jueves, 25 de diciembre de 2014
El príncipe heredero
Hunde las púas del tenedor en el roscón de Reyes, corta un pedazo y se lo lleva a la boca. La institutriz lo observa, satisfecha de los progresos del pequeño que ha sabido incluso defenderse con los cubiertos del pescado. De pronto, sus dientecitos tropiezan con algo. El niño se saca de la boca un rey de porcelana embadurnado de cabello de ángel y enseña la sorpresa oculta en el roscón a la familia. Los tíos de Grecia aplauden. La madre coge la figurita, la limpia con la servilleta y se la devuelve con una sonrisa. El padre, con solemnidad impostada y reverencia incluida, ciñe la corona de cartón en la cabeza del pequeño. Todos ríen la ocurrencia. También sus hermanas y los primos. En realidad, todos lo hacen menos el hermano mayor. A él el asunto no le ha hecho ni pizca de gracia.
lunes, 15 de diciembre de 2014
Los jueves
Como todos los jueves, escucho por la radio, mientras me afeito, el microrrelato ganador de la semana. Otra vez uno de ésos de padre que termina metiéndose en la cama de la hija. Siempre es lo mismo: por lo menos una vez al mes resulta vencedor un texto de estas características. O uno de suicidas. Me cabrea la falta de originalidad de los autores, el predecible fallo del jurado. Tanto que me corto.
Maldigo mi torpeza, enjuago la maquinilla en el agua turbia y la dejo en el lavabo. Arranco del rollo un trocito de papel higiénico y lo aplico sobre la herida. Y me dirijo al cuarto de la pequeña a despertarla, media hora antes de lo que acostumbra para arreglarse e ir al cole, porque hoy es jueves y los dos sabemos que los jueves Lola entra más pronto a trabajar.
(Relato finalista de la edición de noviembre de La Microbiblioteca)
Maldigo mi torpeza, enjuago la maquinilla en el agua turbia y la dejo en el lavabo. Arranco del rollo un trocito de papel higiénico y lo aplico sobre la herida. Y me dirijo al cuarto de la pequeña a despertarla, media hora antes de lo que acostumbra para arreglarse e ir al cole, porque hoy es jueves y los dos sabemos que los jueves Lola entra más pronto a trabajar.
(Relato finalista de la edición de noviembre de La Microbiblioteca)
martes, 25 de noviembre de 2014
Los trasplantados
Siempre más o menos a esa hora, los trasplantados recorren el pasillo en camisón (lo hacen a trompicones, como los actores de aquellas películas antiquísimas a las cuales les faltan algunos fotogramas), abrazados los tiestos contra sus pechos, y pasan lo que queda de tarde aprovechando el solecito que da en la pequeña sala de espera de la cuarta planta del hospital. Se sientan, con las macetas encima de las rodillas desnudas, delante de la cristalera que ofrece una maravillosa vista del paseo marítimo y de la playa y allí permanecen, en silencio, con los párpados entornados hasta que el sol desaparece detrás de los edificios de oficinas del Parque del Agua. Cuando esto ocurre, cuando dejan de sentir el resol en la frente y las mejillas, comprueban los trasplantados con resignado optimismo cómo han esponjado los corazones, los hígados y los riñones en sus respectivas macetas de barro cocido pintado de rojo. Entonces los enfermos se levantan con dificultad, casi a la vez, y regresan con ese mismo paso titubeante y torpe a sus habitaciones, cada uno a la suya, con los revigorizados órganos, cada uno el suyo, debajo del brazo.
(Relato finalista de la edición del mes de octubre de La Microbiblioteca)
(Relato finalista de la edición del mes de octubre de La Microbiblioteca)
martes, 4 de noviembre de 2014
Eso
Nunca habrás tenido ocasión de ver un bebé más frío y pálido. Tanto es así que sus labios, apenas insinuados, parecen morados. Tiene el pelo ralo y fosco y una sonrisa adulta que muestra una dentadura desordenada, tan fuera de lugar que inquieta. Y un cerco oscuro de niño enfermo alrededor de los ojos. Viste un camisoncito de hilo y encajes, como los de las criaturas de las fotos sepia de finales del XIX. Canturrea, con los ojos extraviados o en blanco, según, melodías repetitivas y perturbadoras. O gruñe. Pero nada de lo que te cuento, curiosamente, me llega a estremecer. Lo que de verdad me aterra de él, lo que me hiela la sangre, es eso que sostiene en las manos.
(Relato radiado el 31/10/2014 en Literatura en corto de la Cadena Ser Ávila. Podéis escucharlo en el siguiente enlace)
(Relato radiado el 31/10/2014 en Literatura en corto de la Cadena Ser Ávila. Podéis escucharlo en el siguiente enlace)
jueves, 23 de octubre de 2014
Traducido al polaco
Con muchísimo retraso pero ahí lo tenéis, ¡por fin!, Almohada insomne en ¡polaco! Quién iba a decir que este cuentito, seleccionado por Rosana Alonso y Manu Espada para el DeAntología de Talentura Libros, acabaría llamando la atención de los editores de la revista polaca de psicología Charaktery. El texto apareció en el número de agosto, traducido por Agata Draus-Kłobucka. Contento es poco, amigos.
martes, 21 de octubre de 2014
Grimas con chinchetas
Rubén Rojas Yedra dedica la penúltima entrada de su blog {Arte con chinchetas} a Grimas y leyendas. Ha tenido la paciencia de leerse todos los textos que han ido apareciendo aquí durante estos años y ha seleccionado los cuatro que más le han gustado: Yogur premiado, Nobleza obliga, Generación perdida y Papanoeles sonrientes.
Tanto si coinciden con vuestros relatos favoritos como si no, os invito a echarle un vistazo al muy recomendable [Arte con chinchetas}, donde podréis leer muy buenos microrrelatos del propio Rubén y de otros autores de su agrado.
Gracias, maestro.
Tanto si coinciden con vuestros relatos favoritos como si no, os invito a echarle un vistazo al muy recomendable [Arte con chinchetas}, donde podréis leer muy buenos microrrelatos del propio Rubén y de otros autores de su agrado.
Gracias, maestro.
viernes, 17 de octubre de 2014
Yo, bibliotecario (4/4)
(Cuarta parte del relato ganador del I Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
Ya que hemos traído a colación el tema de los ladronzuelos, me vienen a la mente un par o tres de situaciones vividas, muy jugosas. Hay tantas. Recuerdo cuando la alarma le sonó a un pollo que salía con una bolsa de deporte de color rojo Ferrari llena. Estos chorizos suelen ser chicos, no sé si porque son más pobres o más delincuentes de nacimiento o, simplemente, porque son más tontos y los pillamos, mientras que ellas se las ingenian para expurgar nuestra colección en función de sus necesidades y sin pedirnos permiso y nunca llegamos a enterarnos. Abrió la bolsa y empezó a sacar cosas de ella: que si la carpeta, que si camisetas y un pantalón de chándal, que si revistas de motor y algún libro suyo. Al fondo de todo distinguí un código civil. “Y ese código, ¿lo estabas robando?”, inquirí, medio en broma, medio en serio, porque nunca sabes cómo preguntarle a alguien una cosa así ni de qué manera va a reaccionar ante tus sospechas. “Eso parece”, respondió con una dignísima deportividad, impropia de este tipo de sujetos. Es más, cuando le rogué que me diese su carnet para ponerle la consiguiente sanción me lo dio con la mejor disposición. Qué cosas. Otro que devolvió el libro tras ser sorprendido en flagrante delito tuvo la desfachatada ocurrencia de preguntarnos “¡anda!, ¿es que no eran gratis?”, antes de irse tan pancho. ¿El tercer episodio? Ah, sí, hubo a uno a quien cazamos como a éste otro que acabo de contar. Salía tranquilamente por la puerta cuando el timbre de la alarma delató su acción. En vista de que lo habíamos pillado con el cuerpo del delito y de que no podría llevarse el libro a casa como tenía planeado, nos lo pidió “un ratito, por lo menos, para hacer unas fotocopias de los capítulos tres y cuatro”. Vivir para ver. Lo mandamos a paseo.
Hay tardes en las cuales, antes de salir a merendar a la granja con mi novela incrustada bajo el sobaco, me paso por la tienda de Orange. Entro, seducido por su sugerente rótulo naranja, y pido un zumo. Me miran raro.
Un día en que me aburría, sería incapaz de precisar ahora mismo cuál de ellos fue, porque como ésos hay muchos, y variados, navegué distraídamente por la red hasta dar por casualidad con un artículo, muy ñoño, escrito por una bibliotecaria chilena, en el cual mencionaba todas las cosas que había ido encontrando abandonadas dentro de los libros a lo largo de su dilatada carrera profesional. Hablaba de flores secas, tarjetas de transporte público antiguas, postales, fotos, envoltorios de caramelos, un poema manuscrito y anónimo… Y de dinero, un billete que los bibliotecarios habían dedicado a la compra de unos bombones, de los más baratos, para los usuarios y de un modesto regalito para un niño que se había quedado sin Reyes porque sus padres estaban en el paro. Le enseñé aquel texto, tan rezumante de altruismo, bondad y almíbar a partes iguales, al compañero que recogía en una caja de cartón todas las reliquias que nosotros habíamos ido encontrando a lo largo de los años, muy parecidas a las descritas por la chilena de buen corazón. Nuestra colección no se diferenciaba demasiado de la suya. También había, además de lo descrito por nuestra colega al otro lado del charco, una quiniela con calca de una temporada en la que Rayo y Hércules militaban en la Primera División, unos recibos del Colegio de Abogados, publicidad de un restaurante chino o la factura de una depilación brasileña que le habían practicado a una tal Natacha en junio de dos mil cuatro. Pero yo no se lo había hecho leer para que comparase ambas colecciones sino para ver cómo se carcajeaba al llegar a lo de los bombones. Hubo una mañana en que él también se había encontrado un billete de cincuenta euros entre las páginas de un ejemplar devuelto. La gente usa como punto de libro cualquier cosa y, además, suele ser despistada. A lo que iba, él invirtió el hallazgo en irse de putas. Todavía se ríe, llora de la risa, vamos, cuando le hablo del niño chileno y de su regalo de Reyes. Bueno, en honor a la verdad, yo también lo hago. Es que lo encuentro muy gracioso. De veras.
En otra ocasión, más adelante y siempre que os parezca bien, os cuento alguna cosita de toros. De toros y de flamenco. Que es de lo que, en realidad, sé algo.
Ya que hemos traído a colación el tema de los ladronzuelos, me vienen a la mente un par o tres de situaciones vividas, muy jugosas. Hay tantas. Recuerdo cuando la alarma le sonó a un pollo que salía con una bolsa de deporte de color rojo Ferrari llena. Estos chorizos suelen ser chicos, no sé si porque son más pobres o más delincuentes de nacimiento o, simplemente, porque son más tontos y los pillamos, mientras que ellas se las ingenian para expurgar nuestra colección en función de sus necesidades y sin pedirnos permiso y nunca llegamos a enterarnos. Abrió la bolsa y empezó a sacar cosas de ella: que si la carpeta, que si camisetas y un pantalón de chándal, que si revistas de motor y algún libro suyo. Al fondo de todo distinguí un código civil. “Y ese código, ¿lo estabas robando?”, inquirí, medio en broma, medio en serio, porque nunca sabes cómo preguntarle a alguien una cosa así ni de qué manera va a reaccionar ante tus sospechas. “Eso parece”, respondió con una dignísima deportividad, impropia de este tipo de sujetos. Es más, cuando le rogué que me diese su carnet para ponerle la consiguiente sanción me lo dio con la mejor disposición. Qué cosas. Otro que devolvió el libro tras ser sorprendido en flagrante delito tuvo la desfachatada ocurrencia de preguntarnos “¡anda!, ¿es que no eran gratis?”, antes de irse tan pancho. ¿El tercer episodio? Ah, sí, hubo a uno a quien cazamos como a éste otro que acabo de contar. Salía tranquilamente por la puerta cuando el timbre de la alarma delató su acción. En vista de que lo habíamos pillado con el cuerpo del delito y de que no podría llevarse el libro a casa como tenía planeado, nos lo pidió “un ratito, por lo menos, para hacer unas fotocopias de los capítulos tres y cuatro”. Vivir para ver. Lo mandamos a paseo.
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Hay tardes en las cuales, antes de salir a merendar a la granja con mi novela incrustada bajo el sobaco, me paso por la tienda de Orange. Entro, seducido por su sugerente rótulo naranja, y pido un zumo. Me miran raro.
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Un día en que me aburría, sería incapaz de precisar ahora mismo cuál de ellos fue, porque como ésos hay muchos, y variados, navegué distraídamente por la red hasta dar por casualidad con un artículo, muy ñoño, escrito por una bibliotecaria chilena, en el cual mencionaba todas las cosas que había ido encontrando abandonadas dentro de los libros a lo largo de su dilatada carrera profesional. Hablaba de flores secas, tarjetas de transporte público antiguas, postales, fotos, envoltorios de caramelos, un poema manuscrito y anónimo… Y de dinero, un billete que los bibliotecarios habían dedicado a la compra de unos bombones, de los más baratos, para los usuarios y de un modesto regalito para un niño que se había quedado sin Reyes porque sus padres estaban en el paro. Le enseñé aquel texto, tan rezumante de altruismo, bondad y almíbar a partes iguales, al compañero que recogía en una caja de cartón todas las reliquias que nosotros habíamos ido encontrando a lo largo de los años, muy parecidas a las descritas por la chilena de buen corazón. Nuestra colección no se diferenciaba demasiado de la suya. También había, además de lo descrito por nuestra colega al otro lado del charco, una quiniela con calca de una temporada en la que Rayo y Hércules militaban en la Primera División, unos recibos del Colegio de Abogados, publicidad de un restaurante chino o la factura de una depilación brasileña que le habían practicado a una tal Natacha en junio de dos mil cuatro. Pero yo no se lo había hecho leer para que comparase ambas colecciones sino para ver cómo se carcajeaba al llegar a lo de los bombones. Hubo una mañana en que él también se había encontrado un billete de cincuenta euros entre las páginas de un ejemplar devuelto. La gente usa como punto de libro cualquier cosa y, además, suele ser despistada. A lo que iba, él invirtió el hallazgo en irse de putas. Todavía se ríe, llora de la risa, vamos, cuando le hablo del niño chileno y de su regalo de Reyes. Bueno, en honor a la verdad, yo también lo hago. Es que lo encuentro muy gracioso. De veras.
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En otra ocasión, más adelante y siempre que os parezca bien, os cuento alguna cosita de toros. De toros y de flamenco. Que es de lo que, en realidad, sé algo.
Yo, bibliotecario (3/4)
(Tercera parte del relato ganador del I Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
Algunas veces, atendiendo a los usuarios, se sostienen conversaciones que desmoralizan a cualquiera, incluido el bibliotecario modelo, el profesional de la información ejemplar, el vocacional, aquél que se entrega en cuerpo y alma a su cometido. En el transcurso de las mismas uno no puede dejar de recordar todos los preceptos aprendidos durante los años de carrera; todos aquellos textos llenos de palabras técnicas y frases muy bien intencionadas, tan elaboradas y tan vacuas; todas esas horas dedicadas a la planificación de las entrevistas con los estudiantes para captar sus necesidades reales de información, etecé, etecé. Veamos un ejemplo particularmente descorazonador protagonizado por un alumno de derecho y por este humilde narrador:
- Dame el libro de criminal –dice.
- ¿El de enjuiciamiento criminal? –digo.
- Puede –dice.
- ¿O quieres el de penal? –digo.
- Sí, no sé, el que se dé en penal –dice.
- ¿Uno en concreto? –digo.
- Da lo mismo, es para la clase de penal –dice.
- ¿Éste mismo? –digo.
- Cualquiera –dice.
Esta cápsula bibliotecaria se la dedico a la erudición del extinto Maurice B. Line y a la memoria de otros sabios cuyos apellidos ilustres no recuerdo y al talento de este muchacho, aventajado discípulo de Tip y de Coll y de Faemino y de Cansado, a quienes conseguimos emular esa mañana de octubre.
Claro que a otro a quien tampoco puedo soportar es a Bryan Ferry. Por lánguido.
A pesar de que en el mostrador, de vez en cuando, te encuentras con quien aprovecha la presencia de alguien que lo atienda amablemente para contarle su vida, la existencia de un bibliotecario es, en ese sentido, mucho más plácida de lo que pudiera serlo la de, pongamos por caso, un camarero, un taxista o un cura. Siendo así las cosas, nos es muy difícil llegar a conocer cómo son, en realidad, nuestros usuarios. En alguna ocasión se les escapa un detalle, claro está, no tendría sentido negar algo así, pero nunca nada serio o trascendente. Por ello, uno de los pocos indicios con los cuales contamos a la hora de saber de qué pie cojea el uno, o la personalidad de la otra, es, sin lugar a dudas, la dirección de correo electrónico que utilizan. No me refiero, por supuesto, a aquéllos que usan una dirección formada con la inicial del nombre y el o los apellidos. No, ésas no dicen nada. Incluso pueden ser las que les han asignado en el trabajo, como nos ocurre a nosotros. Basura. Pero cuando les abrimos la ficha de préstamo y, después de pedirles el número del deneí, la dirección postal y el teléfono, los interrogamos preguntándoles por su correo electrónico, a veces nos llevamos gratísimas sorpresas. Desde la mosquita muerta que te contesta muy bajito que su dirección es pasionysentimiento@noséqué.com hasta la tipa con pinta de okupa, quien prácticamente te escupe su conpistolasyaloloco@nosécuántos.com. Y, durante años, por el punto de información han pasado el astuto silverfox; el intrépido indianajones, más bien con pinta de atolondrado empollón; la reivindicativa antitaurinagirl; las divertidas pichurreta2000, pepejeans_girl, kina_trompa y palomitasdemaiz; el hooligan espanyolalauefa; la desconcertante diosnopermitasquelacaguemos; la encantadora titi_is_back; la belleza griega korekale; las pizpiretas barrufeta1988 y hadachiquitina; y el petulante elrond (“y eso, ¿cómo se escribe?”, tuve que preguntarle. “Como el de El señor de los anillos”, me dijo muy serio. “Perdona pero es que no lo sigo mucho, así que me lo tendrás que deletrear”, repuse, cosa que hizo con evidente desgana). Personalmente, yo tuve el honor de registrar a sexybabs@elservidorquesea.com, una grácil muchachita de aspecto frágil y dulce conversación quien me confesó, ruborizada y sin que yo manifestase ninguna extrañeza ni aparente interés por su cuenta de correo (habiendo visto tantas cosas raras como las había visto ya), que se la había creado “cuando tenía catorce años”. No sé por qué pero me da en la nariz que esa chica acabará siendo profesora de la casa. Ya veremos. Al tiempo.
Meses atrás reconocí al director de una de las bibliotecas universitarias más importantes del país en el Alvia nocturno de Barcelona a Santiago de Compostela. Se pasó las catorce horas largas de trayecto, el tío, sin moverse del asiento. Por no pagarse una litera. Cuentan de él que recoge las propinas que quedan huérfanas en los platillos de los bares aunque no sé yo si eso será verdad.
Algunas veces, atendiendo a los usuarios, se sostienen conversaciones que desmoralizan a cualquiera, incluido el bibliotecario modelo, el profesional de la información ejemplar, el vocacional, aquél que se entrega en cuerpo y alma a su cometido. En el transcurso de las mismas uno no puede dejar de recordar todos los preceptos aprendidos durante los años de carrera; todos aquellos textos llenos de palabras técnicas y frases muy bien intencionadas, tan elaboradas y tan vacuas; todas esas horas dedicadas a la planificación de las entrevistas con los estudiantes para captar sus necesidades reales de información, etecé, etecé. Veamos un ejemplo particularmente descorazonador protagonizado por un alumno de derecho y por este humilde narrador:
- Dame el libro de criminal –dice.
- ¿El de enjuiciamiento criminal? –digo.
- Puede –dice.
- ¿O quieres el de penal? –digo.
- Sí, no sé, el que se dé en penal –dice.
- ¿Uno en concreto? –digo.
- Da lo mismo, es para la clase de penal –dice.
- ¿Éste mismo? –digo.
- Cualquiera –dice.
Esta cápsula bibliotecaria se la dedico a la erudición del extinto Maurice B. Line y a la memoria de otros sabios cuyos apellidos ilustres no recuerdo y al talento de este muchacho, aventajado discípulo de Tip y de Coll y de Faemino y de Cansado, a quienes conseguimos emular esa mañana de octubre.
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Claro que a otro a quien tampoco puedo soportar es a Bryan Ferry. Por lánguido.
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A pesar de que en el mostrador, de vez en cuando, te encuentras con quien aprovecha la presencia de alguien que lo atienda amablemente para contarle su vida, la existencia de un bibliotecario es, en ese sentido, mucho más plácida de lo que pudiera serlo la de, pongamos por caso, un camarero, un taxista o un cura. Siendo así las cosas, nos es muy difícil llegar a conocer cómo son, en realidad, nuestros usuarios. En alguna ocasión se les escapa un detalle, claro está, no tendría sentido negar algo así, pero nunca nada serio o trascendente. Por ello, uno de los pocos indicios con los cuales contamos a la hora de saber de qué pie cojea el uno, o la personalidad de la otra, es, sin lugar a dudas, la dirección de correo electrónico que utilizan. No me refiero, por supuesto, a aquéllos que usan una dirección formada con la inicial del nombre y el o los apellidos. No, ésas no dicen nada. Incluso pueden ser las que les han asignado en el trabajo, como nos ocurre a nosotros. Basura. Pero cuando les abrimos la ficha de préstamo y, después de pedirles el número del deneí, la dirección postal y el teléfono, los interrogamos preguntándoles por su correo electrónico, a veces nos llevamos gratísimas sorpresas. Desde la mosquita muerta que te contesta muy bajito que su dirección es pasionysentimiento@noséqué.com hasta la tipa con pinta de okupa, quien prácticamente te escupe su conpistolasyaloloco@nosécuántos.com. Y, durante años, por el punto de información han pasado el astuto silverfox; el intrépido indianajones, más bien con pinta de atolondrado empollón; la reivindicativa antitaurinagirl; las divertidas pichurreta2000, pepejeans_girl, kina_trompa y palomitasdemaiz; el hooligan espanyolalauefa; la desconcertante diosnopermitasquelacaguemos; la encantadora titi_is_back; la belleza griega korekale; las pizpiretas barrufeta1988 y hadachiquitina; y el petulante elrond (“y eso, ¿cómo se escribe?”, tuve que preguntarle. “Como el de El señor de los anillos”, me dijo muy serio. “Perdona pero es que no lo sigo mucho, así que me lo tendrás que deletrear”, repuse, cosa que hizo con evidente desgana). Personalmente, yo tuve el honor de registrar a sexybabs@elservidorquesea.com, una grácil muchachita de aspecto frágil y dulce conversación quien me confesó, ruborizada y sin que yo manifestase ninguna extrañeza ni aparente interés por su cuenta de correo (habiendo visto tantas cosas raras como las había visto ya), que se la había creado “cuando tenía catorce años”. No sé por qué pero me da en la nariz que esa chica acabará siendo profesora de la casa. Ya veremos. Al tiempo.
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Meses atrás reconocí al director de una de las bibliotecas universitarias más importantes del país en el Alvia nocturno de Barcelona a Santiago de Compostela. Se pasó las catorce horas largas de trayecto, el tío, sin moverse del asiento. Por no pagarse una litera. Cuentan de él que recoge las propinas que quedan huérfanas en los platillos de los bares aunque no sé yo si eso será verdad.
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miércoles, 15 de octubre de 2014
Yo, bibliotecario (2/4)
(Segunda parte del relato ganador del I Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
Si tuviera el antebrazo más ancho, me tatuaría en él el rostro de un bibliotecario famoso. Un top. Alguien tipo Dewey o Rubió i Balaguer o, mejor, qué caramba, tipo Ranganathan. Pero tengo bracitos de alfeñique y no me quedaría bien.
Un erasmus alemán u holandés (¿existe alguna diferencia entre ellos?), cuya piel perpetuamente bronceada causaba admiración y envidia entre las bibliotecarias de mi turno, había adquirido el hábito de toser y estornudar con abundante estrépito y aparato sonoro, cuando no eructar o emitir risitas, al ponerse a consultar, durante horas y horas y más horas, Internet. Encajarse los auriculares en los pabellones auditivos y perder la consciencia de hallarse en un lugar público y, para su desgracia, silencioso, era todo uno. Un día en el cual sus risas, provocadas en esa ocasión por un episodio especialmente divertido de The Simpsons, requirieron mi presencia, la tercera en lo que llevaba de semana, se excusó con un pulgar hacia arriba a la vez que pronunciaba un enigmático “ok, ok, gracias, gracias”. Su tarzanesco discurso dejó bien a las claras que no se había enterado de nada de lo que le había estado diciendo. Y eso que mi mensaje no había sido tan complicado. “No estás solo, ¿me entiendes?, no estás solo. O dejo de oírte o te echo”. Nada más girarme, sin apenas tiempo de dar el primer paso, mis oídos volvieron a escuchar su tímido y medio sofocado “jijiji”. Volví hacia él hecho una hidra y lo invité a marcharse. “Ok, ok, gracias, todos hablan, no yo sólo”, vino a responder, "gracias, ok, gracias”, dijo y, con tanto “gracias”, me recordó a un juez de silla educadísimo del Conde de Godó. Se disculpó juntando las palmas de las manos a modo de oración budista y regresé al mostrador con evidente disgusto.
Entonces escuché a alguien que pronunciaba mi nombre. Me di la vuelta y me encontré, de pie junto a los ordenadores, a un alumno gigantón a quien había ayudado en el despacho en un par de ocasiones con un problema que tenía para acceder a su espacio personal y con su identificación en el campus virtual. “¿Quieres que lo echemos?”, me preguntó señalando alternativamente al erasmus color barro, que era como el Golem pero estrecho de hombros, y a un colega suyo de gimnasio, el cual permanecía silencioso a su lado. “No, no, no pasa nada”, respondí, azorado. “En serio, que no nos cuesta nada, si quieres lo echamos a la calle”, insistió, frotándose las manos. “De verdad, tranquilo, no pasa nada”, contesté con una sonrisa nerviosa que supe esbozar para que la cosa no fuese a más. Me sentí como el blanco de la película, ése que ha salvado de las garras de un bicho peligroso a la hijita de un jefe local o de un nativo forzudo y ve cómo éste pasa a convertirse en una especie de esclavo servil al sentirse en deuda eterna con él. Una sensación, dicho sea de paso, de lo más agradable. ¿Por qué no reconocerlo?
Cuando entro en una biblioteca pública, una extraña fuerza de origen desconocido me empuja a pasearme por la sección de poesía. Encuentro, a veces, en las baldas de la sección rotulada como “Poesía castellana”, obras de García Lorca, Alberti o Miguel Hernández, autores granaínos, gaditanos, alicantinos, o lo que se tercie, convertidos en mesetarios por el capricho de algún iluminado. Casi siempre que eso ocurre, sufro palpitaciones y se me acelera el pulso y corro a meterme en el bar más cercano a tomarme un anís del Mono para calmar los nervios. Si la cosa se prolonga, tengo por costumbre terminar mi ingesta medicinal dando una conferencia a la parroquia presente sobre lo gordo que me cae George Clooney. Detesto su miradita, su sonrisita de cordial picardía o pícara cordialidad. Me resulta estomagante de la cabeza a los pies. Todo entero. Lo odio profundamente, a George Clooney. Y a sus primogénitos.
Si tuviera el antebrazo más ancho, me tatuaría en él el rostro de un bibliotecario famoso. Un top. Alguien tipo Dewey o Rubió i Balaguer o, mejor, qué caramba, tipo Ranganathan. Pero tengo bracitos de alfeñique y no me quedaría bien.
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Un erasmus alemán u holandés (¿existe alguna diferencia entre ellos?), cuya piel perpetuamente bronceada causaba admiración y envidia entre las bibliotecarias de mi turno, había adquirido el hábito de toser y estornudar con abundante estrépito y aparato sonoro, cuando no eructar o emitir risitas, al ponerse a consultar, durante horas y horas y más horas, Internet. Encajarse los auriculares en los pabellones auditivos y perder la consciencia de hallarse en un lugar público y, para su desgracia, silencioso, era todo uno. Un día en el cual sus risas, provocadas en esa ocasión por un episodio especialmente divertido de The Simpsons, requirieron mi presencia, la tercera en lo que llevaba de semana, se excusó con un pulgar hacia arriba a la vez que pronunciaba un enigmático “ok, ok, gracias, gracias”. Su tarzanesco discurso dejó bien a las claras que no se había enterado de nada de lo que le había estado diciendo. Y eso que mi mensaje no había sido tan complicado. “No estás solo, ¿me entiendes?, no estás solo. O dejo de oírte o te echo”. Nada más girarme, sin apenas tiempo de dar el primer paso, mis oídos volvieron a escuchar su tímido y medio sofocado “jijiji”. Volví hacia él hecho una hidra y lo invité a marcharse. “Ok, ok, gracias, todos hablan, no yo sólo”, vino a responder, "gracias, ok, gracias”, dijo y, con tanto “gracias”, me recordó a un juez de silla educadísimo del Conde de Godó. Se disculpó juntando las palmas de las manos a modo de oración budista y regresé al mostrador con evidente disgusto.
Entonces escuché a alguien que pronunciaba mi nombre. Me di la vuelta y me encontré, de pie junto a los ordenadores, a un alumno gigantón a quien había ayudado en el despacho en un par de ocasiones con un problema que tenía para acceder a su espacio personal y con su identificación en el campus virtual. “¿Quieres que lo echemos?”, me preguntó señalando alternativamente al erasmus color barro, que era como el Golem pero estrecho de hombros, y a un colega suyo de gimnasio, el cual permanecía silencioso a su lado. “No, no, no pasa nada”, respondí, azorado. “En serio, que no nos cuesta nada, si quieres lo echamos a la calle”, insistió, frotándose las manos. “De verdad, tranquilo, no pasa nada”, contesté con una sonrisa nerviosa que supe esbozar para que la cosa no fuese a más. Me sentí como el blanco de la película, ése que ha salvado de las garras de un bicho peligroso a la hijita de un jefe local o de un nativo forzudo y ve cómo éste pasa a convertirse en una especie de esclavo servil al sentirse en deuda eterna con él. Una sensación, dicho sea de paso, de lo más agradable. ¿Por qué no reconocerlo?
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Cuando entro en una biblioteca pública, una extraña fuerza de origen desconocido me empuja a pasearme por la sección de poesía. Encuentro, a veces, en las baldas de la sección rotulada como “Poesía castellana”, obras de García Lorca, Alberti o Miguel Hernández, autores granaínos, gaditanos, alicantinos, o lo que se tercie, convertidos en mesetarios por el capricho de algún iluminado. Casi siempre que eso ocurre, sufro palpitaciones y se me acelera el pulso y corro a meterme en el bar más cercano a tomarme un anís del Mono para calmar los nervios. Si la cosa se prolonga, tengo por costumbre terminar mi ingesta medicinal dando una conferencia a la parroquia presente sobre lo gordo que me cae George Clooney. Detesto su miradita, su sonrisita de cordial picardía o pícara cordialidad. Me resulta estomagante de la cabeza a los pies. Todo entero. Lo odio profundamente, a George Clooney. Y a sus primogénitos.
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Yo, bibliotecario (1/4)
(Primera parte del relato ganador del I Concurs de relats breus de la Facultat de Dret de la UB)
¿Sabíais que el luquete es la rodajita de limón que se añade a las bebidas? ¿Y que el rugido emitido por un estómago saciado se llama borborigmo? El confuerzo no es otra cosa que un banquete fúnebre. Dedico mi tiempo libre de bibliotecario universitario a indagar en los diccionarios. A bucear en ellos. Descubrir nuevos términos provoca en mí un placer mayúsculo, supongo que incomprensible para la mayoría.
Paradójicamente, ay, trabajo para muchachos que no saben pronunciar correctamente palabras como gobernabilidad o hemeroteca y para mozas que creen que Íbidem es el nombre de un autor clásico latino, estudiantes incapaces de silabear el apellido Albaladejo.
“Buenas tardes. Busco un libro grande de constitucional”, pidió en cierta ocasión un alumno. No supo facilitarnos el nombre del autor ni el del editor e incluso falló cuando probamos con el recurso que nos vemos obligados a emplear, ocasionalmente, con los más zoquetes: también desconocía el color de la cubierta de la obra. Sólo tenía constancia de que era un libro grande, dato éste del tamaño, por otro lado, bastante subjetivo, y que repetía sin parar. Así que lo enviamos a la tercera planta, donde se encuentran los libros de derecho constitucional, no sin antes permitirnos la humorada de informarle de que era el piso de los libros grandes. Algo en el interior del chico, sin embargo, le decía que podríamos tenerlo en la primera planta, reservada a los manuales. “Me suena que está en la primera, miraré allí antes”, comentó resuelto antes de subir y volver, al poco, con un voluminoso libro de constitucional en la mano y una sonrisa triunfal iluminándole el rostro. “No es tan grande como esperaba”, se lamentó, algo decepcionado. “¿Lo ves? Por eso lo tenemos en la primera”, improvisó alguien como una buena respuesta para salir del trance.
Pero, en el fondo, eso de solicitar obras por su tamaño o peso no deja de ser una excentricidad. Lo de pedir los libros por su color, eso sí, se ha convertido en un hábito realmente irritante. Parece norma. Se extiende entre lo más obtuso de nuestro alumnado universitario como un vertido en el océano, lento pero inclemente. Un día le contesté a uno de estos muchachos, incapaces de citar el apellido del autor o alguna palabra del título del libro que pretende, que no podía ayudarlo porque yo era daltónico. Y me quedé tan ancho.
¿Sabíais que el luquete es la rodajita de limón que se añade a las bebidas? ¿Y que el rugido emitido por un estómago saciado se llama borborigmo? El confuerzo no es otra cosa que un banquete fúnebre. Dedico mi tiempo libre de bibliotecario universitario a indagar en los diccionarios. A bucear en ellos. Descubrir nuevos términos provoca en mí un placer mayúsculo, supongo que incomprensible para la mayoría.
Paradójicamente, ay, trabajo para muchachos que no saben pronunciar correctamente palabras como gobernabilidad o hemeroteca y para mozas que creen que Íbidem es el nombre de un autor clásico latino, estudiantes incapaces de silabear el apellido Albaladejo.
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“Buenas tardes. Busco un libro grande de constitucional”, pidió en cierta ocasión un alumno. No supo facilitarnos el nombre del autor ni el del editor e incluso falló cuando probamos con el recurso que nos vemos obligados a emplear, ocasionalmente, con los más zoquetes: también desconocía el color de la cubierta de la obra. Sólo tenía constancia de que era un libro grande, dato éste del tamaño, por otro lado, bastante subjetivo, y que repetía sin parar. Así que lo enviamos a la tercera planta, donde se encuentran los libros de derecho constitucional, no sin antes permitirnos la humorada de informarle de que era el piso de los libros grandes. Algo en el interior del chico, sin embargo, le decía que podríamos tenerlo en la primera planta, reservada a los manuales. “Me suena que está en la primera, miraré allí antes”, comentó resuelto antes de subir y volver, al poco, con un voluminoso libro de constitucional en la mano y una sonrisa triunfal iluminándole el rostro. “No es tan grande como esperaba”, se lamentó, algo decepcionado. “¿Lo ves? Por eso lo tenemos en la primera”, improvisó alguien como una buena respuesta para salir del trance.
Pero, en el fondo, eso de solicitar obras por su tamaño o peso no deja de ser una excentricidad. Lo de pedir los libros por su color, eso sí, se ha convertido en un hábito realmente irritante. Parece norma. Se extiende entre lo más obtuso de nuestro alumnado universitario como un vertido en el océano, lento pero inclemente. Un día le contesté a uno de estos muchachos, incapaces de citar el apellido del autor o alguna palabra del título del libro que pretende, que no podía ayudarlo porque yo era daltónico. Y me quedé tan ancho.
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“Dios os maldiga a ti y a todos tus primogénitos”, les deseamos, así, en plural y por lo bajini, mi compañero de mostrador y yo a los usuarios más tarugos. Y nos echamos unas risas de lo más tontas a su costa. Después, y ya para mis adentros, también maldigo al que inventó lo de los gestores de la información y lo de los gestores documentales y demás mandangas para designar a los bibliotecarios de toda la vida. Y a quien patentó el terminacho CRAI para las bibliotecas universitarias. A ellos y, claro está, a sus respectivos primogénitos. Pero que no salga de aquí.
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Determinados energúmenos descargan sus frustraciones o dan rienda suelta a sus inquietudes artísticas en las portadas de los libros de las bibliotecas. Cuando hablo de portadas lo hago refiriéndome a la acepción bibliográfica del término, aquella página en la cual leemos el título de la obra, el nombre del autor y el pie de imprenta de la edición. Hay quienes ejercen como tales, decía, en una mala tarde, como la que todos convenimos en recordar de tanto en tanto que tuvo Manolete, y quienes, por el contrario, proceden con método y constancia. Un acomplejado, que seguro acabó en algún momento de su vida tumbado en un diván hablándole a un profesional, pasaba sus horas de biblioteca dibujando enormes falos en las portadas de los libros de derecho penal, acompañados de una breve leyenda que ponía en duda la virilidad de un reputado profesor de ese mismo departamento. Un falo toscamente representado y dos testículos con tres púas a modo de pelos saliendo de cada uno de ellos, con cuatro garabatos, no vaya nadie a pensar que estoy refiriéndome a un dibujo digno de ser subastado por Sotheby’s. Luego teníamos que disimular semejantes pollones con tippex y esbozar una mueca de autocompasión cada vez que un usuario nos venía con un ejemplar en la mano denunciando el acto de barbarie recién descubierto. Reconozcamos, sin embargo, que alguno de esos desaprensivos tenía, al menos, algo de gracia cuando empuñaba el bolígrafo profanador. Recuerdo a aquél que dedicó un libro de derecho civil “A Paco Martínez Soria, que tanto me ha hecho reír”; a aquél otro que suplantó la personalidad del catedrático autor de la obra para escribir en su portada y con letra de niño “A mis antiguos alumnos”; o a ése que se permitió poner “Con cariño, Alexis de Tocqueville” en un ejemplar de El antiguo régimen y la revolución del célebre pensador todoterreno del siglo XIX.
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martes, 16 de septiembre de 2014
Malditos Correos
Echado en el camastro, abrió el primero de los sobres que le había tendido el funcionario. Su mujer le contaba cómo iba todo por casa. Muchos besos y tal. Se preguntaba, al final, a qué venía el cuento del niño que quería ser registrador que le había enviado en su última carta desde la cárcel. Rasgó el siguiente. Llevaba remite del abogado. Acusaba recibo de la receta de las croquetas que, por cierto, nadie le había pedido, y lamentaba anunciarle que, al no haberle mandado su versión de los hechos, descartara un pacto favorable con la acusación. Sonrió con amargura. Había adivinado el contenido del tercero antes de abrirlo. La institución convocante del concurso literario le comunicaba que su historia del tipo que acababa en el banquillo por haberle reventado la cabeza a botellazos de gaseosa a una fulana en un modesto hotel de la Rambla había ganado el primer premio del certamen.
miércoles, 30 de julio de 2014
Cerrado por vacaciones
Vuelvo en septiembre con más grimas y más leyendas. Y hasta entonces... ¡no olvidéis supervitaminaros y mineralizaros!
martes, 22 de julio de 2014
Invisibilidad
Si a mí el no verme reflejado en la luna del armario tanto se me da. En lo que respecta al espejo del cuarto de baño, ¿qué decir? Tres cuartos de lo mismo. Total, hace años que ni me peino. ¿Por qué tendría que hacerlo si no hay quien repare en mí? Si nadie me ve, soy invisible a los ojos de los demás desde que tengo uso de razón. A mí lo de los espejos es que me da lo mismo, en serio. No mentiría en algo así. No le encuentro ningún sentido a negar la evidencia. Sólo hay una cosa en todo esto, eso sí, que consigue sacarme de mis casillas. Y es que no se me abran las puertas automáticas de los supermercados y de los grandes almacenes cuando me planto delante de ellas. Que no perciban mi presencia. O no la adviertan, no sé qué verbo hay que utilizar cuando uno se refiere a la capacidad de un engendro –o ingenio– mecánico de detectar a alguien. Sólo eso me altera. Por el frío. Y más con lo crudo que está siendo este invierno. Por el frío, sí, sobre todo por el frío.
viernes, 20 de junio de 2014
ΕΞΟΔΟΣ
Mira el monstruo en la dirección que le señala la espada desnuda de Teseo. Incapaz de encontrar la salida por sí mismo durante todos estos años, vagando a tientas por los estrechos –húmedos, fétidos– pasadizos del dédalo en cuyo interior se consume, quebrando a su paso las calaveras de enemigos antiguos, es el rey de Atenas quien ha tenido que llegar por mar para mostrársela.
Comprueba ahora la veracidad de las palabras de aquellos desventurados que entraron para darle muerte. Y el Minotauro suspira, se desvanece y cae sobre los huesos de los guerreros olvidados, extrañamente sereno, extrañamente feliz, al distinguir, al otro extremo de la hoja manchada de sangre, esa luz tantas veces anunciada al final del túnel.
Comprueba ahora la veracidad de las palabras de aquellos desventurados que entraron para darle muerte. Y el Minotauro suspira, se desvanece y cae sobre los huesos de los guerreros olvidados, extrañamente sereno, extrañamente feliz, al distinguir, al otro extremo de la hoja manchada de sangre, esa luz tantas veces anunciada al final del túnel.
lunes, 16 de junio de 2014
Madera de héroe
Acallado ya el eco del desgarrador desconsuelo de familiares y amigos, el carpintero se acerca disimuladamente al ataúd del soldado, mira furtivo en ambas direcciones y acaricia con orgullo el fruto de su trabajo.
(El microrrelato Madera de héroe es uno de los finalistas del mes de mayo de La Microbiblioteca. Podéis leerlos en el siguiente enlace)
(El microrrelato Madera de héroe es uno de los finalistas del mes de mayo de La Microbiblioteca. Podéis leerlos en el siguiente enlace)
martes, 10 de junio de 2014
Sancha es Castilla
- ¿Acaso ignoráis, fementida y cobarde canalla, que el hi de perro mago Frestón está jugando con nosotros? ¡Las almenadas torres que albergaron los aposentos de nobles damas y princesas se desplazan de aquí para allá a su hechicero antojo! ¡Se alejan, se marchan definitivamente ante mi pasmo y vuestra indolencia! -clama el caballero con los ojos desorbitados y enfebrecidos, el dedo acusador extendido-. ¡A fe mía, bellaco descomulgado y pestífero, que debo evitar que nuestra Castilla haya de ensancharse hasta perderse de vista! ¡Conseguir, aunque tuviera que dejarme la vida en la empresa, que retornen los campos a los peones que los labraron y los caballos a los prados desaparecidos! –continúa, encasquetándose con un gruñido la bacía llena de abolladuras.
Y el extremeño Juan Morán, que para entonces ya se ha arrepentido de haber hecho un alto en su camino a Santander en la venta de Urueña, busca en vano con la mirada la ayuda de Sancho, quien anda enfrascado cortando hogazas de pan para el queso recién sacado del morral. El viajero, algo aturdido, observa al viejo chocho, se mordisquea la yema del pulgar en actitud reflexiva y adelanta, por fin, la torre amenazada por el alfil blanco.
(Relato ganador de la Quedada de ENTC celebrada en Urueña -Valladolid- el 7 de junio de 2014)
Y el extremeño Juan Morán, que para entonces ya se ha arrepentido de haber hecho un alto en su camino a Santander en la venta de Urueña, busca en vano con la mirada la ayuda de Sancho, quien anda enfrascado cortando hogazas de pan para el queso recién sacado del morral. El viajero, algo aturdido, observa al viejo chocho, se mordisquea la yema del pulgar en actitud reflexiva y adelanta, por fin, la torre amenazada por el alfil blanco.
(Relato ganador de la Quedada de ENTC celebrada en Urueña -Valladolid- el 7 de junio de 2014)
miércoles, 28 de mayo de 2014
Generación perdida
Los desconcertados marineros se reencuentran en la plaza tras su alocada carrera por las calles del puerto. Se preguntan, jadeantes, dónde estarán las mujeres prometidas por Ulises después de tantos años de travesía. De penurias. Y ellas, las viejas con las cuales han ido tropezando aquí y allá, en las esquinas, en los soportales, sentadas a la puerta de las casas de paredes encaladas, apartan por un instante la vista de las muñecas de madera y cabellos de alga que tienen en sus regazos y cesan de acariciarlas y peinarlas, de jugar con ellas, y fijan sus ojos hundidos en esos hombres esqueléticos de piel de cuero moreno que tanto les recuerdan a quien, décadas atrás, llegara a la isla de las mujeres diciendo ser el rey de Ítaca. Y suspiran. Nostálgicas.
jueves, 22 de mayo de 2014
La mano
Dos moscas corretean, se persiguen ligeras, traviesas, sobre el tapete. El crupier las espanta con un gesto incierto, como acariciando el aire. Entonces el manco de los párpados hinchados, tras una pausa valorativa que se prolonga demasiado, vuelve a mirarme con expresión neutra y descubre, al fin, sus cartas. Yo muestro mi trío de jotas con despego vencedor y gano la mano. La tiro al cubo, con las demás, y se levanta una nube cabreada de moscardones que zumban. A una señal del crupier, el manco abandona desolado la mesa de juego y un hombrecito con aire desafiante lo sustituye.
(El microrrelato La mano es uno de los finalistas del mes de abril de La Microbiblioteca. Podéis leerlos en el siguiente enlace)
(El microrrelato La mano es uno de los finalistas del mes de abril de La Microbiblioteca. Podéis leerlos en el siguiente enlace)
miércoles, 7 de mayo de 2014
Infancia, en Viejos amigos
El pasado mes de abril vio la luz la audioantología Viejos amigos : una aproximación literaria al mundo de la vejez, un proyecto de Pablo Gonz que reúne 69 microrrelatos de 47 autores de Argentina, Chile, Perú, Colombia, México y España. Y que vale la pena conocer y difundir.
Podéis escuchar el audiolibro en el siguiente enlace. Mi colaboración para el mismo, “Infancia”, a partir del minuto 7.58.
INFANCIA
"¿Hay algún cuentista en el tren?” Me levanté con la premura que la voz metálica reclamaba y corrí, siguiendo sus instrucciones, hacia el vagón restaurante. El revisor respiró aliviado al verme llegar y me dejó a cargo del viejecito. El anciano miraba el paisaje con los párpados entornados y recitaba, balbuceante, nombres de colinas y prados de la infancia, sumido en una especie de trance. “Fíjese bien. El trigo maduro, el vuelo del grajo. Y ellos… ellos leen, dormitan. Los pasajeros son insensibles. Ayúdeme, por favor”, rogó apretando con fuerza mi mano. Saqué la libreta apresuradamente y comencé a escribir todo lo que me fue dictando.
Mi agradecimiento a todos los que han hecho posible que esta bonita iniciativa sea ya una realidad.
miércoles, 30 de abril de 2014
El estrangulador
Me ha seguido hasta casa y ha conseguido, no sé cómo, vencer la
resistencia de la cerradura y abrir la puerta. El estrangulador ha
apartado el sofá del salón de mala manera creyendo que yo estaba oculta
detrás y ha empujado el colchón al suelo, convencido de encontrarme
aovillada debajo de la cama.
A través de las rendijas de la puerta corredera del armario lo he visto dirigirse hacia mi escondite. Lo ha abierto con violencia y ha mirado en el interior. La penumbra está siendo mi mejor aliada, si bien dudo de que acabe dándose por vencido. Se ha girado, ha echado un vistazo a la colcha, en el suelo, con su quemadura de cigarrillo, y, tras un instante de duda, ha vuelto sobre sus pasos. Ha metido la cabeza en el armario y ha tirado de una de las sábanas del montón bajo el cual me cobijo.
Sin darle oportunidad de retirar ninguna otra más, me he incorporado rápidamente y he corrido, evitándolo con un empujón, hacia la esquina de la página. La he pasado y lo he dejado allí atrás, vociferando y lleno de rabia, en el último párrafo del capítulo nueve.
A través de las rendijas de la puerta corredera del armario lo he visto dirigirse hacia mi escondite. Lo ha abierto con violencia y ha mirado en el interior. La penumbra está siendo mi mejor aliada, si bien dudo de que acabe dándose por vencido. Se ha girado, ha echado un vistazo a la colcha, en el suelo, con su quemadura de cigarrillo, y, tras un instante de duda, ha vuelto sobre sus pasos. Ha metido la cabeza en el armario y ha tirado de una de las sábanas del montón bajo el cual me cobijo.
Sin darle oportunidad de retirar ninguna otra más, me he incorporado rápidamente y he corrido, evitándolo con un empujón, hacia la esquina de la página. La he pasado y lo he dejado allí atrás, vociferando y lleno de rabia, en el último párrafo del capítulo nueve.
miércoles, 2 de abril de 2014
Muy curiosas y notables fábulas para instrucción de jóvenes hipopótamos
La gratitud que se experimenta al recibir la llamada de Las puertas del hacedor sólo es comparable a la alegría que se siente al recibir el producto final: cinco ejemplares de mis Muy curiosas y notables fábulas para instrucción de jóvenes hipopótamos, obra de Norberto Luis Romero, que son artesanía fina. ¡Gracias, maestro!
jueves, 27 de marzo de 2014
Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover
Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover no es lo mal que funciona el transporte público, continuamente interrumpido por la imprevisión de quienes diseñaron el servicio y el dibujo de la ciudad. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover no son las coladas arruinadas ni las riadas que te dejan perdidos los zapatos y los bajos de los pantalones.
Ni los coches, que da pena verlos. Ni los continuos resfriados.
Lo peor tampoco es que esto ni siquiera le vaya bien a los campos, como en principio pudiera haber parecido. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover sangre, cosa que no recuerdo haber dicho antes, son los charlatanes y los iluminados y los falsos profetas quienes, vestidos con sus túnicas de mamarracho, han tomado las plazas para anunciarnos, a voz en cuello (qué pesados son y qué entusiasmados se los ve en sus prédicas y en sus fatales preludios), que el fin del mundo está próximo. Y que sólo arrepintiéndonos de los pecados cometidos lograremos salvar nuestras almas del fuego eterno y, acaso, que deje, de una vez por todas, de llover.
Ni los coches, que da pena verlos. Ni los continuos resfriados.
Lo peor tampoco es que esto ni siquiera le vaya bien a los campos, como en principio pudiera haber parecido. Lo peor de que lleve dos días seguidos sin parar de llover sangre, cosa que no recuerdo haber dicho antes, son los charlatanes y los iluminados y los falsos profetas quienes, vestidos con sus túnicas de mamarracho, han tomado las plazas para anunciarnos, a voz en cuello (qué pesados son y qué entusiasmados se los ve en sus prédicas y en sus fatales preludios), que el fin del mundo está próximo. Y que sólo arrepintiéndonos de los pecados cometidos lograremos salvar nuestras almas del fuego eterno y, acaso, que deje, de una vez por todas, de llover.
miércoles, 26 de febrero de 2014
El maestro Pallardó
Como tenía la mañana libre me acerqué hasta el campo del Júpiter. Había visto en
el diario deportivo que el Sants, el equipo a cuyos partidos iba acompañando a mi
padre en mi adolescencia, jugaba allí. Me encontré con que el estadio estaba medio
vacío. Recordé con añoranza esas mismas instalaciones llenas a rebosar cuando ambos
conjuntos disputaban los derbies en Tercera. Aquel ambiente de fútbol, aquella pasión
de la rivalidad local. Las gradas, sin embargo, ofrecían ese mediodía un aspecto
desolador. Los dos clubes estaban pasando por una delicada situación, tanto económica
como deportiva. Apenas cuatro viejos aquí y allá, grupos de chiquillos con el chándal
rojinegro de las secciones inferiores del equipo local y familiares y novias ocupando
algunos de los asientos de plástico azul oscuro de tribuna. Imagino que el panorama será similar en la mayoría de campos de las categorías territoriales. Corren malos tiempos para el fútbol modesto.
Dio inicio el partido. Por megafonía se dieron las alineaciones de ambos equipos precipitadamente, ya con el balón en juego. El Sants pronto empezó a trenzar buenos pases en el mediocampo pero en cuanto abría la pelota a la banda las jugadas de ataque se perdían en centros espantosos. Dos esféricos consecutivos fueron a parar a la calle, golpeando con virulencia uno de ellos en el tejadillo de la churrería de la calle Cantabria. Los locales parecían muy desorientados. Se los veía desbordados y sin capacidad de reacción ante las acometidas del Sants. A los diez minutos comenzaron a oírse los primeros murmullos de descontento.
- ¡Ay, mamá! ¡Ay, mamá! –escuché gritar a uno de los vejestorios sentados unas cuantas filas detrás de mí.
Uno de los chavalines en chándal que tenía cerca empezó a imitar la voz del abuelo por lo bajini. Los otros rieron. Un pecoso aplaudió la gracia como un chimpancé al que acaban de obsequiar con un plátano tras un número circense. Alguien a mi derecha chasqueó la lengua. Creí entender que el anciano era un habitual y que sus comentarios no siempre eran demasiado bien recibidos por la propia parroquia local. Un centrocampista grisgrana dio un pase horizontal horripilante, dirigido al lateral derecho, que se perdió fuera de banda. Tan sencillo en apariencia como mal ejecutado.
- ¡El pase de la muerte, tú! ¡Éste tío sí que ha hecho el pase de la muerte! –volvió a protestar la voz del veterano seguidor.
El partido poco a poco fue igualándose, más por demérito del equipo visitante que por mejora en el juego del Júpiter. Chocó un delantero local con el central del Sants, quien cayó al suelo como fulminado y, acto seguido, comenzó a retorcerse sobre el césped artificial agarrándose con la mano el tobillo derecho y chillando como un animal malherido. Nadie lesionado de verdad grita de ese modo. Lo sabíamos todos los espectadores, lo sabían los futbolistas. Quizás incluso también el árbitro quien, a pesar de todo, autorizó la presencia del fisio de los franjiverdes.
- ¡Está malito el nene!, ¡está malito el nene! –se mofó el abuelo. También él se había dado cuenta de que el del Sants había simulado la lesión con intención de forzar una tarjeta para el adversario y detener el juego. El defensa cojeó de manera ostensible hasta alcanzar la línea lateral, ayudado por el fisio. Pidió reincorporarse al campo inmediatamente–. ¡Qué doctor, tú!, ¡qué doctor más bueno!, ¡eso es un médico! –siguió burlándose de la instantánea curación del fornido defensor aquel yayo tan crítico.
Masculló el de mi derecha algo que no conseguí entender. Por el tono no me pareció amable. Dedicó hacía atrás una mirada significativa. Era evidente que ambos eran habituales en la Verneda y que el veterano comentarista no le caía precisamente bien. A mí, sin embargo, el chascarrillo me había hecho gracia y sonreí, buscando identificar entre las últimas filas al ingenioso caballero.
Lo reconocí enseguida. Había perdido bastante pelo y se le veía con algunos, demasiados, kilos de más. Maurici Pallardó parecía el gran gorila blanco, sentado con las piernas separadas y recostado hacia atrás, las manos descansando sobre los muslos. Estaba solo. Parecía como si nadie hubiese querido sentarse cerca de él. Seguía el partido con atención y la boca medio abierta. Tenía el tembleque que le recordaba de los últimos torneos en los que lo había visto, hacía como cosa de año y medio, si bien más exagerado. El maestro Pallardó era una institución en el mundo del ajedrez, un raro caso de jugador admirado por los más veteranos y respetado por quienes hacía poco que se habían iniciado en el juego. Yo nunca había tenido ocasión de hablar con él y jamás un sorteo nos había emparejado delante de un tablero pero había visto cómo grandes maestros y fuertes maestros internacionales siempre tenían una buena excusa para saludarlo entre ronda y ronda o para acercarse hasta su partida, recién acabada, y comentar con él alguna línea. A Pallardó le apasionaba el ajedrez. Podía vérsele a menudo analizando las posiciones de los chicos que empezaban en el club, detalle, o más bien concesión, del todo inusual en alguien de su contrastada categoría. Aunque su nivel había decaído con el paso de los años, todavía podía considerárselo un fuerte ajedrecista, capaz de dar aún algún susto a los primeros del ranking en los torneos en los que participaba.
- ¿Cómo cuelgan balones al área si son todos enanos? Chico, es que no saben más –se mofó Pallardó de los suyos.
- ¡Cállate ya, chalado! El abuelo éste de los cojones… –le increpó mi vecino de localidad.
- ¡Payaso! ¡Estamos hartos, cada semana la misma cantinela! –se oyó a otro. Tenía aspecto del chorizo habitual de estación de autobuses o de cosa mucho peor.
- ¡Quédate en casa, abuelito! –se sumó al linchamiento un tercer descontento desde algún lugar. Me pareció que empleaban una crueldad, una saña excesiva para manifestar su disconformidad con el maestro.
Pallardó los miró con los ojos acuosos. Movía el labio inferior. Le temblaba como una hoja. Su mirada se cruzó con la mía. Ensayé un tímido gesto para llamar su atención por si me reconocía de haberme visto en las salas de juego. O de aquel verano en Benasque, hace ya tantos años, cuando tuve ocasión de verlo analizar por primera vez. Aquel año estuvo jugando siempre en los tableros de arriba del internacional y creo que acabó entre los diez mejores y llevándose el premio de belleza por una partida en la que entregó a un belga una torre y un alfil por dos peones. Un resultado muy meritorio habida cuenta la dureza de una competición de esas características. Dábamos un paseo por los alrededores del pueblo, en el pirineo oscense, y lo vimos, de pie, conversando amigablemente con dos adolescentes, como nosotros, que miraban una partida sentados en una especie de merendero. El maestro preguntaba a uno de ellos por la partida de la ronda de la tarde anterior, por la continuación, ya que había visto que habían llegado a una posición interesante de ataque sobre enroques opuestos. Los chicos parecían abrumados por el interés del maestro en la línea jugada hacía apenas unas horas. El compañero de club que me acompañaba y yo nos acercamos y disfrutamos del modo didáctico en que el maestro Pallardó le explicó al muchacho cómo podría haber seguido para salvar la posición. Lo recuerdo fijando sus ojillos en los escaques, sujetándose la barbilla y golpeando con acompasada suavidad el labio con el dedo índice antes de ejecutar los movimientos en el tablero. Explicando el porqué de cada jugada, la razón por la cual había que descartar la que nos parecía la mejor defensa. Un auténtico placer para todos nosotros, meros aprendices.
No me vio, sin embargo, el maestro. Seguía atento las evoluciones de los futbolistas, quienes corrían arriba y abajo tratando de coordinar, sin mucho éxito, jugadas con criterio. Decidí acercarme a él al final del partido y saludarlo. Una serie de pases en corto de los jugadores del Júpiter acabó en un corte de los nuestros y un rápido contraataque del Sants que el portero local supo desbaratar con una excelente intervención. Aquello volvió a encresparlo.
- Pero, ¡cámbiala, cámbiala! ¡Tonto de baba! Sólo saben jugar a la sombra de tribuna. Pero, ¿no ves que el chaval está solo en la otra banda? –se cebó en el extremo que había acabado perdiendo el control del balón. Reclamaba un pase en largo que jamás se produjo.
- ¡Tonto de baba!, ¡ha dicho tonto de baba! –volvieron a burlarse los cadetes del Júpiter. Se estaban pasando una bolsa de pipas. Nunca habían oído llamarle así a nadie.
- Abuelo, si no hacen esos cambios de orientación en el juego es porque no dan más de sí. Si supieran hacerlos no estarían jugando en Preferente, ¿no cree? Estarían en Segunda B o en Tercera –se oyó a uno decirle a Pallardó para, a continuación, añadir dirigiéndose a la grada en general–, éste se piensa que aquí va a ver a Schuster o a Platini.
- ¡Qué malos son, qué malos son! –seguía, él a lo suyo, el maestro Pallardó. Y repetía en un susurro– ¡pero qué malos!
- ¡Que te calles, carcamal! Ya me estás calentando. No quiero oírte más, ¿te enteras? A ver si animas un poco, que parece que sólo vengas aquí a desmoralizar a los chavales –se volvió vociferándole como un energúmeno el que supuse sería el padre de uno de los jugadores.
- ¡Hartitas nos tienes ya, abuelo! –aprovechó el revuelo general que había provocado el maestro una novia de futbolista que tenía pinta de fulana con varios trienios, la cual seguía el partido parapetada detrás de unas gafas de sol de agente de tráfico norteamericano.
Sólo entonces pareció Pallardó tener conciencia de la animadversión general del público hacia su persona. Los niños le dirigían gestos burlescos con total impunidad y un hombre que tomaba notas dos asientos más allá, acaso un directivo o un ojeador, también se rió de él abiertamente. Continuaba el veterano ajedrecista con la boca abierta, con expresión desolada, ahora con la mirada concentrada en sus gastados zapatos color marrón. Una pena inmensa se apoderó de mí al ver el cruel declive del gran campeón, convertido en patético bufón, en el tonto del pueblo. Un indescriptible sentimiento de tristeza y de vergüenza, tanta que decidí no decirle nada al término de los noventa minutos. Por él, por mí. El respetadísimo maestro para aquella gente no era más que un viejo chocho, una ruina desquiciada, un pelele del que mofarse. Al cabo, se levantó y se marchó con la cabeza gacha. Nadie le hizo el menor caso.
Se perdió la victoria del Júpiter por dos a uno.
Dio inicio el partido. Por megafonía se dieron las alineaciones de ambos equipos precipitadamente, ya con el balón en juego. El Sants pronto empezó a trenzar buenos pases en el mediocampo pero en cuanto abría la pelota a la banda las jugadas de ataque se perdían en centros espantosos. Dos esféricos consecutivos fueron a parar a la calle, golpeando con virulencia uno de ellos en el tejadillo de la churrería de la calle Cantabria. Los locales parecían muy desorientados. Se los veía desbordados y sin capacidad de reacción ante las acometidas del Sants. A los diez minutos comenzaron a oírse los primeros murmullos de descontento.
- ¡Ay, mamá! ¡Ay, mamá! –escuché gritar a uno de los vejestorios sentados unas cuantas filas detrás de mí.
Uno de los chavalines en chándal que tenía cerca empezó a imitar la voz del abuelo por lo bajini. Los otros rieron. Un pecoso aplaudió la gracia como un chimpancé al que acaban de obsequiar con un plátano tras un número circense. Alguien a mi derecha chasqueó la lengua. Creí entender que el anciano era un habitual y que sus comentarios no siempre eran demasiado bien recibidos por la propia parroquia local. Un centrocampista grisgrana dio un pase horizontal horripilante, dirigido al lateral derecho, que se perdió fuera de banda. Tan sencillo en apariencia como mal ejecutado.
- ¡El pase de la muerte, tú! ¡Éste tío sí que ha hecho el pase de la muerte! –volvió a protestar la voz del veterano seguidor.
El partido poco a poco fue igualándose, más por demérito del equipo visitante que por mejora en el juego del Júpiter. Chocó un delantero local con el central del Sants, quien cayó al suelo como fulminado y, acto seguido, comenzó a retorcerse sobre el césped artificial agarrándose con la mano el tobillo derecho y chillando como un animal malherido. Nadie lesionado de verdad grita de ese modo. Lo sabíamos todos los espectadores, lo sabían los futbolistas. Quizás incluso también el árbitro quien, a pesar de todo, autorizó la presencia del fisio de los franjiverdes.
- ¡Está malito el nene!, ¡está malito el nene! –se mofó el abuelo. También él se había dado cuenta de que el del Sants había simulado la lesión con intención de forzar una tarjeta para el adversario y detener el juego. El defensa cojeó de manera ostensible hasta alcanzar la línea lateral, ayudado por el fisio. Pidió reincorporarse al campo inmediatamente–. ¡Qué doctor, tú!, ¡qué doctor más bueno!, ¡eso es un médico! –siguió burlándose de la instantánea curación del fornido defensor aquel yayo tan crítico.
Masculló el de mi derecha algo que no conseguí entender. Por el tono no me pareció amable. Dedicó hacía atrás una mirada significativa. Era evidente que ambos eran habituales en la Verneda y que el veterano comentarista no le caía precisamente bien. A mí, sin embargo, el chascarrillo me había hecho gracia y sonreí, buscando identificar entre las últimas filas al ingenioso caballero.
Lo reconocí enseguida. Había perdido bastante pelo y se le veía con algunos, demasiados, kilos de más. Maurici Pallardó parecía el gran gorila blanco, sentado con las piernas separadas y recostado hacia atrás, las manos descansando sobre los muslos. Estaba solo. Parecía como si nadie hubiese querido sentarse cerca de él. Seguía el partido con atención y la boca medio abierta. Tenía el tembleque que le recordaba de los últimos torneos en los que lo había visto, hacía como cosa de año y medio, si bien más exagerado. El maestro Pallardó era una institución en el mundo del ajedrez, un raro caso de jugador admirado por los más veteranos y respetado por quienes hacía poco que se habían iniciado en el juego. Yo nunca había tenido ocasión de hablar con él y jamás un sorteo nos había emparejado delante de un tablero pero había visto cómo grandes maestros y fuertes maestros internacionales siempre tenían una buena excusa para saludarlo entre ronda y ronda o para acercarse hasta su partida, recién acabada, y comentar con él alguna línea. A Pallardó le apasionaba el ajedrez. Podía vérsele a menudo analizando las posiciones de los chicos que empezaban en el club, detalle, o más bien concesión, del todo inusual en alguien de su contrastada categoría. Aunque su nivel había decaído con el paso de los años, todavía podía considerárselo un fuerte ajedrecista, capaz de dar aún algún susto a los primeros del ranking en los torneos en los que participaba.
- ¿Cómo cuelgan balones al área si son todos enanos? Chico, es que no saben más –se mofó Pallardó de los suyos.
- ¡Cállate ya, chalado! El abuelo éste de los cojones… –le increpó mi vecino de localidad.
- ¡Payaso! ¡Estamos hartos, cada semana la misma cantinela! –se oyó a otro. Tenía aspecto del chorizo habitual de estación de autobuses o de cosa mucho peor.
- ¡Quédate en casa, abuelito! –se sumó al linchamiento un tercer descontento desde algún lugar. Me pareció que empleaban una crueldad, una saña excesiva para manifestar su disconformidad con el maestro.
Pallardó los miró con los ojos acuosos. Movía el labio inferior. Le temblaba como una hoja. Su mirada se cruzó con la mía. Ensayé un tímido gesto para llamar su atención por si me reconocía de haberme visto en las salas de juego. O de aquel verano en Benasque, hace ya tantos años, cuando tuve ocasión de verlo analizar por primera vez. Aquel año estuvo jugando siempre en los tableros de arriba del internacional y creo que acabó entre los diez mejores y llevándose el premio de belleza por una partida en la que entregó a un belga una torre y un alfil por dos peones. Un resultado muy meritorio habida cuenta la dureza de una competición de esas características. Dábamos un paseo por los alrededores del pueblo, en el pirineo oscense, y lo vimos, de pie, conversando amigablemente con dos adolescentes, como nosotros, que miraban una partida sentados en una especie de merendero. El maestro preguntaba a uno de ellos por la partida de la ronda de la tarde anterior, por la continuación, ya que había visto que habían llegado a una posición interesante de ataque sobre enroques opuestos. Los chicos parecían abrumados por el interés del maestro en la línea jugada hacía apenas unas horas. El compañero de club que me acompañaba y yo nos acercamos y disfrutamos del modo didáctico en que el maestro Pallardó le explicó al muchacho cómo podría haber seguido para salvar la posición. Lo recuerdo fijando sus ojillos en los escaques, sujetándose la barbilla y golpeando con acompasada suavidad el labio con el dedo índice antes de ejecutar los movimientos en el tablero. Explicando el porqué de cada jugada, la razón por la cual había que descartar la que nos parecía la mejor defensa. Un auténtico placer para todos nosotros, meros aprendices.
No me vio, sin embargo, el maestro. Seguía atento las evoluciones de los futbolistas, quienes corrían arriba y abajo tratando de coordinar, sin mucho éxito, jugadas con criterio. Decidí acercarme a él al final del partido y saludarlo. Una serie de pases en corto de los jugadores del Júpiter acabó en un corte de los nuestros y un rápido contraataque del Sants que el portero local supo desbaratar con una excelente intervención. Aquello volvió a encresparlo.
- Pero, ¡cámbiala, cámbiala! ¡Tonto de baba! Sólo saben jugar a la sombra de tribuna. Pero, ¿no ves que el chaval está solo en la otra banda? –se cebó en el extremo que había acabado perdiendo el control del balón. Reclamaba un pase en largo que jamás se produjo.
- ¡Tonto de baba!, ¡ha dicho tonto de baba! –volvieron a burlarse los cadetes del Júpiter. Se estaban pasando una bolsa de pipas. Nunca habían oído llamarle así a nadie.
- Abuelo, si no hacen esos cambios de orientación en el juego es porque no dan más de sí. Si supieran hacerlos no estarían jugando en Preferente, ¿no cree? Estarían en Segunda B o en Tercera –se oyó a uno decirle a Pallardó para, a continuación, añadir dirigiéndose a la grada en general–, éste se piensa que aquí va a ver a Schuster o a Platini.
- ¡Qué malos son, qué malos son! –seguía, él a lo suyo, el maestro Pallardó. Y repetía en un susurro– ¡pero qué malos!
- ¡Que te calles, carcamal! Ya me estás calentando. No quiero oírte más, ¿te enteras? A ver si animas un poco, que parece que sólo vengas aquí a desmoralizar a los chavales –se volvió vociferándole como un energúmeno el que supuse sería el padre de uno de los jugadores.
- ¡Hartitas nos tienes ya, abuelo! –aprovechó el revuelo general que había provocado el maestro una novia de futbolista que tenía pinta de fulana con varios trienios, la cual seguía el partido parapetada detrás de unas gafas de sol de agente de tráfico norteamericano.
Sólo entonces pareció Pallardó tener conciencia de la animadversión general del público hacia su persona. Los niños le dirigían gestos burlescos con total impunidad y un hombre que tomaba notas dos asientos más allá, acaso un directivo o un ojeador, también se rió de él abiertamente. Continuaba el veterano ajedrecista con la boca abierta, con expresión desolada, ahora con la mirada concentrada en sus gastados zapatos color marrón. Una pena inmensa se apoderó de mí al ver el cruel declive del gran campeón, convertido en patético bufón, en el tonto del pueblo. Un indescriptible sentimiento de tristeza y de vergüenza, tanta que decidí no decirle nada al término de los noventa minutos. Por él, por mí. El respetadísimo maestro para aquella gente no era más que un viejo chocho, una ruina desquiciada, un pelele del que mofarse. Al cabo, se levantó y se marchó con la cabeza gacha. Nadie le hizo el menor caso.
Se perdió la victoria del Júpiter por dos a uno.
lunes, 10 de febrero de 2014
Enmascarados ilustres
Después de firmar unos cuantos autógrafos a los fans que llevan horas esperando en la calle y de atender brevemente a la prensa, saludo al organizador del evento y entro. Los músicos de la orquesta llevan antifaces de fantasía, guiño evidente a los ilustres enmascarados en cuyo honor se celebra la fiesta.
Robin cuchichea algo al oído de Batman. Éste asiente y le da un trago a su combinado. Probablemente hablan de Spiderman quien, acodado en la barra, se mantiene a prudente distancia. No es ningún secreto que ambos superhéroes no pueden ni verse desde el rodaje de su última película. Bailan animadamente El Zorro y El Llanero Solitario. Localizo a El Hombre Elefante con el saco de arpillera habitual. Y a El Hombre Invisible. Estrena vendaje. ¿Dónde estará El Fantasma de la Ópera? Lo busco con la mirada. El Hombre de la Máscara de Hierro se disculpa tras pisarle la capa a El Guerrero del Antifaz. Desde mi posición diría que va medio trompa.
Cuánto tiempo, dichosos los ojos, me alegro de verte, me dice El Hombre Enmascarado y me palmea la espalda. Y yo, incómodo, le pregunto ¿y las chicas?, ¿es que no hay chicas en esta fiesta?
Robin cuchichea algo al oído de Batman. Éste asiente y le da un trago a su combinado. Probablemente hablan de Spiderman quien, acodado en la barra, se mantiene a prudente distancia. No es ningún secreto que ambos superhéroes no pueden ni verse desde el rodaje de su última película. Bailan animadamente El Zorro y El Llanero Solitario. Localizo a El Hombre Elefante con el saco de arpillera habitual. Y a El Hombre Invisible. Estrena vendaje. ¿Dónde estará El Fantasma de la Ópera? Lo busco con la mirada. El Hombre de la Máscara de Hierro se disculpa tras pisarle la capa a El Guerrero del Antifaz. Desde mi posición diría que va medio trompa.
Cuánto tiempo, dichosos los ojos, me alegro de verte, me dice El Hombre Enmascarado y me palmea la espalda. Y yo, incómodo, le pregunto ¿y las chicas?, ¿es que no hay chicas en esta fiesta?
martes, 28 de enero de 2014
Treblinka
Reconocí la mirada de la fotografía en la del anciano que agonizaba. Los ojos que, implorantes, suplicaban el fin de tanto padecimiento no eran sino los del joven oficial de las SS que había posado orgulloso, setenta años atrás, con los cadáveres esqueléticos de cuatro prisioneros. Aturdida, devolví la foto a la mujer que lo había estado velando desde su ingreso.
-Enfermera , prométame que hará cuanto esté en su mano para que viva lo máximo posible... -me rogó.
-El de la imagen no es su padre, ¿verdad? -la interrumpí. Necesitaba confirmar lo que me había dicho el primer día.
Como respuesta únicamente obtuve la vacilante y desdeñosa sonrisa que me dedicó antes de marcharse.
-Enfermera , prométame que hará cuanto esté en su mano para que viva lo máximo posible... -me rogó.
-El de la imagen no es su padre, ¿verdad? -la interrumpí. Necesitaba confirmar lo que me había dicho el primer día.
Como respuesta únicamente obtuve la vacilante y desdeñosa sonrisa que me dedicó antes de marcharse.
miércoles, 15 de enero de 2014
Ejemplar y cruenta dedicatoria
Los clásicos nunca pasan de moda. Sí, amigos, los Cruentos ejemplares y otras microficciones se han ganado un huequito en la Microbiblioteca de Barberà del Vallès. Y yo que me alegro y que lo agradezco.
Podéis leer la entrada en la web de la Microbiblioteca en el siguiente enlace.
Podéis leer la entrada en la web de la Microbiblioteca en el siguiente enlace.
jueves, 9 de enero de 2014
Papanoeles sonrientes
Decidir, la semana después del funeral, no postergarlo más e ir una mañana a vaciar el piso de mamá. Encontrarlo todo tal cual estaba la víspera de Reyes. Registrar (qué verbo tan impersonal, pero no hay otro mejor) los cajones del despachito. Encontrar los papeles del banco y guardarlos en carpetas verdes. Revisar el dormitorio. Buscar entre sus cosas. Recuperar el joyero del tocador. Descubrir los álbumes de fotos. Y los demás recuerdos. Abrir el armario, apilar la ropa sobre la cama. Clasificarla para la beneficencia. Hallar, ocultos bajo un juego de sábanas con olor a alcanfor, los paquetes. Sentir entonces un escalofrío. Romper con los dedos vacilantes el que lleva una tarjetita con tu propio nombre, rasgar los papanoeles sonrientes y los abetos adornados del papel de regalo y no poder disimular una mueca de contrariedad al descubrir, en su interior, los mismos calcetines negros de siempre.
(Este microrrelato es uno de los cuatro ganadores del mes de diciembre y uno de los diez finalistas anuales de la tercera edición de ENTC)
(Este microrrelato es uno de los cuatro ganadores del mes de diciembre y uno de los diez finalistas anuales de la tercera edición de ENTC)
miércoles, 1 de enero de 2014
Cuentos engranados y Lectures d'Espagne
Feliz año a todos y... ¡autobombo del bueno!
He recibido dos buenas noticias en estos días de holganza navideña. La primera es la inclusión de mi relato (que no micro) "Incognitous" en la antología solidaria Cuentos engranados, un libro electrónico que tienes que comprar. Porque presumes de Kindle. O porque conoces a alguien que presume de Kindle y no sabes qué regalarle para Reyes. Porque tan sólo son 4,12 € y van directos al Banco de Alimentos de Granada. Porque encontrarás cuentos de Espido Freire y Medardo Fraile. Y de Shua, Olgoso, Neuman, Roas, Cutillas, Otxoa y de los primeros espadas de Talentura y de otros tantos igual de buenos, cincuenta y pico en total, reunidos por obra y gracia de Carolina Molina y Jesús Cano. Porque sí. Más información sobre el libro y cómo adquirirlo en el siguiente enlace.
La segunda es que ya hago compañía, gracias a Caroline Lepage y al equipo de traductores del proyecto Lectures d'ailleurs / Tradabordo (Université de Poitiers y de Bordeaux 3), a tantos colegas y amigos en el segundo volumen de Lectures d'Espagne. A partir de la página 241 encontraréis, traducidos al francés, los microrrelatos "Quatorzième jour" (Día catorce), "Récital poétique" (Recital poético), "Contagion" (Contagio) y "Le Bébé" (El bebé). La publicación, en línea, la tenéis aquí.
He recibido dos buenas noticias en estos días de holganza navideña. La primera es la inclusión de mi relato (que no micro) "Incognitous" en la antología solidaria Cuentos engranados, un libro electrónico que tienes que comprar. Porque presumes de Kindle. O porque conoces a alguien que presume de Kindle y no sabes qué regalarle para Reyes. Porque tan sólo son 4,12 € y van directos al Banco de Alimentos de Granada. Porque encontrarás cuentos de Espido Freire y Medardo Fraile. Y de Shua, Olgoso, Neuman, Roas, Cutillas, Otxoa y de los primeros espadas de Talentura y de otros tantos igual de buenos, cincuenta y pico en total, reunidos por obra y gracia de Carolina Molina y Jesús Cano. Porque sí. Más información sobre el libro y cómo adquirirlo en el siguiente enlace.
La segunda es que ya hago compañía, gracias a Caroline Lepage y al equipo de traductores del proyecto Lectures d'ailleurs / Tradabordo (Université de Poitiers y de Bordeaux 3), a tantos colegas y amigos en el segundo volumen de Lectures d'Espagne. A partir de la página 241 encontraréis, traducidos al francés, los microrrelatos "Quatorzième jour" (Día catorce), "Récital poétique" (Recital poético), "Contagion" (Contagio) y "Le Bébé" (El bebé). La publicación, en línea, la tenéis aquí.
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