(Segunda parte del relato ganador del III Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
Sabía que el señor Juan Riells se llamaba Juan Riells porque su sordera era la peor enemiga de su intimidad. Cualquier cosa que hubiera de decirle a la chica que lo acompañaba o cualquier broma que le quisiera gastar a Fabiola, quien atendía la granja con alegre desparpajo y salero paraguayo, era bramada con inconsciente potencia por el anciano. De su propio pulmón nos enteramos que cumplía años el siguiente domingo, día 30 de noviembre. Artículo 30: "En tiempo de verano se hará que los caballeros Cadetes aprendan a nadar, siempre que haya proporción para ello; y el Capitán segundo tomará en este caso las providencias convenientes para evitar cualquier desgracia". Y que le caerían 88 años. Artículo 88: "Estará prohibido a los caballeros Cadetes el fumar, y si alguno incurriese en esta falta, será castigado con rigor". También por su tendencia a elevar la voz supimos, entre otras cosas, que si de algo estaba orgulloso en esta vida era de sus hijos y de poder presumir de zapatos siempre bien lustrados. Lo del calzado, desde luego, no podía discutírsele.
Me sorprendía yo recitando para mi sotabarba el articulado del dichoso Reglamento conforme los números irrumpían el azar de las conversaciones, al modo y manera de Tim, el eterno opositor de Los raíles, un cuento de Delibes que me encanta. Me fascina Delibes. A pesar de que no le entiendo la mitad de las palabras y de que he de correr al diccionario para ver qué diablos es el matacán del majuelo, la cárcava profunda o la vaca tudanca, vocabulario rural y montaraz cuyo significado olvido de un día para otro. Soy tan forofo de sus historias de pueblerinos que hubo una temporada, no hace tanto, en la cual decidí hacerme cazador, como él, y echarme una novia de Valladolid. Claro que la ventolera me duró poco y enseguida descarté ambos proyectos. Incapaz de matar una mosca y de distinguir una alondra de una calandria, como para encasquetarme una gorra a cuadros y liarme a tiros contra una inofensiva perdiz con el mercurio bajo cero. Y, ¿qué decir de las pucelanas? Cuentan que son difíciles, duras de roer. Mozas recias, serias y rectas, con unos principios inquebrantables, desconfiadas, hasta ariscas. Eso lo he oído yo con estas orejas que ha de comerse la tierra. Menudo panorama para un tímido patológico que siempre anda con las manos en los bolsillos, ¿no te parece? Que leía yo a Delibes es algo que jamás sospecharon mis compañeros de equipo. Imagínate la cara que habrían puesto de haberse enterado. Con lo brutos que son y lo locos que están. Sobre todo Sebas, el central. Es la bomba, el tío. De Pollensa. Cuando lo llamaba la novia y arrancaba a charlar en mallorquín, yo no entendía ni jota. Pero te contaba del señor Juan Riells. Que ya es casual, ahora que caigo. Los raíles, el título del relato que te he comentado, y Riells, rieles. De las vías del tren. ¿Comprendes? A lo que iba, que se me va el santo al cielo. El viejo a menudo soltaba las mismas ocurrencias. Las repetía hasta decir basta. Con la particularidad de que tanto daba que le dijeran basta, porque no lo oía, y él seguía a lo suyo. Que si "bona tarda, señorina" o "señorina fantástica" a Fabiola, que si "yo, pobre de mí, si ya estoy cero cero" cuando bromeaban con él sobre sus capacidades donjuanescas la propia Fabiola o la cuidadora de esa semana.
Porque al señor Juan Riells le cambiaban la acompañante, aproximadamente, cada lunes. Fabiola me había contado que ellas mismas explicaban que se debía al mal carácter de "la señora", esto es, la esposa del señor Juan Riells. De él no tenían queja. Lo paseaban en silla de ruedas hasta la granja, donde el señor Juan Riells se levantaba y, ayudado del bastón, se dirigía a la mesa tras saludar a Fabiola con mucha pompa. La acompañante plegaba la silla y la dejaba al fondo del local, apoyada contra la pared. Volvía hasta el anciano, colocaba en la silla un cojín de viaje más cómodo, lo ayudaba a quitarse el abrigo y la bufanda y se sentaba con él a tomar algo. El abuelo siempre lo hacía de cara a la puerta, como esos capos mafiosos que temen la repentina irrupción en su restaurante favorito de un pistolero con la pretensión de poner fin a su criminal existencia. Ambos pedían un zumo de naranja o de melocotón y alguna pasta o unas galletitas que compartían. "¿Cuándo nos vamos?", preguntaba nada más acabar la merienda. "¿Es que ya se quiere ir?", le respondían. Y él: "¿yo?, ¡pobre de mí, si yo estoy cero cero! No, nos vamos cuando tú digas". "Usted siempre tiene prisa, prisa por venir aquí y prisa por irse", contraatacaba la chica de turno y le tomaba bastante el pelo insistiéndole cada diez minutos en que se marcharían en diez minutos y así pasaban la tarde. Yo interrumpía la acción de pasar página y, con la mano en el aire, repetía para mis adentros el texto del artículo 10: "Tendrá la Compañía, además de la fuerza expresada, como plazas efectivas, un Capellán, un Cirujano de Ejército, un Maestro de equitación con seis caballos y un Cabo y tres Artilleros de a caballo para su cuidado, dos Tambores y un Pífano...".
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