía hacerme con El Mundo Deportivo o La Vanguardia y decidía repasar el Reglamento. Trataba yo de memorizar sus artículos para no volver a caer en las trampas del Quisquilla pero las voces del señor Juan Riells me impedían alcanzar la concentración necesaria. "¿Cómo te llamas?, ¿Fabiola? Caray, tú, qué nombre", le decía a Fabiola cada día del mundo después de mucho hacérselo repetir. "Si ya lo sabe, si se lo he dicho muchas veces. Fabiola. Como la reina". "Perdona, señorina, pero es que tengo la cabeza cero cero", se disculpaba. "Y tú, ¿cómo te llamas", le preguntaba al hermano desnatado de Fabiola, que la sustituyó desde el final de su embarazo. "William". "¿Cómo?, ¿cómo has dicho?, ¿Guillam?, ¿Milliam?, ¿Millam?, perdona, no te entiendo. Estoy cero cero". Todo a gritos y durante mucho rato. También la reemplazó Blanqui, la tercera de los cinco hermanos de la familia, que era más terremoto aún que Fabiola y se llevaba muy bien con el señor Juan Riells porque alzaba la voz lo suficiente como para hacerse comprender a la primera. Cosa que el abuelo agradecía infinitamente. A mí, en un principio, las gracias del señor Juan Riells me hicieron sonreír y, más tarde, se me volvieron pesadas por lo que tenían de repetitivas. Terminé por aceptarlas, habida cuenta de su avanzada edad y consciente de que todos tenemos bromas y coletillas que repetimos sin mesura. Si se las disculpamos al Quisquilla y al resto de profesores y de becarios metidos a docente, incluido el elemento del Cubanito, ¿cómo no hacerlo con el entrañable señor Juan Riells, quien era, además y para más inri, muchísimo más ingenioso que todos ellos juntos? Porque, no nos engañemos, de boca de ninguno de mis profesores ha salido nada digno de recordarse durante décadas, nada comparable al "como decíamos ayer" de Fray Luis de León. Oye, qué risa. ¿Cómo se quedarían los colegas de mi ex equipo si me oyeran citar a Fray Luis? O a Unamuno, con su "venceréis pero no convenceréis". Con lo brutos que son. Con lo locos que están. Es que ellos, ¿sabes?, son más… como de Millán Astray. El de "muera la inteligencia". Ése mismo. Hazme caso. Lo que yo te diga.
"¿Hay que comprar pan hoy para la señora?", inquiría el anciano y la filipina le decía que no, que mañana. "Lo que tú digas", parecía rendirse para, al poco, volver a la carga: "¿hay que comprar pan hoy?". "No, mañana", respondía la otra con paciente entonación franciscana. Luego la filipina se vengaba pasando media hora larga hablándole en tagalo cantarín y enmarañado al móvil, como si no hubiera un mañana, una falta de consideración que a mí me sacaba de quicio pero que, paradójicamente, apaciguaba al señor Juan Riells quien, minuto a minuto, se iba apagando. Lo observaba yo en su perfil ausente, en sus ojos del color del agua turbia con los párpados medio entornados y en su boca entreabierta, el labio inferior, carnoso y húmedo, colgando igual que el belfo de un caballo de carreras recién cruzada la meta. Entonces el anciano empezaba a musitar su "ya ves, ya ves" marca de la casa que ya no abandonaba en lo que restaba de merienda. Siempre a pares, los "ya ves", servían para aliviar los largos silencios que tanto lo incomodaban; para responder a cualquier pregunta que pudieran formularle, la entendiera o no; y para tratar de iniciar, sin éxito la mayoría de las veces, una conversación trivial con la dependienta cuando ésta empuñaba, por ejemplo, la escoba. "Ya ves, ya ves, cómo trabajamos, Fabiola" si esa tarde conseguía recordar su nombre o "ya ves, yes, cómo trabajamos, señorina" si, por el contrario, la desmemoria le había nublado el entendimiento. Cuando acababa la conferencia con Manila, el abuelo recuperaba el ánimo, hablaban de si volvería a llover o no, de qué ruta tomarían de regreso a casa, de la poca clientela que acostumbraba a haber para, acto seguido, pedir la cuenta. La liturgia siempre era la misma: Fabiola decía que todo sumaba 4,20 euros; el señor Juan Riells se sorprendía de la cifra y exclamaba "¡caramba!" tras hacérsela repetir; hurgaba en su monederito de piel y sacaba las monedas precisas y le especificaba a la filipina que unos cuantos céntimos eran de propina; ésta lo ayudaba a incorporarse y a abrigarse; y, después de darle la mano como despedida a la "señorina fantástica", el señor Juan Riells se iba por donde había venido por su propio pie, antecedido de la acompañante y la silla de ruedas vacía. Sabedor de la falta de un artículo 420 en el Reglamento, me conformaba en mi interior con el vigésimo y cada tarde, al oír lo que se debía, me repetía, como un mantra implacable, el tostón de que "la presidencia accidental de la Junta gubernativa recaerá siempre en el vocal de superior empleo efectivo en el Cuerpo".
"Bona tarda, señorina fantástica", le adelanté la mano extendida a Fabiola después de muchos días de no vernos por las vacaciones de Navidad. "Bona tarda, señorino", me respondió como habitualmente solía hacerlo, sólo que esta vez añadió un funesto "pero el otro señorino ya no viene". "¿Y eso?", quise saber porque de ese modo, y no de otro, nos referíamos al señor Juan Riells y fue entonces cuando me notificó que había fallecido el día de Navidad. "¿Qué me dices?, ¡pobre!", fue lo único que acerté a decir y me acordé de que un par de días antes del fin de las clases se había saltado la merienda. Estaría pocho ya entonces, deduje con pesar. "Sí, el 25 fue", continuó. "Ya, ya sé que Navidad es el 25", la interrumpí de forma ruda y torpe. Y marché en dirección a mi mesa, con el librito bajo el brazo y las manos en los bolsillos del pantalón, recitando con un punto inevitable de pena y nostalgia el artículo 25 del Reglamento del Real Colegio de Artillería, aquél que dice que "la distribución de horas de un día de clase, en los cuatro primeros y cuatro últimos meses del año, será la siguiente: a las seis de la mañana se levantarán los caballeros Cadetes, empleando en vestirse, lavarse, peinarse y asearse hasta las siete...".
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